cine, Peticiones estivales

Peticiones Estivales: cine silente japonés

Tenía pensado escribir una entrada dedicada al cine mudo japonés más adelante, para las vacaciones de navideñas o así; pero un gato anónimo solicitó un artículo dedicado a él en CuriousCat, por lo que ha sido adelantada unos meses. Y no me ha venido mal, porque ha sido un enorme placer volver a repasar todas esas películas que enmarcan el nacimiento y la niñez del cine en Japón. Creo que no se conoce mucho, pero ese es un inconveniente que se puede aplicar a todo el cine silente en general, no solo al nipón. Es una lástima, porque me encantaría que hubiera más personas que compartieran mi pasión por él, sin embargo admito que tampoco va dirigido al público actual. Fue concebido y creado para las gentes de hace más o menos un siglo; y los gustos y sensibilidades cambian. Aparte de que los medios técnicos no eran los mismos, y no todo el mundo posee la paciencia para disfrutar de sus mágicas delicadezas e imperfecciones.

Así que he seleccionado seis films que me gustan especialmente para dar lustre al post y, como siempre apostillo, no serán las más valoradas por la crítica (o sí, a saber), pero las considero desde mi humilde criterio dignas de interés. Y digo dar lustre porque la entrada va a ser más bien un ensayo sobre los primeros pasos del cine japonés; una introducción para conocer mejor el contexto de su aparición y cómo evolucionó hasta la revolución del cine sonoro. Si la temática te pica la curiosidad, creo que disfrutarás. Si no, puedes darle a esa X del vértice derecho y seguir vagabundeando por otros lares cibernéticos, que estos unos y ceros no te impidan tener una grata experiencia navegando.

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«Doce meses de Nô: Matsukaze» (1956) de Matsuno Sofu

Da la sensación de que el cine japonés, para muchos occidentales, comenzase a tener relevancia a partir de los años 50. Todo lo que hay detrás de esa década suele ignorarse, casi como si no existiera. Algo de lógica hay en ese despiste, pues por estos lares no fue hasta entonces que se prestó atención a la obra de colosos como Akira Kurosawa o Kenji Mizoguchi. Aunque ambos llevaran un tiempecito ya trabajando en el mundo del celuloide. Aun así, no hay excusa para continuar en las tinieblas de la ignorancia (muahahaha) respecto al cine nipón. Antes de 1950, la cinematografía japonesa gozaba de excelente salud; y en su época silente también había bastantes obras que merecen la pena descubrirse. Sin embargo, es necesario advertir que de un catálogo calculado en unas 7000 películas, ( cifra correspondiente solo para la década de los años 20, en realidad son miles más) han sobrevivido 70 desde el nacimiento del cine hasta los años 30. 70 películas. ¿A qué es debido este desastre? ¿Cómo pudieron perderse tantas obras, entre ellas los primeros pasos de Yasujirô Ozu o Daisuke Itô? Los responsables fueron el Gran Terremoto de Kantô (1923) y la II Guerra Mundial (1939-1945).

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Yûrakuchô (Chiyoda), Tokio, tras el Gran Terremoto de Kantô.

Si hay que agradecer a alguien que hayan llegado hasta nosotros estos pocos films, es al amor y trabajo de Shunsui Matsuda (1925-1987), que además fue el último benshi de la época muda del cine japonés. ¿Y qué es un benshi? Eso lo explicaremos un poquito más adelante. Mientras, regresemos al nacimiento del séptimo arte. Su origen no fue oriental, ni muchísimo de Japón; fue un invento netamente occidental, y de Occidente procedían las mayores innovaciones en el campo. Sin embargo, no tardó mucho en llegar a las costas japonesas: el cinematógrafo de los hermanos Lumière y el kinetoscopio de Dickson y Edison fueron exhibidos en 1896. Y el representante de los Lumière en Asia Oriental, Constant Girel, grabó unos primeros fotogramas en Japón al año siguiente. Las primeras filmaciones japonesas como tales fueron otro año después, en 1898. Las películas iniciales del cine nipón eran, sobre todo, grabaciones de obras de kabuki. Muy acertadamente, habían relacionado este nuevo invento con las artes escénicas, y en las islas la tradición en esas disciplinas era, y sigue siendo, muy rica. De ahí que su cinematografía, ya desde su arranque, poseyera unas características diferenciadas del resto de países.

Al principio, el cine era un entretenimiento que no se tomaba demasiado en serio, era más una curiosidad en las ferias ambulantes; pero con el cambio de siglo, muy pronto se observó el enorme potencial que albergaba como fuente de entretenimiento. Primero para las clases populares, más adelante para la burguesía también. Un nuevo tipo de negocio que prometía bastante dinero. Así que ya en 1903 se abrió el primer katsudô shashinkan o cine en Asakusa, Tokio; y el primer estudio cinematográfico en 1908, también en Tokio (Meguro). Al principio se representaban más películas extranjeras, hasta que a partir de los años 20 la producción nacional superó de largo a la foránea.

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Matsunosuke Onoe (1875-1926), la primera superestrella del cine japonés. Apareció en más de 1000 jidaigeki.

Si hay una figura que distingue al cine nipón del resto del planeta, es la del benshi katsuben. Porque el cine silente japonés nunca fue mudo en realidad, un narrador, de viva voz, contaba lo que iba sucediendo en la pantalla. Y no solo eso, también ponía palabras a los actores, explicaba las situaciones y pormenores del argumento y otorgaba al film una nueva interpretación. Este relator también surgió en otros países como Italia o Francia, pero desapareció al poco tiempo. ¿Por qué medró en Japón? Por varios motivos. El más obvio es la necesidad del público de saber qué estaba ocurriendo en la película. Las obras venidas de Occidente mostraban muchas cosas que para el japonés medio eran totalmente desconocidas; requerían explicaciones para comprender lo que sucedía en el argumento. Las culturas eran muy diferentes. Las primeras películas además carecían de intertítulos, que no aparecieron hasta los años 20, así que el benshi realizaba una labor imprescindible.

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«Katsudô Shashinkai» (1909), la primera revista cinematográfica de Japón.

A estas razones hay que añadir el amor del japonés por la recitación, la belleza de las palabras habladas (bibun). La tradición oral de las islas es abundante: el rakugo, el gidayû, el rôkyoku, el kôdan… y los benshi lo amalgamaron todo para perfeccionar un nuevo arte interpretativo (setsumei) que dinamizaba la experiencia de ver una película. Una especie de mezcla de teatro y cine, dando pie también a la improvisación, que hacía las delicias de los espectadores. El triunfo de los benshi katsuben fue fulgurante, eran verdaderas estrellas. Se llegaron a realizar films para ciertos narradores ex professo, haciéndose acompañar también de orquestas completas.

La gran popularidad de los katsuben contribuyó a que el cine sonoro tardara en imponerse, así como también ralentizó el desarrollo de nuevas técnicas narrativas cinemáticas. Pero la evolución en la disciplina era imparable, marcada por el ritmo marcado desde Estados Unidos. No se podían poner vallas al campo. El tiempo de los benshi tenía los días contados, además de que eran profesionales caros, se les pagaba incluso más que a los actores de cine. El Movimiento del Cine Puro o Jun’eigageki undô (1915-1925) también contribuyó con su clavo para cerrar el ataúd de los benshi. En general, deseaban que el cine japonés se liberara del lastre del kabukiy la tradición teatral japonesa; abogaban por su modernización y dejar atrás las temáticas más habituales del folclore, centrándose en la realidad contemporánea del país. Consideraban que eran anacronías, características obsoletas de las que había que librarse, como el uso, por ejemplo, de onnagata. Los personajes femeninos debían interpretarse por mujeres, no por hombres. Para regenerarse era indispensable mirar a Occidente, de donde provenían todas las novedades. De esta forma serían capaces de crear obras con la capacidad de atraer a un público internacional. Y así en 1937 los benshi desaparecieron, aunque resulta apasionante saber que en la actualidad hay un resurgimiento de nuevos katsuben, que se dedican a narrar antiguas películas de cine mudo.

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Tokuko Takagi (1891-1919), la primera actriz japonesa de cine.

Las películas realizadas durante las décadas de 1890, 1900 y 1910 eran bastante conservadoras y seguían la estela del kabuki y el . Los espectadores, de considerar el nuevo invento una rareza, empezaban a valorar el cine como un entretenimiento al que le exigían también calidad y cierto progreso. Era necesaria una renovación. En 1920 ya era muy clara la distinción entre dos géneros: el jidaigeki y el gendaigeki; y el debate primordial era la necesidad de explorar las posibilidades que ofrecía la cinemática de las imágenes. Japón, poco a poco, iba metiendo la cabeza en el panorama global. A finales de la Era Taishô (1912-1926), el gobierno comenzó a debatir el potencial político del cine y se prohibieron cada vez más obras; y con la llegada de la Era Shôwa (1926-1989), se convirtió en una robusta herramienta para la propaganda del nuevo régimen totalitario y nacionalista. El punto de inflexión, sin embargo, que marca este post de hoy, es la llegada del sonido. La primera película sonora de la historia fue la norteamericana El cantante de jazz (1927); en Japón ocurrió cinco años después, en 1931. Pero ese no fue el fin del cine mudo japonés, la agonía fue más larga; y a pesar de ser sus postrimerías, aún esos últimos coletazos produjeron obras muy interesantes e innovadoras. Varias de las escogidas a continuación son ejemplo de ello.

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«Cortesana de rodillas con teatro de sombras detrás» de Kitagawa Utamaro, circa 1806

Como siempre señalo en listados de esta clase, la selección es completamente personal y basada en mi experiencia, que dista mucho de ser completa y ni mucho menos la de un profesional. El orden en el que aparecen corresponde a mi criterio de calidad, que es discutible, pero resulta que este es mi blog. C’est la vie. Podría haber elegido otras distintas, he valorado también clásicos como Kurama Tengu (1928), Tokyo Chorus (1931), Otsurae Jirôkichi koshi (1931) y unas cuantas más; pero, al final, estas son las que son. Que las disfrutéis. O las sufráis, que de todo hay.


6 ✪  IZU NO ODORIKO (1933)

Heinosuke Gosho

Mizuhara, un joven estudiante de Tokio, se enamora de la bailarina Kaoru, que trabaja en una troupe de artistas ambulantes. ¿Llegará a buen puerto este amor? ¿Podrán superarse los prejuicios y diferencias sociales?

Me ha parecido conveniente empezar este pequeño listado con la primera adaptación que se hizo al cine del relato corto La bailarina de Izu (1926) del Nobel Yasunari Kawabata. ¿Por qué? Porque su director, Heinosuke Gosho, fue el que inauguró el sonido en Japón con su película Madamu to Nyôbô (1931). Izu no Odoriko es una obra bastante conocida en el país, y que ha sido vertida al celuloide y la televisión en varias ocasiones. En mi humilde opinión, la de Gosho es la mejor versión del cuento (al menos de las que yo he visto); también de mis favoritas junto a su encarnación animada, de la que escribí un poco aquí. Si en 1931 el sonido llegó finalmente al cine japonés, ¿a qué se debe que esta Izu no Odoriko fuera muda? Por un motivo muy simple: el dinero. Gosho tenía la intención de hacerla sonora, pero los estudios Sochiku no creían que un film basado en la obra debut de un literato vinculado a las vanguardias fuera a reportarles demasiados beneficios. Así que, para ahorrar, se optó por realizarla muda.

Yasunari Kawabata no escribía para las masas (taishû bungaku), sino que se decantaba por una literatura que mirase hacia el futuro, con ansias de modernizarse y sin depender de los gustos populares y querencias gubernamentales del momento. Ars gratia artis. Y Gosho, seguidor de la corriente que buscaba reformar la cinematografía de su país, no dudó en aportar su granito de arena con sus films, entre los que se encuentra este desafiante bungei eiga (película literaria) al que los productores valoraron con recelo. Nuestro director era ambicioso, y deseaba plasmar esas historias complejas de gran profundidad psicológica que solo la literatura podía brindarle. ¿Lo consiguió? Desde luego que sí.  La bailarina de Izu avanza más allá del propio relato de Kawabata, e introduce un contexto social muy realista mediante una trama paralela a la principal. Los personajes son sólidos y de un bonito gris; no gris por mediocre, sino por su ausencia de polarización. Resultan creíbles y auténticos; incluso, como en la vida misma, contradictorios y sorprendentes.


5 ✪ OROCHI (1925)

Buntarô Futagawa

 Heizaburo Komitomi es un samurai honorable y de gran habilidad. A pesar de sus orígenes humildes, su lealtad y devoción inquebrantables al código bushido hacen de él un guerrero admirable. Pero son precisamente sus altos valores éticos y fuerte carácter los que le provocarán grandes problemas en la vida.

Orochi o La Serpiente es una película bastante singular para la época, hasta podríamos considerarla una provocación en toda regla. No en vano, sufrió una fuerte censura que recortó parte de su metraje. Sin embargo, el mensaje principal que quiere transmitir, que es la impunidad de una clase dirigente y las graves injusticias que sufren por su culpa los más desfavorecidos, se transmite de manera impecable. Era la decadencia de la Era Taishô (1912-1926), en la que los poderes de la antigua oligarquía pasaron  a los partidos democráticos, y los ciudadanos mayores de 25 años pudieron por fin votar. Sin embargo, el advenimiento de la Era Shôwa (1926-1989), en cuyo primer tramo los militares fueron acaparando el poder alcanzando un rotundo totalitarismo, no vieron con buenos ojos esta película. No obstante, logró un éxito tremendo.

El film narra la vida de un anti-héroe, algo completamente inédito en la filmografía japonesa hasta entonces, y presume de una visión de la realidad pesimista y cruda. Muy cercana al espectador, aunque fuese un jidaigeki. En el mundo no hay lugar para los hombres honestos y Tsumaburô Bandô, probablemente la primera estrella del cine de acción de la historia, encarnó al guerrero caído en desgracia. Un descenso a los infiernos. Aunque la película todavía bebe en algunos aspectos de las fuentes del teatro, Bandô consiguió brindarle un realismo emocionante a sus combates, con un estilo de lucha natural y enérgico. Gracias a él la figura del samurái en el cine se modernizó, adaptando el dinamismo del shinkoku-geki, para dejar definitivamente atrás las poses estáticas y el histrionismo del kabuki. Él puso los cimientos del kengeki-eigachanbaraToshirô Mifune o Tatsuya Nakadai le deben muchísimo. Nota importante: las secuencias de peleas resultan espectaculares, sobre todo para los que disfruten con hábiles manejos de catana.


4 ✪ ROJÔ NO REIKION (1921)

Minoru Murata

Tres historias distintas entrelazadas: un violinista y su familia, dos convictos recién liberados y una niña rica. Todos confluyen en una pequeña población durante la Navidad. 

Minoru Murata fue uno de los cineastas que más luchó por renovar el cine japonés en sus inicios y dotarlo de la modernidad que procedía de Occidente. Por eso no dudó en escoger como base de su primer largo de importancia una de las obras más conocidas del ruso Máximo Gorki, Los bajos fondos (1902). Fue llevada también al cine por Akira Kurosawa, por cierto, en Donzoko (1957). No hay color entre una y otra, pero no debemos arrebatarle el mérito a Rôjo no Reikion de que fuese el pistoletazo de salida del jun’eigageki undô. Murata occidentalizó un pequeño pueblo del Japón rural para narrar su historia, creando un perfecto híbrido entre los dos extremos de Eurasia. Se trata de un film más complejo de lo que se podría esperar, con elipsis, firme contenido simbólico y flash-backs que pueden resultar desconcertantes porque trabaja en realidad tres historias distintas. En verdad fue un esfuerzo honesto por dejar atrás la influencia del teatro tradicional y utilizar los recursos más modernos de los que podía el director disponer; tanto a nivel técnico, narrativo o artístico. Muy loable.

Como historia, es un melodrama bien interpretado en el que el propio Murata se reservó un papel, ya que antes de director de cine había sido actor. Puede recordar en el tono al Cuento de Navidad (1843) de Charles Dickens o al ¡Qué bello es vivir! (1946) de Frank Capra; sin embargo también es una película rotundamente japonesa, y eso se nota para bien. Murata logró con Rôjo no Reikion poner en el mapa el cine de su país, realizando la primera película que podría resultar inteligible para un espectador de otra parte del globo. Sin necesidad de benshi y apenas intertítulos explicativos, porque su lenguaje visual era, y es, universal. No en vano, fue de los primeros directores de cine japoneses que lograron distribución internacional de sus películas.


3 ✪ ORIZURU OSEN (1935)

Kenji Mizoguchi

Sokichi Hata quiere estudiar en la escuela de medicina en Tokio, pero es pobre y se encuentra sometido por una banda de traficantes de arte. Pero la valiente Osen, que se ha enamorado de Sokichi, hará todo lo que esté en su mano para que consiga alcanzar su sueño.

Con Kenji Mizoguchi y su etapa silente he dudado entre Taki no Shiraito (1933) y la presente Orizuru Osen u Osen de las Cigüeñas para el top; sin embargo al final me he decantado por Osen, quizá porque no es tan conocida y también merece un poquito de atención. Fue su última película muda. Gran parte de la obra de los años 20 de Mizoguchi desapareció, lo que sabemos es que se dedicó con ahínco a experimentar con las influencias occidentales, incluso juguetear con las técnicas del expresionismo alemán. No obstante, a los pocos años volvió su atención a las temáticas japonesas, y aunque tonteó algo también con el keikô-eiga, tomó obras shinpa del escritor Kyôka Izumi  para realizar tres films: Nihonbashi (1929), Taki no Shiraito (1933) y Orizuru Osen (1935). Muchas de las obras de Izumi, debo señalar, han sido volcadas al cine a menudo por su fuerte tirón melodramático y calidad.

Aunque se considera que la etapa de asentamiento artístico de Mizoguchi empezó con Elegía de Naniwa (1936) y Las hermana de Gion (1936), ambas ya sonoras, merece la pena echarle un vistazo a su filmografía muda; sobre todo a Osen, donde el director ya había plantado las semillas de lo que luego sería su marca de agua: la opresión de la mujer en la sociedad japonesa, sus ingrávidos planos secuencia, las delicadas atmósferas de luces y sombras, su poesía visual melancólica, etc. Y es que hay que tener en mente que tanto Mizoguchi como Yasujirô Ozu compartían una idea sobe el cine especial: se inspiraban en la capacidad evocadora de imágenes del haiku. Esta concepción tan japonesa impregnó las obras de ambos, y se difundió a otros directores, otorgando al cine nipón un rasgo muy distintivo respecto al cine de otros lugares. En Orizuru Osen encontramos los primeros trazos de su estilo bien delineados, con la habitual grácil belleza de su buen hacer; y su temática sobre el sacrificio de la felicidad femenina para favorecer la de un hombre desagradecido, que fue luego una constante en toda su obra. Su protagonista fue interpretada por la genial Isuzu Yamada, que aparecería luego también, por ejemplo, como una escalofriante Lady Macbeth en Trono de Sangre (1957) de Akira Kurosawa o en Tokyo Twilight (1957) de Yasujirô Ozu.


 2 ✪ KURUTTA IPPÊJI (1926)

Teinosuke Kinugasa

Un hombre decide trabajar de celador en el manicomio donde está ingresada su esposa. Quiere estar lo más cerca posible de ella y sueña con liberarla y huir de ese horrible lugar. Se siente culpable por su enfermedad.

A Page of Madness o Kurutta Ippêji tuvo su pequeña reseña en la entrada dedicada al cine bizarro japonés aquí. No voy a añadir mucho más, salvo que, en perspectiva, es un film que supuso un antes y un después en la cinematografía de Japón. En su momento fue ignorada; que se creyera una película perdida tampoco ayudó mucho a su reconocimiento. Sin embargo, casi un siglo después, su trascendencia como hito del cine de vanguardia es incuestionable. Es una obra al nivel de sus homólogas europeas, de las que bebe, indudablemente. Las influencias de F. W. Murnau, Abel Gance y Robert Wiene son muy evidentes. No obstante, camina a la par de ellas, tanto en calidad como innovación.

Del metraje original, que constaba de 103 minutos, han sobrevivido 78. ¿Es una pérdida muy grave? Solo podemos teorizar, pero Kurutta Ippêji es un film con muchas posibles lecturas, desde una alegoría política, un melodrama, una denuncia social… siempre con los ropajes del avant-garde y la literatura porque, cabe destacar, el guion fue escrito por Yasunari Kawabata (sí, otra vez, por aquí). Si se quiere aprender un mínimo sobre la etapa silente del cine nipón, su visionado es obligatorio; si se aspira a tener un conocimiento básico sobre el séptimo arte japonés, resulta imprescindible.


 1 ✪ UMARETE WA MITA KEREDO (1932)

Yasujirô Ozu

Los hermanos Yoshii, que acaban de llegar a los suburbios de Tokio, descubren que su padre no es tan importante como pensaban. Es un simple «salaryman»a las órdenes de un jefe. Todo esto supone un duro golpe para ellos en un momento además difícil en el colegio. Keiji y Ryoichi deberán enfrentarse a la vida con otros ojos, y explorar nuevos territorios que ni habían imaginado.

Yasujirô Ozu realizó ya en color, con sonido y bastantes años después, una especie de remake (Ohayô, 1959) de esta obra. Muy recomendable, como casi todo lo de Ozu, pero yo me sigo quedando con Umarete wa Mita Keredo. Creo además que se trata de una película con muchas posibilidades de que guste a los fans del manganime, porque contiene elementos que décadas más tarde observaríamos en el shônen, seinen y el slice of life más tradicional. Incluso se pueden percibir leves trazas del Kuro y Shiro del Tekkon Kinkreet (1993) de Taiyô Matsumoto. Pero no perdamos la perspectiva, sigue siendo un film del año 1932 y es una obra muy Ozu, por lo que encontraremos bastantes de los elementos que son característicos de su cine: comedia ligera, drama costumbrista y la familia. Podría haber seleccionado para cerrar este listado Ukikusa Monogatari (1934) del mismo director, cinta que además me encanta (y que Ozu volvería a recrear en 1959); sin embargo, pienso que esta puede atraer más en general a la otaquería.

A caballo todavía entre la era Taishô y la Shôwa, Umarete wa Mita Keredo es una elegante crítica social de la época. De hecho se puede considerar una de las primeras películas japonesas con ese tipo de contenido. Une el sentido del humor nansensu con la delicadeza sentimental del shôshimin eiga, sin olvidar que se trata de un rotundo retrato social del momento. Ozu, con su habitual sutileza, cuestiona la rígida verticalidad de la sociedad japonesa o tate shakai, antes incluso de que se acuñara ese término, y su difícil aclimatación a los nuevos tiempos. Japón a principios de la década de los 30 sentía la incertidumbre de un futuro marcado por la dicotomía entre tradición y renovación, enfrentándose a sus contradicciones. La modernidad japonesa en crisis, sin perder de vista tampoco la Gran Depresión. Y la clase trabajadora era la más vulnerable, el padre de la familia Yoshii, por ejemplo. Ozu no hace un alegato político, sino que a través de la visión de unos niños, muestra una realidad social compleja, mimando las relaciones entre los personajes y la transición entre sus mundos, el de la infancia y el de los adultos. El conjunto es de una entrañable armonía, a pesar de que lo que expresa no lo sea. Porque como muchas obras de Ozu, comienza luminosa y alegre, acabando recreándose en los matices de las sombras y la oscuridad. Muy japonés eso, por cierto.


Y esto ha sido todo por hoy, si la anterior entrada incluida en mis queridas Otakus Treintañeras era un poquillo larga, creo que esta la ha superado con creces. Y encima tratando un tema bastante más árido que interesará a cuatro gatos extraviados. ¡Miauuuu! Espero que no os hayáis aburrido mucho, sinceramente, y que la presente sirva para despertar vuestro apetito hacia el fascinante mundo del cine silente japonés. Y si ya gozáis de esta inclinación, animaros a repasar alguna de las obras seleccionadas. Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

anime, paja mental

Ma’Samurai brotha: Kinky Afro

Cuando estoy malita y me obligan a postrarme en cama, me agobio. La lectura ayuda siempre, pero una es bastante nerviosita y necesita estar haciendo algo. Aunque sean pajaritas de papel. Maquinando lo que sea. Soy una enferma nefasta, lo admito. Por lo que durante estos días de trancazo arraigado en los pulmones, soltaré unas cuantas gilipolleces de más en el blog (si me dejan, claro, permanecer ociosa resulta un martirio). Es la fiebre, es la fiebre. MUAHAHAHA.

En este ratito en el que me está haciendo efecto el paracetamol, voy a escribir sobre la serie animada de Afro Samurai (2007). Tuvo una secuela en forma de largometraje, Afro Samurai: Resurrection (2009), con la que, lamentablemente, me pegué una buena siesta. Quizá es que me pilló en mal momento y si la volviera a ver ahora, no me aburriría tanto. Quién sabe.  Tampoco he tenido la oportunidad de leer el manga original (fanzinero total, eso me mola) de Takashi Okazaki, lo que quizás me habría ayudado a apreciar mejor el producto general. Quizás, quizás, quizás. Pero es la serie la que protagoniza la entrada de hoy, ¡no me distraigáis, coñe!

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Afro Samurai está ubicado en un Japón distópico que mantiene elementos medievales coexistiendo con alta tecnología cibernética y robótica. Y la necesaria chispa mística, claro. En ese panorama remoto, nuestro protagonista, el pequeño Afro, ha presenciado en vivo y en directo la muerte de su padre a manos del misterioso pistolero Justice. Ese es el destino, a largo plazo, de todo aquel que posea el hachimaki de mejor guerrero del mundo. El número 1, considerado una divinidad. Y ese era el padre de Afro, destronado cruelmente por el número 2. Resulta algo inevitable, tanto el camino del número 1 como el del número 2 es fenecer a causa de la ambición humana. La violencia no puede tener fin. Pero eso es algo que el joven Afro todavía no entiende, y decide consagrar su vida a la venganza. Justice lo estará esperando cuando crezca y esté preparado.

Quien considere una bizarrada mezclar el universo tradicional japonés con un negrata de pelucón kilométrico, debería saber que la realidad siempre supera a la ficción. El protagonista de Afro Samurai está inspirado en la figura histórica de Yasuke, un mozambiqueño de metro noventa que en el s. XVI fue guardaespaldas personal de Oda Nobunaga (toma ya) y nombrado incluso samurái. No está nada mal para un gaijin medieval.

Pero regresando a la serie, tenemos entre manos la típica, pero casi siempre efectiva historia, de niño huérfano desarraigado brutalmente, que busca su camino en el mundo a través del sacrificio. Su objetivo es, por supuesto, restaurar el honor de su padre. ¡Vendetta! Es acogido por un compasivo y severo sensei en cuyo dôjô cuida y adiestra a otros desdichados como él. A lo largo de los episodios, iremos conociendo el pasado de Afro y los desafíos que le plantea el presente a causa de poseer el hachimaki del número 2. Afro solo mira hacia adelante, y esa resolución también tiene sus consecuencias.

Este anime es grandilocuente y de épica supurante a borbotones. El drama, la tragedia, son de corte exageradamente (anti)heroico; y los personajes con los que nos iremos encontrando, bailan a ese son. Para rebajar un poco tanta intensidad, no puede faltar la consabida figura cómica: Ninja Ninja. Es el evidente alter ego de Afro; y cacarea y gesticula como buen histrión. A ratos tenía ganas de reventarle la cabeza, pero ese es otro tema. ¿Es una fanfarronada de serie? En algunos momentos así lo pensaba, porque contiene todos y cada uno de los clichés del chanbara que Tarantino, por poner un ejemplo fácil, ha trasladado a sus Kill Bill. Empezando por el propio personaje principal: Afro. Pero hay más.

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Afro es un auténtico badass nigga. Todo en esa actitud ultra cool que se gasta es propio de la Blaxploitation de los años 70. Por un lado, lo hace un personaje un pelín plano, tan lacónico y distante; pero, por otro, ahí está reflejado indudablemente el gran Jim Kelly (mis favoritas Enter the dragon y Black Samurai, tengo que decirlo) y resulta muy entrañable, aunque sea por enésima vez, toparse con homenajes así. La influencia de la Blaxploitation es muy potente en toda la serie y no ya solo en el personaje principal. La música jugaba un papel muy importante en este género cinematográfico, y en Afro Samurai no han descuidado ese aspecto en absoluto, poniéndolo en manos del ya mítico RZA. El OP es genial, se me hace muy rápido y escaso, con eso creo que lo digo todo.

Este es un anime perfecto para atraer público occidental masculino que no sepa mucho de nuestra querida y monstruosa maquinaria japonesa. Tiene todo lo que un profano espera encontrar: estereotipos. ¿Cuáles? Veamos: katanas, iconografía budista, samuráis, combates espectaculares, detallitos kawaii, sed de venganza, villanos rimbombantes, fanservice, millones de amputaciones y sangre, mucha sangre. Pero para hacerlo incluso más accesible, Afro Samurai se ha mezclado, como ya hemos visto, con elementos norteamericanos culturalmente más afines. Lo lleva en el ADN, una parte de la producción además es estadounidense. Fue grabada originalmente en inglés y los seiyû principales son, nada más y nada menos, que Samuel L. Jackson y Ron Perlman. WOW. Sí, wow. Por eso creo que no hicieron más capítulos. El dineral que debió de costar cada uno, y no solo por la contratación de actores de voz de primera fila, no tuvo que ser baladí.

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Afro Samurai es un anime corto, de tan solo 5 capítulos (GONZO K.K. al mando). Desde mi punto de vista, habría funcionado mejor como una sola unidad, en formato largometraje. Básicamente porque el argumento es simple y lineal; no necesitaban estirar más el chicle. Aunque admito que, entonces, muchas de las magníficas coreografías de las peleas se resentirían o, directamente, tendrían que desaparecer. Y así llegamos a uno de sus meollos: Afro Samurai es puro espectáculo visual (y del bueno). El que busque algo más de chicha, se decepcionará. No hay grandes entresijos ni sorpresas; muy predecible. Aclaro que no es una serie vacía de contenido, está muy bien hilvanada, pero tampoco se detiene en profundizar demasiado. Afro Samurai es un seinen típico de ensalada de hostias, con ligero descerebre, pero de un alicatado perfecto. Esa es su naturaleza y no se le debe exigir más.

¿La recomiendo? Meh. No es memorable para nada, aunque tampoco es un bodrio pestilente. Sobresale por su envoltorio, que es abrumador, y la función de entretenimiento la cumple sin más. Al que le guste el género, probablemente la disfrute sin mayor problema. Pero no es de esas series que volvería a ver. Al menos en un largo tiempo.

Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

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Sarai-ya Goyô: La casa de las cinco hojas

No sé si lo he dicho alguna vez, pero soy admiradora de Natsume Ono. Por lo menos de los trabajos suyos que han caído en mis manos. No han sido muchos, pero me han impresionado lo suficiente como para estar atenta a sus movimientos. Me gusta su arte tan personal y característico, así como la elegancia sencilla de sus historias. Cuando Milky Way publicó su Ristorante Paradiso (2006) este año, me llevé una gran alegría ya que, por fin, una editorial en español había comenzado a fijarse en ella. Y no es precisamente una desconocida, tiene su fama (bien merecida). Pero no es de este manga del que voy a escribir hoy, eso quizás otro día. Esta entrada está dedicada a la adaptación animada de una de sus obras, Sarai-ya Goyô (2007-2010) o La casa de las cinco hojas.

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Esta imagen tan bonita pertenece a la serie. Porque si algo tiene, es un arte y unos fondos preciosos. Muy cuidados. El diseño de los personajes son los de Natsume Ono, que pueden gustar o no, pero encajan muy bien. En ese aspecto me ha encantado que respetaran el estilo tan peculiar de la mangaka, ajustándolo al medio animado con ternura. Y… me estoy adelantando, señores. Vamos a poner un poco de orden aquí, leñe. Empecemos por el principio aunque sea por una vez (y que no sirva de precedente).

La casa de las cinco hojas es un anime del 2010 que logró cierto renombre y ha estado, en general, bien considerado. El estudio que lo sacó a la luz fue Manglobe y decidió que con 12 episodios era suficiente. No voy a polemizar a causa de esta decisión porque, al contrario de lo que sucede con otras adaptaciones de manga, esta concretamente, no se ceba en descuartizamientos argumentales. Podríamos decir que es una introducción al mundo que se despliega en la obra original de Ono; una presentación que invita a profundizar más si se desea, pero que no deja tampoco cabos sueltos de importancia. Y eso es un alivio.

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¡Corre, neko-chan, corre!

La historia nos cuenta la llegada a Edo, en un momento indeterminado del período Tokugawa (1603-1868), de un rônin proveniente de una zona rural. Este rônin llamado Masanosuke Akitsu, a pesar de su excelente adiestramiento y físico, posee un temperamento muy poco conveniente para su oficio. Es apocado, inseguro; rehúye los conflictos y es demasiado compasivo. Así que no encuentra un empleo estable con el que poder mantenerse y sufre al ser consciente de lo que considera su propia incompetencia. Pero todo cambia cuando sus pasos se cruzan con los de un yakuza albino de nombre Yaichi. De forma involuntaria, Masa se ve mezclado con una banda de secuestradores denominada «Las Cinco Hojas». Su centro de operaciones es una taberna regentada por uno de los miembros, Umezô; y ahí se reúnen el resto de los compinches: la hermosa geisha Otake, el taciturno Matsukichi y el inescrutable Yaichi.

A pesar de lo que pueda aparentar, Sarai-ya Goyô no es un anime de acción. Es una serie que se toma con calma el desarrollo de los acontecimientos, que transcurren mediante las relaciones personales. Se van conociendo, poco a poco, las situaciones individuales de cada uno, sus vidas, qué les llevó a la delincuencia y a formar parte de «Las Cinco Hojas». Esto es un slice of life de gran profundidad psicológica; los perfiles de los personajes son minuciosos, poliédricos; y los continuos flashbacks ayudan muy bien a su gradual construcción. Aparecen más figuras, claro, que enriquecen todavía más un panorama de por sí complejo, pero que no se hace ni muy enrevesado ni cargante.

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Los dos personajes principales, Yaichi y Masanosuke, sienten una atracción mutua inmediata. Natural, ya que son dos polos opuestos. Mientras Masa, a través del cual se narra la historia, es un samurái de carácter ingenuo, espíritu puro y bastante tímido; Yaichi es todo lo contrario al candor: calculador y tremendamente flemático. Dos caras de una misma moneda: uno posee una intuición asombrosa, el otro una inteligencia afilada; uno es como un libro abierto, el otro un misterio envuelto en un enigma.

Me ha llamado mucho la atención cómo se representa ese estilo de vida de «mundo flotante» (ukiyo) tan propio de la época y que se dio en las ciudades principales de Japón como Kioto, Osaka y, por supuesto, en Edo, que sirve de marco a la serie. El hedonismo, el distrito rojo (Yoshiwara) y sus meretrices; pero desde la perspectiva no de la burguesía, sino de las gentes que conformaban esa realidad. Una realidad dura y algo triste, de la cual resultaba difícil huir. Este anime rezuma cierto fatalismo pero, a pesar de los dramas, todo fluye con una calma delicada. En general, deja buen sabor de boca y su mensaje es optimista.

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Sarai-ya Goyô no es para todo el mundo, he leído por ahí que lo califican de hipster… en fin. A cualquier cosa que se salga un mínimo de lo habitual se le pone esa etiqueta. Pero, como decía, sí es una serie que precisa, para verla en condiciones, quitarse uno de encima el chip de los anime comerciales; aunque está más cerca del costumbrismo, con pinceladas de intriga, que de un producto experimental. Es original, diferente, fresco; pero sosegado y ceñido a la representación de un tramo histórico muy concreto. Tiene un espíritu muy japonés. A los que les guste una buena historia con toques de poesía, algo de suspense y un drama sin ostentación, lo disfrutarán. Es una serie relajada y sencilla que, como todos los slice of life, da la sensación de que «no ocurre nada» en algunos momentos; pero nada (valga la redundancia) más lejos de la realidad.

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Ah, no hay romance. Aviso. A mí me ha resultado un descanso en ese aspecto porque a menudo en series de este tipo solo sirve para cargar las tintas sobre el drama, particularmente si no se sabe manejar bien. Así el resultado ha sido mucho más aséptico, realista y equilibrado. No es el anime del siglo, desde luego, pero sí lo bastante atractivo para mantener la atención de cualquier persona con un interés más o menos serio hacia Japón.

Buenos días, buenas tardes, buenas noches.