manga, Tránsitos

Tránsito XIII: Viaje al fin del mundo

Inauguramos los Tránsitos de este 2018 con lo que era en realidad una Petición Estival que no se llegó a publicar. Como la temática encaja a la perfección en la sección dedicada a Halloween, he podido reubicar la entrada bien. Lo primero de todo, mis disculpas a Arrowhead por la demora. Aquí está, por fin, el articulillo que solicitó este verano dedicado al ero-guro. Sin embargo, como tengo costumbre, voy a hacer un poco de trampa (sorrynotsorry).

El universo del ero-guro es fascinante, y no pienso alargarme demasiado escribiendo sobre él cuando ya hay publicado en España un estupendo libro de Jesús Palacios que le da un buen repaso: Eroguro, horror y erotismo en la cultura popular japonesa (2018). Como no podía ser de otra forma, ha sido Satori la editorial que ha publicado esta joyita. La labor que está haciendo por acercar la cultura japonesa al público hispanohablante es maravillosa, ojalá fuera millonaria para poder comprarme todas las obras que editan. Ains. Por eso, en vez de disertar sobre este movimiento artístico y soltar un rollo macabeo que no os va interesar (como el 99% de las cosas que escribo), simplemente haré la reseña de un manga incrustado en el género. No un manga cualquiera, por supuesto. No obstante, para los despistados, unas pequeñas notas introductorias nunca van a venir mal.

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Toshio Saeki

Esta maravillosa ilustración pertenece a uno de mis artistas favoritos de ero guro nansensu, Toshio Saeki (1945, Miyazaki). Es considerado el «padrino del erotismo japonés», aunque su estilo va más allá de la concupiscencia para adentrarse en los territorios de lo grotesco y terrorífico. Su carrera no empezó a despegar hasta principios de los años 70, y como mi también adorado mangaka Suehiro Maruo, renovó el legado de una corriente que en realidad había nacido unas cuantas décadas más atrás.

El wasei-eigo ero guro nansensu designa un fenómeno cultural  que apareció en Japón durante la era Taishô, entre los años 20 y 30. Se puede traducir como «erótico-grotesco-sin sentido», y describe de manera bastante certera su naturaleza. Durante este periodo de entreguerras, el ambiente entre ciertos sectores de la burguesía era muy proclive a la búsqueda de nuevos horizontes a través de lo depravado, un sentido del humor retorcido y el amor hacia lo irracional. Podrían encontrarse similitudes con la atmósfera que se vivía en Alemania durante la República de Weimar (a la mente me viene, a bote pronto, la película Alraune [1928], basada en la inquietante novela de Hanns Heinz Ewers), que también rendía culto a cierto decadentismo nihilista.

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Alraune o mandrágora, basada en una antigua leyenda alemana, cuenta la historia de cómo un científico loco insemina con el esperma de un hombre ahorcado a una prostituta. Esta alumbra una enigmática criatura que destruye a todo hombre que se enamora de ella.

Sin embargo, a pesar de compartir inquietudes estilísticas, el zócalo era bien distinto en Japón. La era Taishô fue un momento de inesperada liberación, de una fertilidad cultural asombrosa. Políticamente fue un periodo cambiante, donde Japón fue afianzando su  cada vez más fuerte posición en Asia y en el mundo, hasta el punto de provocar bastante resquemor. La rápida industrialización y reestructuración de las ciudades cambió la mentalidad de muchos ciudadanos, que tomaron innumerables iniciativas civiles buscando mayores libertades y derechos. En general, una época de prosperidad en la que los nuevos estratos sociales acomodados se dejaron permear por la influencia de Occidente, la adaptaron a su propia idiosincrasia, y convirtieron su afán consumista en una nueva herramienta de rebeldía frente a la tradición. Mediante el capitalismo, estos nuevos modernos se enfrentaron con su xenofilia rampante al estado, a las instituciones religiosas y al ejército. Los tres pilares de ese Japón atávico que ambicionaba fortalecer una identidad nacional basada en valores netamente nipones.

El ero guro nansensu encarnaba muy bien ese espíritu iconoclasta y provocador de la época, que sería devorado con el triunfo del nacionalismo recalcitrante de la era Shôwa. En los años 40 ya no quedaba rastro de él; sin embargo, tras la caída del Imperio en la II Guerra Mundial, volvió a resurgir con inusitada energía. Como su misma esencia subversiva y poliforme, el ero-guro fue, y es, un movimiento multidisciplinar: literatura, cine, artes plásticas, manga. Desde Edogawa Ranpo pasando por Jun’ichirô Tanizaki; de Takashi Miike a Hiroshi Harada; de Shintarô Kago a Takato Yamamoto. Mucho de Occidente hay en sus obras, pero tampoco hay que olvidar que sin el shunga o el muzan-e el ero-guro no habría sido posible.

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«El asesinato de Kasamori Osen» (1867) de Tsukioka Yoshitoshi, perteneciente a su «Eimei nijûhasshûku» o «28 famosos asesinatos con poema«.

El ero-guro, como era de esperar, ha ido evolucionando con el paso del tiempo y, a pesar de ser  una corriente que solo podría haber nacido en Japón, ha traspasado sus fronteras. Dejó de ser hace mucho tiempo una réplica política y social para tomar diferentes derroteros ideológicos, incluso feministas, como es el caso de la talentosa artista mexicana Delirium Candidum (aquí puedes visitar su instagram y disfrutar de su obra). El oscuro surrealismo del ero-guro y su perverso sentido del humor todavía continúan perturbando, siguen siendo una forma de oxigenar la cabeza a través de la sorpresa, y en estos momentos que vivimos de neocensura y neopuritanismo a mansalva, se aprecian mucho más. ¡Viva lo monstruoso, lo deforme, el dolor y el placer sin fin, la sangre a borbotones y la carcajada que brota del terror!

Y tras esta somera introducción, nos zambullimos directos en la reseña de un manga que hacía ya un tiempo que tenía en mente. Sus autores, los hermanos Nishioka, me parecen unos de los mangaka más originales que trabajan el ero-guro; aunque encasillarlos en el género sería limitarlos bastante. A pesar de que pueden incluirse dentro de él, ellos van un poquito más allá. Escribí una entrada dedicada a su Kami no Kodomo hace unos años, un Tránsito como este además, por lo que ya tocaba volver a hablar de la pareja. El cuento macabro que nos dedican hoy se llama Kono Sekai no Owari e no Tabi (2002) o Viaje al fin del mundo.

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Satoru y Chiaki Nishioka son poetas. Hacen del espanto y lo inmundo bonitos versos. También filosofía, una rara virtud. En este Viaje al fin del Mundo su modus operandi no varía, y durante sus 12 episodios la belleza y el horror recogen margaritas juntos de la mano como dos buenos amigos. No es una obra para todos los públicos, y requiere de cierta apertura de mente, porque no se trata, como indica el título, de un viaje cualquiera.

Narrado en primera persona, es la historia del despertar de un hombre anónimo y su consiguiente aventura iniciática. Un periplo que lo conducirá a parajes exóticos poblados de personajes despojados de su humanidad. Un día por la mañana, al levantarse, lo asalta la sensación de ser consciente. Y no es solo una impresión, ese clic en su percepción le provoca una desconexión inmediata con la realidad que lo rodea.

Intenté atarme los cordones de los zapatos, y me di cuenta de que ya no sabía cómo hacerlo más. Mis emociones y los cordones de mis zapatos se habían enredado.

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El ancla que lo mantenía sujeto a la ilusión de esa realidad se ha soltado, y su odisea por selvas, desiertos y barcos piratas le mostrará que su existencia es un eterno retorno, un bucle sin fin. Alcanzar la lucidez que le permite percatarse del infierno de la monotonía en el que está sumido, no impedirá que esa colosal nada que es la rutina continúe engullendo cuerpos y mentes, incluso castigue con ferocidad a los que se rebelen. Tiene mucho de Kafka este Viaje al Fin del Mundo, desde luego. La esfera de la normalidad y sus mezquindades, que mantiene al resto anestesiados, no perdona a los disidentes jamás.

Y siguiendo la senda del escritor checo, el protagonista toma rumbo hacia un mundo extraño donde tendrá que desnudarse para sobrevivir, doblegarse para poder seguir su camino.  Un camino lleno de sobresaltos y situaciones incongruentes, donde la crueldad y el absurdo campan a sus anchas. Porque lo que se abre ante sus ojos es el vasto territorio del inconsciente, que de una atmósfera onírica de gran placidez puede mutar a pesadilla con presteza. No deja de ser un viaje de autoconocimiento también, en el que el protagonista deberá lidiar con su cisma mental y emocional. A solas.

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Porque si hay algo que caracteriza a este manga, es la gran soledad que emana. La inmensidad de sus espacios frente al sujeto, su elegante geometría del vacío y el silencio de sus diálogos internos, describen con nitidez que se trata de una andanza solitaria e íntima. Los demás siempre aparecen, de una manera u otra, deshumanizados; y la misantropía se enseñorea de las viñetas sin ningún atisbo de vergüenza. Su gran riqueza simbólica y gusto por los detalles neuróticos convierten este Kono Sekai no Owari e no Tabi en una obra  que debería desmenuzarse poco a poco, ya que posee distintos niveles de lectura. Por eso quizás los hermanos Nishioka han dosificado su relato de una forma muy concreta.

Viaje al fin del Mundo está organizado en 12 episodios cortos. Muy breves, como latigazos, y de una simplicidad aterradora. Son como pequeñas parábolas donde la muerte, el sexo, la tortura o el canibalismo se abren paso con la naturalidad del mundo de los sueños. Esta estructura marca un ritmo casi telegráfico en el manga, acorde además a unos textos lacónicos repletos de lirismo. Resumiendo, se trata de un tebeo existencialista que se adueña de los recursos del surrealismo para vomitar una inquietante crítica social. Busca remover en su asiento al lector, burlándose de sus principios morales y proponiendo dilemas bastante incómodos. Por diversión, para hacer reflexionar también.

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El arte de los Nishioka es extraordinario, soy muy fan de su estilo. Delicado, infantil, liviano y, sin embargo, de aristas venenosas. Resulta fascinante esa mezcla de ingenuidad que recuerda a Chagall con la ferocidad de un cubismo incipiente, y la metafísica de Carrà en su arquitectura. Una maravilla sin la cual Viaje al fin del Mundo perdería muchos enteros, es algo así de rotundo. Y no a causa de que la historia resulte mediocre, más bien porque sin este tipo de dibujo, sin sus pormenores obsesivos y sin su tímida brutalidad, el manga quedaría sin alma.

Kono Sekai no Owari e no Tabi es un ejemplo de la magnífica evolución que ha tenido el ero-guro, su gran versatilidad actual y valentía. Cierto que hay artistas mucho más célebres e igual de interesantes como Shintarô Kago o Junji Itô, a los que adoro también; pero los hermanos Nishioka creo que necesitan un poquito más de difusión entre la otaquería, y merecen tanto reconocimiento como los citados, a pesar de no ser tan comerciales. Esos tintes góticos que evocan las excentricidades de Edward Gorey ¡resultan deliciosos! ¡Ñam, ñam! Viaje al fin del Mundo es una lectura perfecta para este Halloween, camaradas otacos. Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

manga, Peticiones estivales

Peticiones estivales: El hombre sin talento de Yoshiharu Tsuge

¡Ya están aquí las Peticiones Estivales de este 2018! La verdad es que estoy bastante contenta porque ha habido más participación que en las ediciones pasadas, así que, ¡muchísimas gracias a todos los que habéis realizado alguna sugerencia para SOnC! Me habéis ofrecido mucha variedad de trabajo, y eso es realmente estimulante.

Vamos a inaugurarlas con una petición de @morganmorag que, con mucho tino además, solicitó algo de gekiga. Y es que hace bastante que no escribo sobre algún autor del género. Imperdonable. Por lo que hoy vamos a tener la reseña de todo un clásico: Munô no Hito (1985) o El hombre sin talento de Yoshiharu Tsuge (1937, Tokio). Fue publicado en España no hace mucho por Gallo Nero, y es una adquisición que os recomiendo sin pestañear. La misma editorial también ha tenido el exquisito gusto (y fortuna) de sacar adelante La mujer de al lado, un volumen de varias historias cortas muy digno también. Os prometo que no es nada fácil encontrar material fuera de Japón de Tsuge, es un hombre bastante peculiar, y hasta no hace mucho las obras publicadas en Occidente de este maestro del manga eran contadas con los dedos de una mano en inglés y francés (cómo no). Ahora podemos añadir dos más. En español. Y ya.

Este señor al que vemos posando rodeado de cámaras fotográficas con pintas de un ser humano normal es el autor protagonista de hoy. Aparecen también su hijo y esposa, la actriz e ilustradora Maki Fujiwara. Podría haberme inclinado por Yoshihiro Tatsumi (del que ya escribí un poco aquí), Osamu Tezuka, Sanpei Shirato o Shigeru Mizuki, nombres habituales relacionados con el género, y que suelen acudir a la mente del lector de tebeos avezado. Sin embargo, he preferido alejarme un poco de lo obvio, y acudir a los márgenes del manga. No por eso menos trascendentales e interesantes. Yoshiharu Tsuge fue, y es porque continúa vivo a pesar de vivir alejado del mundo del cómic, uno de los mangaka más importantes e influyentes de la historieta de Japón. Aunque su nombre no suene tanto como el de otros (gracias a Gallo Nero eso está cambiando por estos lares), su importancia es capital en el desarrollo y evolución del gekiga, que Tsuge además llegó a rebasar.

Pero antes de entrar en harina con El hombre sin talento, resulta imperativo detenerse un mínimo en la biografía de este hombre. Su obra, una de las más originales del manga nipón, está vinculada de manera insondable a sus circunstancias vitales. No se entiende la una sin la otra.

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Tsuge, en 2015, comentando en una cafetería algunos originales de su clásico «Chiko» (1966) Fuente: http://d.hatena.ne.jp/shimizumasashi/comment/20111019/1319027589

Unos tebeos tan singulares como los suyos no podían proceder de una vida común tampoco. Muy a su pesar, Tsuge tuvo una infancia difícil marcada por un entorno de familia disfuncional, la pobreza extrema y la II Guerra Mundial. Psicológicamente, Tsuge sufrió durante toda su vida adulta las consecuencias de una niñez y adolescencia muy, muy penosas.

Su padre falleció, dejando a su madre con varias bocas que alimentar, por lo que nada más acabar la educación primaria, Yoshiharu Tsuge se vio obligado a trabajar en fábricas. Tenía dos hermanos y dos hermanas más, siendo él el mayor (su hermano Tadao Tsuge, del que seguro que escribiré en el futuro, también se dedicó al mundo del cómic). Se crió en un Tokio devorado por la guerra y su posterior recesión. Con 14 años intentó fugarse como polizón en un carguero de bandera estadounidense; con 16 ya estaba dibujando, a los 20 intentó suicidarse.  Siempre fue una persona extremedamente tímida, por lo que el negocio del manga le permitía no tener que relacionarse casi con gente y, a la vez, ganar dinero con modestia. Se estrenó en el mercado del kashi-hon, muy popular entre las clases humildes en los años 50, y donde solía dibujar chanbara para el público joven. A pesar de que eran tebeos sencillos, con la influencia inevitable de Osamu Tezuka, no dudó en inocularles tinieblas, cosa que llamó la atención de los profesionales del gremio. Sin embargo, la miseria no lo abandonaba, y se vio forzado a vender su propia sangre para subsistir. A los 18 años creó su primer gekiga; y en 1967, Shirato Sanpei lo invitó a publicar su material en la fundamental revista Garo, que se convirtió en uno de sus medios de expresión. En sus páginas se explayó con tranquilidad y osadía, rompiendo las reglas establecidas del manga, innovando y creando nuevos géneros incluso. Sus tentáculos creativos llegaron hasta el mundo del cine, la música y la literatura, que leyeron asombrados (y ávidos) todas sus invenciones y novedades.

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El que se apoya en la puerta es Mizuki, con su inconfundible sonrisa; el de en medio sin gafas y chaqueta blanca, Tsuge.

Pero la mente de Tsuge, influida quizás por la neurosis padecida por su padre y multitud de traumas más, no le permitió llevar una carrera artística constante y uniforme. En 1966 sufrió una profunda depresión que lo condujo a abandonar sus propias creaciones, y para ganarse la vida trabajó como ayudante de Shigeru Mizuki. Aprendió muchísimo de él, su estilo se pulió y absorbió muchas de sus características. Pero Tsuge se recuperó, y continuó adquiriendo una reputación bastante especial. Su obra, completamente insólita para la época, junto a su talante inusual, le hicieron ganarse los adjetivos de ishoku (único, original) y kisai (genio), que aunque triunfaba entre la crítica especializada, el público general encontraba inaccesible. Podríamos considerar a Yoshiharu Tsuge el primer mangaka excéntrico de la historia de Japón.

Tsuge dibujó básicamente gekiga, tebeos avant-garde como crónicas oníricas, y narraciones autobiográficas. También historias sobre sus viajes por el Japón menos conocido, a ese Japón recóndito al que no se presta(ba) atención. En total, publicó unas 150 obras, hasta que a finales de los 80 decidió retirarse definitivamente del mundo del manga, por el que sentía ya una profunda repugnancia. A pesar de que la depresión interrumpió  su carrera profesional en varias ocasiones, su adiós en 1987 fue definitivo. No ha regresado ni tiene intenciones. Es posible que ese odio que desarrolló hacia la industria editorial comenzara ya en los 70, cuando el modelo de negocio cambió. La libertad creativa se supeditó a la productividad, algo totalmente incompatible con la manera de ser y hacer de Tsuge.

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Munô no Hito o El hombre sin talento

Y así llegamos hasta el tebeo protagonista de hoy, El hombre sin talento (1985). Tsuge nunca fue un autor optimista, de hecho todo ese entusiasmo renovador que muchos artistas de la posguerra cultivaron, y que vio renovadas sus energías en el boom de los 80, no impregnó en absoluto su espíritu atormentado. Esa década fue además una etapa dura para él, estuvo ingresado varias veces en instituciones psiquiátricas, y perdió la visión de su ojo izquierdo. Se encontraba extenuado, y este manga  recoge muy bien ese sentir vital, que no obstante lo acompañó desde niño, y que fue ahondando sus raíces a lo largo de los años. Se trata de un cómic enclavado en el watakushi-manga, género que él mismo inició con Chiko, el gorrión de Java (1966). El watakushi-manga es una especie de traslación al medio del tebeo del género literario watakushi-shôsetsu o «novela del yo», que surgió a finales de la era Meiji. Un tipo de novela centrado en las vivencias y pensamientos del mismo escritor, imbuído también de una potente crítica social, riqueza simbólica y complejidad psicológica. El mangaka, como buen introvertido, era (seguirá siendo, digo yo) un lector voraz, y no titubeó a la hora de dejarse empapar por los libros que leía. Visto en perspectiva, era inevitable que Tsuge acabase creando el watakushi-manga. Porque abrirse en canal y mostrar las entrañas al público no puede ser más tsugiano.

talento17Pero a diferencia de sus obras pasadas, que emanaban un fulgor claramente surrealista, Munô no Hito es esencialmente realista, más cercano si cabe al watakushi-shôsetsu. Una historia formada por otras más pequeñas, presentadas mediante pequeños detalles cotidianos, que son los que construyen y dan verosimilitud a la narración. Siempre desde una estricta perspectiva individual, en primera persona. Sin embargo, aunque tiene tintes autobiógraficos muy evidentes, reducir El hombre sin talento a la categoría de memorias, confesiones o un mero diario, sería constreñir su naturaleza. Este manga es mucho, mucho más.

Podríamos comenzar diciendo que El hombre sin talento es un enorme slice of life. Porque el costumbrismo nipón, con esa eterna dicotomía entre tradición y modernidad que brota por doquier, alcanzó su orgasmo en los 80; y Tsuge lo expresó de una manera contudente. La lucha por adaptarse a un mundo nuevo, ajeno, extranjero, superficial y cruel. Pero este combate empezó para Tsuge ya de niño, con la derrota de la II Guerra Mundial. Muchos japoneses no supieron aclimatarse a ese nuevo cosmos que los dejaba atrás. Un capitalismo feroz que asfixiaba lo que no fuera rentable, y que ridiculizaba además el pasado. Y el protagonista de Munô no Hito no es otro que una de esas personas desarraigadas, cuyo espíritu todavía se aferra al viejo Japón, y es incapaz de salir del agujero. Regodeándose en su miseria, rumiando junto a otros como él la amargura  que brinda ser consciente de la propia mediocridad. Y solo desear desaparecer. Ese es Sukezo Sukegawa, álter ego de Yoshiharu Tsuge.

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Sukezo Sukegawa es un mangaka que decide abandonar la profesión para dedicarse a negocios que no funcionan. Su esposa lo desprecia por su insensatez, y su hijo, un muchachito enfermizo que padece asma, parece estar desarrollando algún tipo de desorden mental. El único sustento que tienen para sobrevivir es el trabajo de ella, repartiendo publicidad en los barrios obreros. Viven con muchas estrecheces.

Sukegawa empezó con un proyecto de venta de cámaras de segunda mano que al principio funcionaba bien, pero acabó quebrando; luego decidió dedicarse a la venta de suiseki, o piedras de forma y/o color especiales que evocan de manera hermosa paisajes, animales, etc. Una disciplina antigua procedente de China y que en su momento álgido movió mucho dinero, pero totalmente abandonada cuando Sukegawa resuelve dedicarse a ella. Como carece de dinero, no puede viajar a lugares remotos y especiales donde hallar suiseki de calidad, así que los busca al lado de su casa, en el río Tama. Un lugar muy transitado y que todo el mundo conoce, por lo que resulta absurdo vender piedras que cualquiera puede recoger con facilidad. Algo tan lógico no penetra en la cabeza de Sukegawa, que con terquedad insiste incluso en ampliar el negocio. Sukegawa duerme, sueña, divaga, tiene ideas grandilocuentes y su mente vuela. Pero la realidad es más tozuda que él, su empresa está condenada al fracaso.

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Sukegawa se relaciona con otras personas tan perdidas como él, unos sumidos en las mezquindades de su especialidad, de espaldas al presente y regurgitando la gloria del ayer; otros devorados por la miseria y su propia amargura; también alguno que refleja su propia pasividad y abandono, su afán autodestructivo inconsciente. Para él es un consuelo no encontrarse solo en su condición de inadaptado, incluso siente cierta alegría perversa al observarlos tan desdichados como él. Porque todos, en cierta manera, han elegido vivir así, el mismo Sukegawa reniega de su propio talento (¡que lo tiene!) una y otra vez.

Pero toda esta indolencia por parte de Sukegawa, ese vacío existencial que roza el nihilismo, tiene unos fundamentos filosóficos sólidos. Se trata, nada más y nada menos, que del objetivo final del budismo, que es alcanzar el nirvana. La propia etimología de la palabra nirvana es «extinguirse de un soplo, apagarse como una vela». Evaporarse, dejar de existir. El mismo Sukegawa lo expresa así en varios momentos, y es que Tsuge fue un gran lector de los textos de las diferentes escuelas budistas japonesas.

El hombre sin talento carece de estructura lineal, pero se recorre con bastante facilidad. Son seis cuentos autoconclusivos que pueden leerse de manera independiente y sin seguir un orden concreto, pero que juntos forman un volumen cohesionado y natural. Unido esto a un dibujo sencillo, pero de una expresividad apabullante, tenemos entre manos un tebeo engañosamente simple. Formalmente es clásico, pero su mensaje es profundo y complejo. El arte, que bebe de grandes maestros como él (Tezuka, Mizuki), con una ambientación y escenarios extraordinariamente minuciosos, es uno de sus puntos fuertes; aunque a los otacos más familiarizados con el estilo comercial es posible que les cueste acostumbrarse. Esto es gekiga, esto es manga alternativo. Ha sido toda una experiencia disfrutar de sus maravillosos paisajes rurales y urbanos, de una prolijidad exquisita.

Se trata no ya solo de un autorretrato por parte de Tsuge, sino de una estampa social dolorosa, donde se plasman las crueldades de una sociedad que se fagocita a sí misma. Hipócrita, codiciosa y de una competitividad desalmada. No hay lugar para aquellos que se resisten a esa maquinaria de capitalismo feroz, sea porque no pueden ya adaptarse a los nuevos tiempos, sea por pura rebelión, sea por apatía inconformista. O todo a la vez. Y Tsuge no vacila a la hora de emponzoñar la historia con una ironía acre que se mofa de todo y de todos, incluido él mismo. Hay cierto aroma sadomasoquista en todo ello.

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Sin embargo, aunque la imagen que vierte sobre sí mismo es bastante sangrante, lo hace desde una posición de autocontemplación, con una serenidad luminosa. Y se muestra sin temor suspendido sobre un abismo donde comparte desgracias y reflexiones con otros parias como él. Todos participan de un mismo destino, y reverberan en la misma frecuencia. Algunos de ellos son auténticas caricaturas hasta en su diseño, pero todos están trazados con un perfil psicológico nítido, con su propio simbolismo. Un abanico de sentimientos y emociones que asombran por su precisión.

Además de la dureza, la ligera denuncia social y esa vulgaridad soez que Tsuge plasma, desafiante, con brillante sentido del humor (el profiláctico en el río, el niño que defeca en medio del restaurante, etc), en El hombre sin talento hay espacio para el lirismo. Porque Tsuge sabía crear poemas con sus dibujos, con sus textos. Una poesía de belleza delicada y simple, deudora del Mono no aware. Los guiños al surrealismo, a pesar de que se trata de una obra realista, no son pocos; y aportan una fascinación morbosa a todo lo que va acaeciendo.

El hombre sin talento es un manga que todo amante de la cultura japonesa debería leer tarde o temprano, porque ha trascendido ya las barreras del mundo del tebeo.  Munô no Hito es literatura, es filosofía, es arte. Con una tranquilidad pasmosa y sin caer en el melodrama (en una obra así sería de muy mal gusto), Tsuge desgrana unas historias que reflejan la sociedad y sentir de una época, que expresan una angustia vital tan introspectiva como misteriosa. Su mensaje continúa siendo totalmente vigente, y cala. Ya os digo yo que cala. Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

 

2017: un siglo de anime, anime, cortometrajes, literatura

Fuyu no Hi: días de invierno

Fuyu no Hi (2003) es el broche de oro para finalizar en SOnC la celebración de los 100 años de anime en este 2017. Pensaba que no iba a tener tiempo de realizarla, pero aquí la tenéis, convenientemente programada junto a las tres siguientes entradas. Así que si por casualidad os topáis con ella, permaneced atentos porque las posteriores no aparecerán anunciadas en las redes sociales. Como bien deduciréis, me encuentro fuera durante estos días y la desconexión será casi total. La Navidad es una época difícil para mí, aunque una vez pase estaré con vosotros de nuevo con normalidad. Y contestaré los comentarios pendientes, que son unos cuantos. Mientras tanto, los que estéis suscritos vía correo electrónico no notaréis ninguna diferencia.

Días de invierno o Fuyu no Hi es un anime bastante especial, y que nos va a servir para cerrar la sección 2017: un siglo de anime de una forma perfecta. Se trata de una obra coral coordinada por mi querido Kihachirô Kawamoto e inspirada en el renga. El renga es un género literario japonés en el que diversos autores colaboran escribiendo poemas encadenados. Es de origen bastante antiguo y en uno de sus estilos, el haikai, una forma más accesible aunque no menos espiritual del renga, se especializó el poeta Matsuo Bashô (1644-1694). De hecho, consagró su vida a dignificar y perfeccionar el haikai no renga, convirtiéndose a su vez en una de las figuras literarias más importantes del periodo Edo. Es considerado el más grande maestro del hokku (haiku) de la historia, un creador indispensable de la literatura nipona.

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Bashô según Katsushika Hokusai

Sin embargo, donde realmente brilló, y esto reconocido por él mismo, fue en el renga; y en uno de ellos, Fuyu no Hi (1684), se basó Kawamoto para organizar su propio haikai audiovisual. Días de invierno nació a finales del s. XVII en Nagoya, durante uno de los viajes de Bashô. El poeta era todo un trotamundos, siempre buscaba inspiración en las zonas más remotas de Japón. Allí fue invitado por el grupo de literatos de la ciudad a componer poesía, y de esa forma vio la luz la primera antología importante de haikai de Bashô. Los poetas que trabajaron con Bashô, salvo por Kakei, líder de la comunidad literaria de Nagoya y médico de extracto samurai, eran todos jóvenes comerciantes de posición acomodada. Sus nombres: Kakei, Tokoku, Yasui, Jûgo y Shôhei.

Tomando los poemas de Fuyu no Hi como base, un total de 36 animadores crearon un cadáver exquisito de cortometrajes que se llevó el Gran Premio del Festival de Arte de Japón en 2003. Durante 39 minutos, creadores tanto japoneses como de otros países pusieron su talento al servicio del gran Bashô. Y el resultado fue muy, muy heterogéneo. Kawamoto no dudo en acudir para este proyecto a artistas con influencias, estilos y maneras de trabajar muy diferentes; sin prestar atención a su nacionalidad o sexo. Simplemente eligió a los que consideró, según su criterio, animadores con talento.

Y es lo que tenemos en Fuyu no Hi, un batiburrillo sorprendente donde la animación tradicional, el stop-motion, la rotoscopia, el cut-out, la animación flash o el CGI van sucediéndose sin pausa. Salvo el primero de todos, realizado por el grandísimo Yuri Norshtéin, todos los cortos duran entre cuarenta y sesenta segundos. Kawamoto, como el director de tamaña orquesta, colaboró con dos.

La poesía japonesa posee en su naturaleza simple y elegante una poderosa simiente visual que la hace muy apropiada para el lenguaje cinematográfico. Esa clara afinidad ha sido aprovechada desde casi los inicios del séptimo arte, y la animación no ha sido una excepción. Este proyecto de Kawamoto no fue en ese aspecto pionero, no obstante el reunir bajo el paraguas de Bashô a tan excelentes artistas y ensamblar sus diversas contribuciones sí que supuso una novedad realmente atractiva.

La compilación se inicia con Yuri Norshtéin y el kyôku de Bashô que abre el Fuyu no Hi. Una especie de saludo de tinte cómico donde el poeta se compara con Chikusai, un personaje popular de las novelas cortas o kana-zôshi de la época, un anti-héroe vagabundo que se gana la vida como curandero. Y el listón lo pone muy alto, de hecho algunos de los artistas no consiguen estar a la altura de semejante declaración de principios. Posiblemente los que más flaquean son los que toman la senda informática, y los mejores parados, con diferencia, los que se inclinan por una animación analógica y tradicional.

Como ya comentábamos, Fuyu no Hi es tremendamente diverso en temáticas y estilos, cada animador posee un carácter propio y diferenciado; y a esto hay que unirle la visión occidental, que siempre aportará su peculiar idiosincrasia a una obra literaria tan, tan japonesa. Yuri Norshtéin (Rusia), Raoul Servais (Bélgica), Jacques Drouin (Canadá), Aleksandr Petrov (Rusia), Co Hoedeman (Holanda), Bai-rong Wong (China), Mark Baker (Reino Unido) y Bretislav Pojar (República Checa) son los artistas extranjeros que brindarán su particular perspectiva.

De los 36 que conforman este ómnibus, he seleccionado mis 10 favoritos para comentarlos brevemente. Mis favoritos, repito, por lo que puede haber otros cortos  igual de excelentes que probablemente te gusten. Como observaréis, de mi selección ninguno recurre a los artificios de la informática porque, como ya he comentado un poquito más arriba, son los más flojos de la antología. De hecho hay tres o cuatro que son verdaderamente cutres, no entiendo cómo se colaron en Fuyu no Hi, porque su calidad cochambrosa es notoria. Pero ya se sabe que nada es perfecto, qué le vamos a hacer. Aun así, es obligatorio señalar que la música del compositor Shinichirô Ikebe es magnífica, uno de los puntos fuertes de Días de Invierno sin duda.


 

Raoul Servais (1928, Ostende) es una leyenda viva de las artes, trabajó con René Magritte o Paul Delvaux; y siempre ha sido una mente inquieta. Su contribución a Fuyu no Hi tiene un algo de su Harpya (1979), y mientras el poema de Yasui y Bashô habla sobre un monje, posiblemente enamorado, que decide huir de sus votos y afecto (la garza es un pájaro tímido) a una casa entre arrozales, Servais decide otorgarle un contundente ánimo surrealista y opresivo. Hace hincapié en el veneno de la mente, que enmaraña y oscurece el amor cuando la soledad crece. Delicioso.

 

No he encontrado mucha información sobre Noriko Morita, la animadora encargada de este segmento; y me apena porque es uno de mis preferidos por su audacia y dinamismo. Expresa muy bien el sentido del poema de Jûgo,  que transforma el anterior de Yasui y Bashô en la tristeza y amargura de una mujer a la que, mediante engaños, han arrebatado su hijo recién nacido. Destacar que el amor tanto en el monje como en la mujer provoca algún tipo de vergüenza, empujándolos al aislamiento.

 

Sobre Reiko Okuyama escribí aquí hace un par de semanas, una de las figuras femeninas más importantes del anime y que hizo historia con su lucha por los derechos laborales de las mujeres en Japón. Toda una heroína en el campo de la animación como en el del sindicalismo. En Fuyu no Hi aparece junto a su marido, el también importante animador Yôichi Kotabe, junto al que colaboró durante toda su vida. Alejándose de las vertientes comerciales donde hizo la mayoría de su carrera, en este corto plasma la tristeza de la madre que acaba de perder a su hijo pero porque ha fallecido, enfatizando la noción budista de la impermanencia (mujô) y la ilusoria naturaleza de la vida.

 

Aleksandr Petrov (1957, Prechistoye) es el maestro mundial de la pintura sobre cristal, una especialidad de la animación muy rara, bellísima y bastante complicada de realizar. Sobre él escribí un poco aquí y si no lo conocéis, deberíais hacerlo lo antes posible porque su obra es completamente extraordinaria. En Fuyu no Hi hace gala de su habitual y sorprendente destreza con la triste poesía original de Tokoku, donde el abandono y la pobreza son los protagonistas. Sin embargo, Petrov decide quitarle algo de dureza mediante la figura de un niño vagabundo, que valientemente se enfrenta a una gigantesca sombra.

 

Seiichi Hayashi (1945, Manchuria) es una de mis debilidades en el mundo del animanga. Uno de mis mangaka preferidos. Period. Creo que su trabajo no es lo bastante reconocido, y que debería tener más divulgación, porque lo merece. Sin embargo, su segmento para este Días de Invierno no impresiona demasiado. La animación es muy normalita, pero sigue siendo él, con sus maravillosos diseños y especial sensibilidad. Además un gato tiene cierto protagonismo. Hayashi ha sabido adaptar con sencillez un poema que habla del oriiru o retiro de la corte imperial de una dama de la era Heian, que ha ido a vivir a un barrio lleno de gente chismosa. Y se aburre muchísimo en ese ambiente.

 

Azuru Isshiki (Tokio) es una animadora independiente que comenzó su andadura en Toei Animation Co. Ha escrito un libro sobre técnicas de animación y trabajado a lo largo de los años en diversos proyectos que han sido galardonados con varios premios. Actualmente forma parte del grupo creativo G9+1, en el que está desarrollando su carrera. Este corto suyo me ha gustado mucho por su frescura, con un dibujo de línea clara e ingenua, que contrasta con el de la mayoría de sus colegas, mucho más alambicado. Isshiki opta por la simplicidad del trazo inspirado en los tebeos, y funciona bien. En este poema la dama de la corte se ha hecho monja, y en el barrio recuerda con nostalgia los cerezos en flor del Palacio Imperial.

 

Mark Baker (1959, Londres) es conocido actualmente sobre todo por Peppa Pig, pero sus trabajos abarcan muchas e interesantes obras que han llegado a estar nominadas incluso para los Oscars. Su estilo de apariencia infantil esconde en realidad gran sofisticación. Y haciendo honor a su método luminoso y sencillo, su segmento resulta ser uno de los más claros de la antología, que no necesita interpretación alguna. Una adaptación elemental y directa de una poesía que podría haber seguido derroteros bastante más oscuros.

 

Reiko Yokosuka (Hitachinaka) es la responsable de uno de los cortos que más me gustan de este Fuyu no Hi. Heredera de la tradición del sumi-e o pintura monocromática en tinta, en Días de Invierno hace del minimalismo un prodigio difícil de superar. De una manera diáfana queda reflejado su amor por la naturaleza, y la sutilidad de su trazo sobre el papel washi evoca los espíritus del shintô en su forma más pura. Esta mujer es maravillosa, y lamento profundamente que su obra no tenga más reconocimiento y difusión,  porque además sus cortos son bastante complicados de localizar. ¿He dicho que es fan de Môto Hagio y Ryôko Yamagishi? Pues lo es. Encima tiene un gusto soberbio para los mangas. Ains.

 

Creo que Isao Takahata (1935, Ise) no necesita ningún tipo de presentación. Su contribución a Fuyu no Hi es una de las más interesantes, integrando un curioso sentido del humor suavemente escatológico en su segmento; donde lo sagrado y lo profano, lo puro y lo impuro se entremezclan como en la vida misma. Comienza muy solemne, recreándose en la tradición pictórica japonesa más clásica; sin embargo, esa ceremonia y gravedad pronto se verán doblegadas por la imperiosa llamada de la naturaleza. Muy divertido.

 

Sobre Fusako Yusaki (1937, Fukuoka) también escribí en la entrada dedicada a animadoras japonesas (enlace aquí) y no podía faltar entre mis favoritos de Fuyu no Hi porque esta señora siempre sorprende con su habilidad y enorme imaginación. Inspirándose en las obras de Giorgio de Chirico (1888-1978), ofrece un corto pleno de luz, color y alegría. Con inteligencia y gracia, el claymation dúctil de Yusaki-sensei discurre plácidamente entre los demás.  Y es que esta animadora siempre fue diferente, y en Días de Invierno queda muy patente eso. Me produce también cierta tristeza, pues da la sensación de que el legado de su estilo no esté siendo recogido por nadie. Esperemos que no sea así de verdad.


Fuyu no Hi es una obra con unos cuantos altibajos, aunque también posee grandes aportaciones. Por eso el ritmo del conjunto no resulta armonioso, y es algo que se echa de menos, teniendo en cuenta además que la esencia del renga es esa, un fluir equilibrado de distintas ideas. No obstante, este defecto suele surgir en los proyectos donde convergen tantos artistas diferentes y con maneras de concebir la animación tan dispares. Por eso mismo también merece la pena verlo y disfrutar de esa pluralidad que ayuda a descongestionar la mente tras consumir grandes cantidades de anime estándar. Hay vida más allá de la comercialidad, os lo prometo, una vida igual de interesante o más, que abre la perspectiva a nuevas y antiguas (pero desconocidas) formas de expresión.

Y con esta entrada despedimos el 2017 en SOnC. Espero que hayas disfrutado de este pequeño apartado en el blog, donde se han intentado difundir las creaciones y trabajos de los pioneros y leyendas de la animación japonesa. Ha sido la sección más importante en cuestión de contenidos (y más ignorada) de este año en la bitácora. No obstante, me he dejado unos cuantos creadores en el tintero, pero eso tampoco es óbice para que no pueda escribir sobre ellos ¡y ellas! en el futuro. Que lo haré con total seguridad, porque los clásicos nunca mueren, y es necesario tenerlos siempre presentes. Feliz Año Nuevo, camaradas otacos, que este 2018 Manga no Kamisama os sea favorable.

anime

Los cuentos del viento o de cómo los gatos pueden volar

La reseña de hoy para mí es muy especial, pues está dedicada a uno de mis anime favoritos. Adoro un montón de series y películas animadas, me resulta tedioso (y complicado) hacer listados y demás zarandajas bastante, aunque reconozco que son perfectos para atraer y distraer a los lectores; sin embargo, si tuviera que realizar un top 10 con mis slice of life preferidos, Fûjin Monogatari o Windy Tales (2004) estaría entre ellos sin ninguna duda. Creo que no es muy conocido, aunque me gustaría pensar lo contrario, pues se trata de una serie realmente atípica. Quizá por eso mismo no suele ser recordada ni apreciada por la otaquería, así que desde SOnC vamos intentar apañar un poco ese injusto despiste.

Fûjin Monogatari utiliza en su receta todos los ingredientes habituales de un anime sobre vida escolar y slice of life. Y eso, a priori, para mí era un problema. Los school life a menudo acaban cansándome porque siempre trabajan el tema de la preadolescencia y la pubertad de la misma manera, parecen fotocopias. Y si ya brota el típico romance que deja todo con una baba pringosa a su paso, adiós muy buenas. De ahí que suela huir del género, y tiene que ser algo cocinado de forma un poco distinta para que lo vea hasta el final. Y lo disfrute, claro. Pues Windy Tales fue un descubrimiento total para mí, y una grata sorpresa. Fûjin Monogatari me conquistó por completo (y no solo porque salieran gatos por doquier, ¡viva!).

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Nao y Ryôko

Realizado por Production I.G. en 2004, consta de 13 episodios que fueron dirigidos por Junji Mishimura e Itsurô Kawasaki. Es curioso, porque de estos dos directores me ha gustado muy poca cosa de su trabajo, sin embargo Fûjin Monogatari brilla en toda su filmografía como una gema extraña. No hay nada en sus carreras, al menos de momento, que pueda equipararse al resto de sus creaciones en términos de calidad y rareza.

El argumento arranca con Nao Ueshima y Miki Kataoka, ambas miembros del Club de de Fotografía Digital del instituto. A Nao le encanta captar con su cámara las nubes, siente fascinación por cómo el viento las moldea, así que suele subir a la azotea a menudo para fotografiarlas. Pero un día, observa que un gato, lánguidamente, comienza a volar… ¡junto a otras decenas de gatos que parecen flotar en el viento! Totalmente asombrada, se descuida y al intentar atrapar con su cámara el prodigio, se precipita al vacío. La intervención del profesor Taiki, que lanza hacia ella una fuerte corriente de aire, la libran de una muerte segura; pero Nao, intrigada, sabe lo que ha visto, y se percata de lo ocurrido. Así que decide averiguar cómo es posible que alguien pueda manipular y controlar el viento. Esto la conduce a ella, a Miki y Jun-kun, que anda enamoriscado de Miki, hacia el pueblo de Taiki-sensei, para pedirle que les enseñe esa destreza. Una destreza que se puede aprender, pues Ryôko, que también suele subir al tejado a alimentar al Gato del Viento, ha sido discípula de Taiki allí mismo.

Así que en Fûjin Monogatari, como en cualquier otro anime escolar, podemos esperar el primer beso, el festival escolar, la compañera modelo y actriz, la excursión estival, el concurso de actividades extraescolares, la visita a la enfermería, etc. Los típicos elementos que se encuentran en un school life, así como los problemas habituales con los que deben lidiar los adolescentes, se trabajan en Fûjin Monogatari, pero es su peculiar enfoque el que lo cambia todo. Hasta los personajes son un poquitín los acostumbrados en un inicio: Miki, entusiasta e impulsiva; Ryôko, tímida y sensible; Nao, sensata y soñadora; Jun, irreflexivo y leal. Sin embargo, conforme el anime progresa, sus personalidades van adquiriendo más y más matices, asentando unas personalidades creíbles y realistas. Y otros personajes, que aparecen esbozados mediante brochazos dispersos, van ganando profundidad. Poco a poco, porque Cuentos del viento se toma su tiempo.

El aire, el viento es el leitmotiv de Fûjin Monogatari, y vertebra tanto sus historias como su cadencia. Es la metáfora real y absoluta, no se casa con nadie pero es una presencia continua y necesaria. También los gatos son un recurso constante. Ellos introducen el misterio del control del viento, y sus peludas figuras surgen everywhere, desde marcas de refrescos, bentô, ropa, etc; hasta en los eyecatchers insertados para dividir los capítulos, donde aparecen con sus propios nombres y características. Cuentos del viento es un anime creado por amantes de gatos para amantes de gatos. Ellos son los únicos en la serie que de manera instintiva han aprendido a manejar los vientos y sus corrientes, utilizándolos a voluntad. Hay momentos verdaderamente oníricos con ellos de estrellas absolutas, una pizca de humor absurdo los rodea también.  Pero la comedia en Fûjin Monogatari es bastante austera, circunscrita sobre todo a Jun Nomura. Además, conforme el anime va alcanzando su final, una leve melancolía va cubriéndolo todo.

Es recomendable ver la serie poco a poco, un atracón de Fûjin Monogatari es desaprovecharla por completo. Se trata de un anime que marca un ritmo sosegado, de ahí que sea preferible degustarlo con calma. Salvo los dos primeros episodios, que presentan la historia de los Manipuladores del Viento, la serie está estructurada como diferentes miniaturas que presentan una parte del mundo donde Nao y sus amigos viven. Un mundo, por otro lado, muy normal. Quizá sea esa peculiar mixtura entre lo normal y lo maravilloso, tan límpida y estable, la que otorga a Fûjin Monogatari ese donaire tan especial. Estas miniaturas, que son los distintos episodios, presentan pequeñas historias de gran sencillez donde vamos conociendo a todos los personajes. El desarrollo de sus psicologías, su crecimiento y evolución personal, son llevados de manera paulatina, casi imperceptible, y con mucha naturalidad. Hay que destacar también que la arquitectura interna de los capítulos en bastantes ocasiones no es lineal, se nota el esfuerzo por trabajar cada episodio individualmente, para otorgarle su propio sello distintivo.

Otra de las cosas que me encantan de Cuentos del viento es la inexistencia de oposición entre el universo adulto y el de los adolescentes. No existe esa dicotomía, aunque los personajes sí tengan claro su rango de edad. A pesar de que los protagonistas principales son jóvenes, la perspectiva que ofrece el anime es amplia, muestra una misma realidad pero conformada de los distintos puntos de vista de los personajes. Los adultos no se encuentran alejados o en una esfera superior, están ahí, formando parte de la misma vida. Esa falta del habitual egocentrismo quinceañero, tan abundante en este tipo de series; así como de la ausencia de montañas rusas emocionales, en las que los chavales se creen eternas víctimas, son un auténtico soplo de aire fresco.

Si hay algo que llama la atención de Fûjin Monogatari es, sin duda, su arte. No tiene nada que ver con el estándar del anime, si hay que buscarle una filiación claramente es la vanguardia de los mangas publicados por Garô. Autores como Shigeru Tamura o Seiichi Hayashi son influencias muy evidentes. Esto vincula la serie a una faceta experimental robusta, que se centra en una severa simplicidad en la línea del dibujo por un lado, y una explosión de color por el otro. El resultado es muy, muy expresivo; los diseños angulosos de reminiscencias geométricas, sin apenas volumen, pueden evocar en cierta manera las formas del cubismo, aunque también se muestra cierta tendencia a la abstracción. A veces parecen simples bocetos en movimiento; y esos cielos, de maravillosas nubes imposibles y azul infinito, son hipnóticos.

Sin embargo, a pesar de ese amor feroz hacia el minimalismo en el trazo, que para un ojo poco acostumbrado puede pasar por desidia, los fondos poseen una minuciosidad y cuidado sorprendentes, que contrastan con la extrema sencillez de las figuras humanas. No obstante, cuando se requiere, las escenas pueden llegar a ser increíblemente detalladas y realistas. No en vano, hay que tener presente que el director artístico de Fûjin Monogatari fue Shichiro Kobayashi, que trabajó en la impresionante e indispensable Tenshi no Tamago (1985).

No suelo distraerme mucho con el aspecto musical de las series, porque la mayoría de las veces suele ser una decepción para mí si no una auténtica tortura. Para Cuentos del viento Kenji Kawai compuso una banda sonora etérea, abierta y sencilla. Como el mismo viento. Su presencia es la justa y las melodías fácilmente reconocibles y bonitas. Me gusta mucho. Como todo Fûjin Monogatari, posee un espíritu netamente japonés. Y eso puede resultar un obstáculo importante para los paladares otacos occidentales, que están acostumbrados a productos más intensos. Este anime destaca por la sutilidad y la armonía que emana, que quizá resulten insípidas para aquellos que esperen algo más de drama, algo más de romance, algo más de acción. Cuentos del viento es una obra serena y que, aunque no esconde grandes enseñanzas ni es especialmente trascendente, resulta muy eficaz a la hora de contar sus pequeñas historias cotidianas. Sin aspavientos, sin afectación. El elemento fantástico se encuentra insertado de tal forma en el argumento que la sensación es la de estar viendo un tierno cuento surrealista. Es todo muy apacible; sueños, fantasía y realidad se engarzan con suavidad, fluyendo plácidamente.

En general, Fûjin Monogatari es un slice of life ligero, delicado y extraño. Como una brisa fresca, pasa abriendo suavemente las ventanas y moviendo los visillos; trae aromas de parajes familiares y agradables, sin detenerse demasiado en el melodrama que suele acompañar las vivencias de adolescentes, lo que es un alivio tremendo. Como suele ocurrir con las series de capítulos autoconclusivos, nunca tuvo muchas papeletas para gustar a una mayoría, pero aquellos que deseen saborear un anime diferente, que ni siquiera necesita recurrir a las tradicionales demografías japonesas (¡BIEEEN!), y disfrutar de la belleza de las teselas y del mosaico a la vez, Cuentos del viento puede resultar perfecto. Elegante y equilibrado, desde luego no fue creado para que lo apreciara un público masivo; no obstante, tampoco carece de comercialidad, solo requiere del espectador una mínima atención para captar sus sutilezas. Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

manga, Tránsitos

Tránsito XII: Los insectos en mí

Este 2017 los Tránsitos se han visto reducidos a solo uno. Tenía un par de sorpresas preparadas, sin embargo las circunstancias no han acompañado para que pudiera terminar de escribirlas. Para otra vez será. Samhain es mi festividad favorita del año, así como octubre es mi mes preferido también; por eso esta sección del blog es mi predilecta. Me ha dolido un poquito no poder explayarme como me gustaría, pero al menos el Tránsito presente se puede aseverar que es especial de verdad.

Se trata de un manga singular, un tebeo de una artista plástica, mangaka y también animadora, llamada Akino Kondô. La he nombrado en SOnC ya un par de veces, porque se trata de una mujer realmente fascinante. Lleva ya más de una década sorprendiendo y deleitando a los que le seguimos la pista. Y no resulta fácil hacerlo, al menos desde España, pues no hay nada publicado suyo por estos lares. El cómic protagonista de hoy fue uno de sus primeros trabajos, Hakoniwa Mushi (2004), y es una de las cosas más bonitas, oscuras e inquietantes que he leído en tiempo.

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Skirt of the night (2004) de Akino Kondô

Hakoniwa Mushi fue publicado parcialmente por la editorial francesa Le Lézard Noir con el nombre de Les insectes en moi. Por cierto, me compraría su catálogo de manga enterito. Pero no soy millonaria. Su selección es extraordinaria, late al unísono con mi pobre kokoro de pedantorra pseudohipster. Ay. Ojalá alguna editorial en castellano se atreviera a sacar algo de Akino Kondô también, pero veo bastante difícil el tema. Mientras, seguiré acudiendo fielmente al lagarto negro, porque me está brindando muy, muy buenos momentos comiqueros.

Pero regresando a Les insectes en moi, se trata de una recopilación de 9 one-shots que Kondô fue publicando en las antologías AX y Comic H. También hay un par que son inéditos. De uno de los yomikiri incluidos en este tomo ya escribí hace un tiempo aquí. En las últimas páginas la editorial adjunta reproducciones de las obras pictóricas relacionadas con el universo que plasma en Hakoniwa Mushi, y es un auténtico privilegio poder observarlas en papel.

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Ladybirds’ requiem 2-10-02 (2006) de Akino Kondô

El leitmotiv de Les insectes en moi, como el mismo nombre indica, son los insectos. Akino Kondô, que se crió en un ambiente de artistas (su madre es diseñadora y su padre arquitecto), sintió muy pronto una atracción hacia los bichitos de la madre naturaleza. Al contrario que a muchos humanos a los que les repugnan e incluso los temen, Kondô no. Para ella son una fuente inagotable de inspiración, una fascinación que la ha llevado incluso a participar en seminarios para paladear y comer insectos. Estos animalitos han formado parte de su infancia (tuvo de mascota un escarabajo rinoceronte) y muchos de sus recuerdos están vinculados a sus amiguitos los artrópodos. Y esa especie de nostalgia, los juegos de la memoria, tienen una importancia vital en gran parte de este volumen.

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La protagonista de esta serie de trabajos es Eiko, una niña-muchacha que, como alter-ego de Kondô, expresa sus pensamientos y obsesiones sin rodeos, acudiendo al lenguaje onírico y simbólico de la mente cuando divaga libre. En un mundo imaginario, pleno de tinieblas y luz, absurdo y magia, las ocho historias, aunque independientes, se entretejen unas con otras mediante los delicados filamentos de las pesadillas. Las actividades cotidianas, los objetos más comunes se descubren como resortes que disparan los recuerdos hacia un torbellino donde infancia, sueños y realidad se mezclan. Leer Les insectes en moi es una experiencia única, pues nos adentra en el universo personal de Kondô. La subjetividad pura se adueña de todo, los sentimientos de la autora son los que marcan el rumbo construyendo una galaxia donde las diferentes realidades están conformadas por los deseos, pulsiones y reflexiones de la autora.

Pero no estamos hablando de una obra incomprensible para el lector. A pesar de su naturaleza simbólica, Kondô se sirve de un lenguaje visual cinestésico que, intuitivamente, es muy sencillo de seguir. Solo hay que dejarse llevar y viajar por sus vastos paisajes. Es el suyo un planeta de sutil horror y belleza que, a pesar de las apariencias, no carece de cierta lógica interna. También hay espacio para la ingenuidad y lo ordinario, pero se ven rápidamente transformados en pequeños monstruos de la mente. Las influencias son muy obvias, y están perfectamente asimiladas en su estilo: el surrealismo de Jean Cocteau, la filosofía budista, la cultura pop, el ingente legado de la revista Garo y creadores como Seiichi Hayashi o Toshio Saeki.

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Isis, diosa protectora de libros y tebeos. Obsérvese cómo lanza su patita para defender el volumen hasta de su legítima dueña. AHORA ES MÍO.

En general, Les insectes en moi es una obra que se regocija en su libertad, porque se trata de un tebeo donde Kondô no se inhibió a la hora de derramar sus intestinos. Son retratos viscerales e infantiles; una cirugía exploratoria del yo donde la artista plasma con gran tino cómo palpita su ser. Y el arte, que es su medio básico de expresión, donde apenas hay texto o diálogos, resulta de una simplicidad perversa. Con un estilo minimalista y nítido, de trazo redondeado pero minucioso en los detalles, Kondô logra revelar la complejidad de sus ideas de una manera realmente única. Y hermosa. Se nota, además, que es una autora bastante perfeccionistaLes insectes en moi solo es el comienzo. El principio por el que introducirse a la obra de Akino Kondô. Lo malo es que en Occidente todavía no hay demasiado acceso a sus trabajos, ni tampoco es muy conocida; aunque los pocos que sabemos de ella la admiramos y respetamos. Le Lézard Noir ha publicado también sus vivencias en Nueva York, New York de Kangaechû (2015), de las que haré reseña más adelante; y estoy muriéndome por que se animen a sacar adelante A-ko-san no koibito (2016), porque lo que he olisqueado promete muchísimo. Este último es un josei de enfoque mainstream pero que siendo de Kondô, se pueden esperar unas cuantas sorpresas. ¡Y el josei necesita nuevas ideas! ¡Ya vale de estereotipos idiotas! He dicho.

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Ladybirds’ requiem 1-11 (2007) de Akino Kondô

¿Recomiendo Les insectes en moi? Muchísimo, pero no es un manga comercial, sino situado en la órbita del cómic alternativo japonés. Y tiene una faceta arty que a algunos puede irritar, pero desde ahora aviso de que no es un tebeo pretencioso. Es honesto y directo en su esencia, sin embargo no tiene nada de convencional. Akino Kondô es una artista a quien no perder el rastro porque está haciendo historia, así de claro. Actualmente vive en Nueva York, pues se encuentra muy interesada por la escena de arte moderno de la ciudad, lo que en teoría debería facilitar que sus nuevos trabajos llegaran hasta nosotros. En teoría. Espero que no nos decepcione en el futuro, y que pronto podamos disfrutar de más obras suyas en Occidente. Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

cine

Japón, cine, estío… y la noche

Ya tenemos casi encima el verano. Al menos por estas latitudes. Es una estación que especialmente detesto, aunque también me brinda uno de los momentos más deliciosos del año: su noche. Las madrugadas estivales son estupendas para muchas cosas, entre ellas poder disfrutar de una buena película. Así que dejándome llevar por la corriente del estío, y sabiendo que no son temperaturas para aguantar demasiados rollos macabeos, la presente entrada va a estar dedicada a algo muy ligerito: 5 películas japonesas perfectas para disfrutar durante las noches más tórridas. Un post para no darle al coco demasiado y enterarse de que existe un sencillo menú cinéfilo para degustar. Por supuesto, mi selección es completamente subjetiva y se encuentra sujeta a mi experiencia personal. Es bastante heterogénea y abarca diversas décadas, así que hay donde elegir. ¡Empecemos!

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kurosawa

Kurosawa siempre será Kurosawa, un monstruo, la bestia parda del cine japonés a pesar del propio cine japonés. Y aunque es sobre todo recordado en Occidente por sus jidaigeki, el señor Pantano Negro supo trabajar de manera magistral otros géneros.  Hachi-gatsu no rapusodî o Rapsodia de Agosto fue su penúltima película y sin duda una de las de tono más intimista. Su centro de gravedad es la masacre de las bombas atómicas, en concreto la de Nagasaki. No fue la primera vez que el director cultivó esta temática, pues encontramos sus ecos en Rashômon (1950), Crónica de un ser vivo (1955) y Yume (1990), aunque en las más modernas trataba la necesidad de no huir ni olvidar lo sucedido.

Rapsodia en Agosto es un drama puro, enfocado en las consecuencias personales, tan devastadoras, que provocaron en la población civil estos dos bombardeos. Es curioso que cuando se estrenó la película recibió críticas bastante negativas. Eran ante todo reproches a Kurosawa por mostrar únicamente un lado de la historia. Una recriminación completamente injusta, teniendo en cuenta además que no es un film histórico, sino la tragedia particular de una familia, y su forma de encarar el ataque nuclear. De paso, Kurosawa realizó labores pedagógicas. Tres generaciones representadas en la pantalla, y cada una con una visión diferente; aunque todos acaban aprendiendo los unos de los otros. Su corazón, la abuela, una hibakusha que compartirá sus recuerdos con todos los demás. Hachi-gatsu no rapusodî bien merece un visionado, aunque haya sido ignorada por los cazadores de samuráis y katanas durante décadas (yo incluida).

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No me considero demasiado foodie, soy de gustos culinarios extremadamente simples y bastante torpe en la cocina (torpe es un eufemismo, en realidad se me conoce como «La carbonizadora del valle del Ebro»), por eso no me siento muy cómoda con el asunto de la gastronomía y aledaños. Sin embargo, ello no es sinónimo de que no albergue interés en estos menesteres, y a pesar de mis escasas habilidades prácticas, el conocimiento no ocupa lugar. Así que me lancé a examinar dos películas cuya temática principal gira en torno a la comida. Por supuesto, que detrás de los proyectos estuviera el manga Little Forest (2005) de Daisuke Igarashi, también contribuyó a que las viera con más apetito.

Little Forest: Summer/Autumnque fue la primera en estrenarse, no me dijo gran cosa, aunque Little Forest: Winter/Spring (2015), su segunda parte, todavía menos. Eso no quita que las considere a ambas dos dignísimos slice of life, que hacen hincapié en la serenidad de la vida campestre (el neorruralismo, amiguitos), las tareas de labranza, las relaciones familiares y la jama. Me ha gustado verlas porque en algunos tramos me ha recordado a mi padre (al que echo muchísimo de menos), trabajando en su huertecillo, mimando sus tomates, sacando sus patatas y recogiendo sus bainetas. Luego nos hacía cada plato con sus trofeos hortícolas que nos chupábamos los dedos. Así que la selección de esta película por mi parte ha sido algo sentimental, aunque objetivamente no me haya parecido nada del otro mundo. No obstante, creo que los entusiastas de lo cotidiano y la manduca la sabrán apreciar en su justa medida, porque está realizada con suma elegancia y delicadeza.

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La obra más conocida de Yasujirô Ozu es, sin duda, Tokyo monogatari (1953), también la más reconocida de su filmografía junto a Banshun (1949), aunque en realidad hay pocas películas del director que se puedan considerar mediocres. Bakushû, a pesar de no gozar de tanta fama como las citadas, es un film al que tengo especial cariño, quizá porque se encuentra un poco eclipsado. Y de manera injusta, he de añadir. Bakushû o Al principio del verano es un trabajo muy representativo del hacer de Ozu. Un shomin-geki con su actriz fetiche, Setsuko Hara, en el que desgrana los avatares de una mujer en edad casadera. La protagonista desea poder elegir por sí misma, a pesar de que los usos sociales la presionan para apurarse y escoger solo un buen partido. Su familia y su jefe ya han decidido por ella, pero Noriko los sorprenderá a todos.

Mediante una comedia grácil, que poco a poco va ganando en seriedad, Ozu nos presenta los dilemas del mundo moderno frente a la tradición, la nueva posición de la mujer en la sociedad y la desarticulación del núcleo familiar. Tres generaciones, con tres visiones de la vida distintas, se ven confrontadas a través de un argumento engañosamente simple. Y el director no duda en expresar sus simpatías hacia la sabiduría que otorga la madurez. Siempre es un placer dejarse mecer por el sosiego de la cámara de Ozu, que con ligera melancolía y su exquisito gusto por el detalle, nos descubre a la cotidianidad como un pequeño tesoro.

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Nagisa Ôshima es uno de mis directores japoneses predilectos como ya bien sabréis, su espíritu iconoclasta supuso un revulsivo en el panorama cinematográfico nipón, y nunca cejó en su empeño de agitar aquello que la sociedad de su tiempo consideraba tabú. A veces le salía bien, y otras no tanto. Este Muri shinjû: Nihon no natsu o Verano japonés: doble suicidio se posiciona entre lo que no sabemos si considerar un buen trabajo o una enorme baladronada. Creo que lo voy a dejar a vuestro criterio, pero mi obligación es poneros sobre aviso: no es un film accesible.

Con 35 años que contaba, Ôshima estaba inmerso en una etapa en la que desarrolló sus obras más innovadoras. Por supuesto, lo hizo en su propia productora, pues hacía unos años que había decidido no trabajar para ningún estudio japonés por incompatibilidades ideológicas. Muri shinjû: Nihon no natsu formó parte de esa hornada de películas en las que no le importó experimentar y dejarse influir por la nouvelle vague francesa. Quizá sea la menos afortunada, porque un año después estrenaría uno de sus clásicos imprescindibles, Kôshikei (1968), y quedó muy pronto relegada. Verano japonés: doble suicidio es un ejercicio de surrealismo, en el que se distinguen las influencias de Buñuel como también la sátira social de Godard. No merece la pena que entre en su argumento, porque se deconstruye continuamente, aunque señalar que el eterno binomio eros/tánatos es uno de sus pilares. Una joven virgen que busca desesperadamente sexo; un desertor que persigue morir. Lo demás no os lo podéis ni imaginar. Ôshima, siempre on top.

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Y de postre solo un plato, pero una auténtica delicia. Kikujirô no natsu es una película rara y preciosa, con una banda sonora a manos de Joe Hisaishi estupenda. Una road-movie de manual, con un argumento sencillo pero cuyos recovecos, que son innumerables, aguijonean dulcemente el corazón. ¿Alguien duda a estas alturas de que Takeshi Kitano es un fuera de serie? Tanto como director, guionista o actor. El verano de Kukijirô se sale un poco del tipo de cine al que se ha dedicado, por eso sorprende que a este registro le cogiera la medida tan bien. No obstante, es una obra Kitano 100%, muy reconocible.

Siguiendo los pasos de Marco, de los Apeninos a los Andes o El mago de Oz, el niño protagonista de esta película, Masao, decide ir en busca de su madre. Ha llegado el verano y todas las actividades que solía realizar, así como sus amigos, desaparecen con la llegada de las vacaciones. Él se queda en casa con su abuela, solo. ¿Qué puede hacer? Pues decide acudir donde vive su madre, a la que apenas recuerda salvo por una foto. Ella vive lejos de su familia, obligada por el trabajo. Pero justo cuando unos gamberros del barrio están robándole el poco dinero que tiene para viajar, lo encuentra un matrimonio conocido de su yaya. Y Kikujirô, ex-yakuza con un cuarto de neurona operativa, se hace cargo del muchacho hasta que encuentre a su madre. El camino de baldosas amarillas está repleto de anécdotas surrealistas y personajes curiosos, haciendo de la obra una experiencia la mar de entretenida.  Un film muy especial que te deja con una sonrisa en los labios.

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Espero que la lectura del post os haya estimulado a probar estas viandas veraniegas, algunas más ligeras que otras, pero que prometen refrescar vuestros anocheceres. Cualquier reclamación, en los comentarios. Que los calores os sean leves. Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

cine, largometraje

Mondo Bizarro, donde Japón nunca defrauda

No es precisamente mi disco favorito de los Ramones, pero viene ni que pintado para la entrada de hoy. Os veo temblar… y con razón. Sí, de nuevo uno de esos artículos sobre cine y marcianadas que no le interesan a nadie. Tendréis que esperar unos pocos días hasta que vuelva a escribir sobre anime y manga.

Me ha parecido muy adecuado titular este post así porque, siguiendo muy libremente las pautas del género cinematográfico mondo, voy a tratar de dar un repaso amplio a las películas japonesas que más con el culo torcido me han dejado. El mondo es incómodo, porque señala todo aquello que no queremos ver. El mondo es grotesco, pues hace hincapié en el sensacionalismo sórdido. El mondo es políticamente incorrecto, por eso carece de predicamento en una actualidad de neomojigatería apestosa. No soy especialmente fan de él, pero quiero rendir un homenaje a las criaturas extrañas que pululan por el cine de Japón con mi propia entrada mondo: un listado de películas inusitadas, donde se restriegan por las narices ciertos tabúes o simplemente revelan nuevas formas de expresión. Hay de todo.

Podéis imaginar que, con la de toneladas de majaderías y excentricidades que genera Japón al año, ha sido muy complicado hacer una selección medianamente sensata. Tampoco me considero una experta en el tema, pero he tragado bastante basura al respecto y he aquí que os presento mi tour personal a los bizarros fondos de estas fascinantes islas. Siete obras que dignifican lo insólito, ya que las he seleccionado tanto en base a mi gusto personal como por su calidad. No os equivoquéis, ninguna de estas películas es ridícula. Tampoco para tomársela a broma. Algunas cintas son clásicos muy célebres, otras no tanto. Pero todas merecen nuestros respetos.


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Junto a Pitfall (1962), Woman in the dunes (1964) y The Man without a map (1968), conforma esa tetralogía de colaboraciones con mi admirado Kôbô Abe, del que escribí un poco aquí. Salvo la primera, todas son adaptaciones de novelas suyas, aunque las cuatro fueron guionizadas por él. Teshigahara fue una persona bastante singular, que no sé muy bien cómo acabó haciendo cine. Su padre fue un maestro de ikebana que revolucionó la disciplina y él estudió Bellas Artes, pero me alegro mucho de que se dedicara finalmente a la cinematografía. Yo y unos cuantos millones de personas, claro.

Teshigahara fue un director peculiar, y es muy evidente también la influencia del surrealismo en su obra. Gente como Buñuel o Cocteau lo marcaron profundamente. Le gustaba experimentar, jugar con las imágenes y los conceptos; y, sobre todo, crear poderosas metáforas visuales de gran belleza estética. Tanin no Kao no es una excepción dentro de su catálogo, y representa una etapa de especial brillantez filosófica. Porque La cara de otro es un viaje dentro del laberinto emocional y psicológico de su protagonista, el señor Okuyama. Sus implicaciones son profundas, y no podía ser menos teniendo a Kôbô Abe entre bambalinas.

Este film puede traernos recuerdos del clásico El hombre invisible (1933), también basado en otra obra literaria, esta vez de H.G. Wells; o la maravillosa Les yeux sans visage (1960) de Franju. Tiene mucho asimismo de La Metamorfosis de Kafka o del archiconocido binomio Jeckyll/Hyde de Stevenson. Pero Tanin no Kao resulta mil veces más brutal en su vesania existencialista. Cuenta una historia doble en realidad, la de dos seres cuyas identidades se han visto comprometidas por sus rostros. La narración principal pertenece al señor Okuyama, que ha sufrido un accidente laboral tan terrible que lo ha dejado sin cara. Pero el doctor Hira puede ayudarlo, creando para él una faz nueva, como una máscara, una segunda piel. Eso sí, duplicada de otro sujeto. El cuento secundario es el de una mujer cuyo rostro sufre las secuelas del horror atómico de Nagasaki, y que trabaja en un asilo para veteranos de la II Guerra Mundial, la mayoría con graves problemas mentales.

¿Cómo se construye la identidad de un ser humano? ¿Es el rostro una parte indispensable de la persona? ¿Cuánto es de fundamental? ¿Qué importancia tiene en realidad el individuo y su singularidad? A través de un relato donde la ciencia-ficción, el thriller psicológico y el drama se dan la mano, Teshigahara y Abe realizan una bellísima y elegante reflexión sobre la identidad, el yo y la hipocresía social. Sin complicaciones y de forma accesible, pero contundente. El film toca más temas, como el de la incomunicación, el aislamiento o la fragilidad, los cuales quizá emparentan este Tanin no kao con el espíritu de Ingmar Bergman que, curiosamente, en ese mismo año estrenó Persona (1966). Great minds think alike.


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Y a pesar del transcurrir de las décadas, Bara no Sôretsu continúa sorprendiendo y dejando al espectador atónito, sin saber cómo clasificar una obra que se mueve entre el documental, la ficción y la mirada caleidoscópica del Kubrick más implacable. ¿O fue al revés? Sí, eso es. El cineasta neoyorkino descubrió en Funeral parade of roses un tesoro que colmó su mente de imágenes y conceptos que vomitaría después en su magistral La naranja mecánica (1971). Pero no solo haría mella en Kubrick, también en Warhol o Tarantino. Los tentáculos de Bara no Sôretsu alcanzan el s. XXI y nos siguen estrangulando. ¿Y quién fue el responsable de tamaña hazaña? Toshio Matsumoto, que falleció, desgraciadamente, hace unas semanas. De hecho, cuando empecé esta reseña todavía estaba vivo, ha sido un shock conocer su desaparición.

Toshio Matsumoto fue el máximo pionero de cine experimental en Japón. Pasó toda su carrera innovando, y Funeral parade of roses fue su primer largometraje. El mítico Art Theatre Guild fue el que confió en el proyecto del director, y se encargó de su producción y distribución. Y no se puede negar que resultó un ejercicio de fe, porque tratar la temática del travestismo y la homosexualidad en el Tokio de los años 60 no era habitual. Todavía no lo es. El argumento, inspirado libremente en la tragedia clásica Edipo Rey (s. V a. C) de Sófocles , nos acerca al universo de Eddie, un travesti gay. Los bajos fondos de la ciudad, las drogas, la prostitución; pero también el ambiente de gran efervescencia cultural que se respiraba. Matsumoto rodó en la misma ciudad, utilizó de actores a los mismos protagonistas de ese entorno marginal pero lleno de vida. Completamente transgresora, Bara no Sôretsu acoge multitud de estilos y técnicas que se mezclan sin pudor, regalando a los más observadores un abanico de sensaciones indescriptibles.

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No se puede negar que la influencia de la Nouvelle Vague es patente, pero Matsumoto no escatimó en recursos para construir un relato completamente original y donde parece que el tiempo no transcurra, a pesar de que las emociones de los personajes sí avancen. Es como si estuvieran atrapados en un bucle donde las pasiones emergen como lava, a borbotones incandescentes. ¿Es Funeral parade of roses un enorme psicodrama? Quizá. El film no deja de albergar una historia muy terrenal, la de Eddie; y sus decisiones son consecuencia de esas experiencias. Es una aproximación honesta además al mundo de la transexualidad, que aún no se termina de comprender como una simple faceta más de la naturaleza humana.


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Un año después de que Kaikô Takeshi escribiera su relato Kyojin to Gangu,  Yasuzô Masumura lo llevó al cine. ¿Que quién es Yasuzô Masumura? ¡Vergüenza os tendría que dar no saber de él! Mentira. Sería normal que desconocierais su figura, porque no fue hasta hace 10 años que no se pudo acceder a un catálogo amplio de sus películas. Más vale tarde que nunca, dicen. Masumura todavía es uno de esos grandes olvidados del cine japonés, y es algo que Occidente debería resolver, porque nos estamos perdiendo a un cineasta extraordinario. Fue inspiración para mi admirado Nagisa Ôshima, y contribuyó al nacimiento de la Nûberu Bâgu o Nueva Ola Japonesa. Es cierto que esa Nueva Ola fue un invento de productoras como Shochiko, que deseaban conectar con el público juvenil, más que un movimiento cinematográfico modelado por mentes inquietas. De ahí su heterogeneidad, pero tampoco se puede negar que de ella surgieron importantes creadores que tuvieron a Yasuzô Masumura de referente.

Masumura, gracias a una beca, tuvo la inmensa fortuna de poder estudiar cine en el Centro Sperimentale di Cinematografia de Italia, donde aprendió de los grandes maestros del Neorrealismo como Visconti, Antonioni o Fellini. Y no solo eso, trabajó en los Estudios Daiei como ayudante de dirección de Kenji Mizoguchi o Kon Ichikawa. Aprovechó muy bien esas oportunidades, y pronto comenzó a destacar como director de sus propias películas en las que volcó todo sus afanes renovadores, con una pizca de sal iconoclasta. Trabajó muy diversos géneros, aunque su personalidad, amante de lo excesivo, siempre supo ensamblar la pasión de Occidente con la gentileza minimalista de Oriente. En Toys and giants encontramos su vertiente más sardónica y jocosa, una crítica al histérico mundo de la publicidad y, por ende, a la sociedad urbana japonesa del momento.

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Kyojin to Gangu es una sátira divertidísima y repleta de ironías. Se ridiculiza el keizai shôsetsu y la fragilidad de esos ídolos pop prefabricados que brotan como setas por nuestras pantallas. Una historia de competencia salvaje entre grandes compañías de golosinas, la falta de ética empresarial y la ambición desmedida que conduce a la locura y autodestrucción. Todo aderezado con lo mejor de la serie B y otra ristra de delirios tan agudos como espeluznantes. No es la mejor cinta de Masamura (fue su segundo film) y tiene ciertos altibajos; sin embargo, es un visionado que merece la pena. Entretiene, hace pensar y cuando cae en la chifladura, lo hace con tanta gracia… Ains.


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Ôshima-sensei ya es un viejo conocido de SOnC. Es un director que me gusta mucho por su falta de miedo a paladear diferentes sabores y texturas. Y porque tampoco le importaba ser controvertido, qué demonios. En 1967 decidió, con un par de narices, adaptar al celuloide uno de los mangas clásicos del pionero del gekiga Sanpei Shirato: Ninja Bugei-chô (1959-1962). Pero no realizó una película al uso, tampoco una animación tradicional. Nada de eso. Ôshima optó por lo más sencillo y arriesgado, que fue tomar el propio tebeo, sus ilustraciones y filmarlos. Directamente. 17 tankôbon condensados en 118 minutos. Wow. Calma, yo también pensé que el resultado podría ser un despropósito que acabara en una sinfonía de babas y ronquidos. Pero Ôshima supo rodearse de un buen equipo, como el compositor Hikaru Hayashi (Onibaba, Kuroneko), el guionista Sasaki Mamoru (Heidi, Ultraman), o actores a las voces como Rokkô Toura (Feliz Navidad señor Lawrence, Kôshikei) o Shôichi Ozawa (El pornógrafo, La balada de Narayama). Además, Ninja Bugei-chô exhibió todos los recursos que la cinemática podía ofrecer entonces cuando se enfrentaba a un objeto fijo e inmóvil. Movimientos de cámara, el control de su velocidad, zooms, seguimiento del objetivo a las líneas del dibujo, planos detalle… todo para brindar el adecuado dinamismo, respetando la fuerza del propio tebeo.

Band of Ninja es una obra compleja y de muchos vericuetos. Ubicada en el Período Sengoku (1467-1603), es tan violenta y convulsa como esa época. Desfilan gran cantidad de personajes y el vaivén histórico también es intenso. Requiere completa atención, porque es una obra épica de grandes proporciones donde el villano que desea unificar Japón mediante sangre y brutalidad es… ¡tachán, tachán! ¡Oda Nobunaga! Ninja Bugei-chô es perfecta para los que disfruten con un buen cómic de samurais y musculosas dosis de violencia. Pero no una violencia ciega, sino situada en un contexto áspero e intrincado. Como no es nada sencillo conseguir el manga original en cuestión, es una buena alternativa para conocerlo. Eso sí, es para gente paciente y que no se encuentre demasiado intoxicada del habitual espíritu otaco millennial. De lo contrario, no aguantará ni diez minutos.


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Creo que ya lo he comentado alguna vez, pero soy una enamorada del cine mudo en general. Es una etapa de la historia cinematográfica que me fascina, más que nada porque la considero una época de enorme creatividad y riqueza. El despertar del cine no tenía miedo a la experimentación, solo podía innovar y abrir nuevas sendas. Maravilloso. En Japón sucedió algo semejante, por supuesto, y una de sus piezas más extrañas e inquietantes fue (y es) Kurutta Ippêji (1926) de Teinosuke Kinugasa. Se puede considerar, nada más y nada menos, la primera película avant-garde de las islas.

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Se suponía que Kurutta Ippêji era una obra perdida. Una de tantas gracias a la guerra, los terremotos y el inevitable descuido humano. Pero su mismo director, en 1971, la encontró casualmente mientras rebuscaba por su almacén. Como la mayoría de obras vanguardistas, A page of madness nació bajo los auspicios de un movimiento artístico, en este caso literario: el Shinkankaku-ha. Este colectivo buscaba crear en Japón su propia modernidad, alejándose de las tradiciones anticuadas de la era Edo y Meiji. Deseaban vincularse con los ismos occidentales, y con la influencia del dadaísta francés Paul Morand muy presente, lograron formar el primer grupo literario modernista del país. En él militó el futuro nobel Yasunari Kawabata, que fue responsable de gran parte del guion de Kurutta Ippêji. Así que podemos decir que su director, Teinosuke Kinugasa, que conocía bien el mundo de las artes escénicas pues había trabajado como onnagata, amalgamó en la película todos los anhelos de contemporaneidad que imbuían al Shinkankaku-ha. De ahí que tanto expresionismo, surrealismo o la escuela de montaje ruso, entre otras vanguardias, aparecieran reflejadas en sus fotogramas. Una página de locura no fue muy apreciada en su momento, tenía más de cine europeo que nipón, el cual por aquel entonces se centraba sobre todo en el jidaigeki.

¿Fue Kurutta Ippêji una obra incomprendida? Más que incomprendida, fue ignorada y después olvidada. Y aunque no cambió el rumbo del cine japonés, sí que podríamos considerarla la primera obra concebida de manera internacional. Fue la contribución del cine de las islas al efervescente panorama avant-garde de la época. Con su propio sello, no una simple emulación de lo que se cocinaba en Europa. Una página de locura cuenta la historia de un hombre que trabaja en el manicomio donde está encerrada su esposa. Él sueña con sacarla de ahí, pero la mente humana es… complicada. Y la vida también. La aproximación de este film a la locura resulta escalofriante y, aunque se hace un poco difícil de seguir (no hay intertítulos, la película era narrada por un benshi), su lenguaje visual es lo bastante elocuente para hacerse comprender. Resumen: Kurutta Ippêji reunió a un director que sería oscarizado con un escritor que recibiría un nobel literario; supuso la primera conexión del cine japonés con la vanguardia internacional; y su reflexión sobre la desesperanza y la alienación continúa aguijoneando en la actualidad como una avispa. Es película de (mucho) interés.


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Tetsuo: the Iron Man resulta un antes y un después. Es como si David Lynch, Akira Kurosawa, Jank Svankmajer y David Cronenberg hubieran decidido construir su monstruo de Frankenstein particular, pero con piezas de vertedero y desguace. Un virus de metal que devora la carne y transforma al ser humano en un ente informe al servicio de su implacable voracidad. Shin’ya Tsukamoto y Kei Fujiwara son los responsables de esta atrocidad de belleza inconmensurable, de horror sin fin. Y lo hicieron con cuatro duros. Revolucionaron el cine con este poema estentóreo que se revuelca entre sus propios ecos industriales. Tetsuo es una balada ciberpunk inmisericorde cuyas enseñanzas son plenamente vigentes. Plasma un mundo donde el individuo ha sido reducido a cables e impulsos eléctricos, un esclavo de la tecnología y las máquinas al que no le importa ser engullido. Es más, exultante en su metamorfosis, disemina la ¿buena? nueva para calmar su hambre, y quedar reducido a la demencia de las emociones más básicas. Sin distinguir realidad de enajenación.

The Iron Man es una experiencia en 16 mm y B/N que exige mente abierta y pocos prejuicios. Tanto a nivel técnico como argumental fue un puñetazo en los morros, una explosión de creatividad y humor sádico que era muy necesario es esos momentos de apalancamiento. Tetsuo es el orden en el caos, y no todo el mundo puede seguir su ritmo. Pero no importa, eso es bueno. Y no tengo más que añadir porque, como ya he indicado, esta película es una experiencia, y debe examinarse de forma personal. Muy personal. Nunca resulta indiferente, puede fascinar u horripilar, pero jamás dejará impasible. Tetsuo es una obra de extremos en todos los aspectos.


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No sé si lo sabéis, pero la primera persona que se tiene constancia en la historia de la humanidad que se dedicó a la literatura fue una mujer llamada Enheduanna. Vivió en el s. XXIII a. C en Ur, y fue la suma sacerdotisa de Nanna, deidad patrona de la ciudad. Nadie tenía más poder religioso que ella y, políticamente, solo su padre Sargón el Grande, fundador del primer imperio humano, estaba por encima. ¿Y en Japón existió una figura similar? Pues en Japón tenemos a Himiko, reina-chamán del sol. Hay mucho debate respecto a su figura, que tiene un aspecto legendario importante, aunque las fuentes chinas la enmarcan en el s. III de nuestra era. Himiko es el primer soberano conocido de Japón y precursora del Gran Santuario de Ise. Gobernó con benevolencia y armonía en el reino de Yamatai, y fue muy respetada en el extranjero. Su autoridad no fue una anomalía, sino el ejemplo de que, antes del gran advenimiento de la cultura, filosofía y religión chinas de fuerte raigambre patriarcal, en Japón el poder político y religioso estaba en manos femeninas. Pero de eso hace mucho tiempo, y casi todo lo que sabemos actualmente sobre Himiko ha pasado por el tamiz budista y confuciano, con la ulterior contaminación. En la actualidad es un icono pop tal cual, no hay japonés que no sepa quién es. Es como si en Occidente ignoráramos la existencia de la Virgen María, harto improbable. Y sobre Himiko va esta película.

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De Masahiro Shinoda ya he escrito en el blog en un par de ocasiones, y su adaptación de Silencio, aunque no me impresionó, me acabó gustando mucho más que la de Scorsese. Cosas de la vida. Aunque perteneciendo a la misma generación cinematográfica que mi subversivo favorito, Nagisa Ôshima, Shinoda, en cambio, decidió volver su pensamiento a la tradición japonesa, y aplicar en ella nociones contemporáneas que sirvieran a su armonía, no a derrumbarla. Así las deconstruyó y volvió a recrear, pero respetando su esencia. Himiko es eso. Buscó el talento de la escritora y poetisa Taeko Tomioka para el guion, y realizó una película de belleza oscura y profundo lirismo.

La primera vez que vi Himiko no pude evitar que me recordara, a nivel formal, a una de mis películas preferidas: Sayat Nova o El color de la granada (1969) de Sergei Parajanov. Tienen la misma meticulosidad artística y una riqueza simbólica extraordinaria; la misma cadencia sosegada e idéntico lenguaje surrealista. Pero hasta ahí llegan las similitudes. Himiko se empapa de las metáforas visuales de la danza butô, y nutre de la ceremonia del kabuki. Es un espectáculo delicado que narra una historia descarnada donde se responsabiliza al amor de la pérdida del poder. Un amor, ¿u obsesión?, incestuoso y destructivo al que la mujer debe renunciar si quiere ganar la guerra. Conspiración, traición, muerte… y la interpretación magistral de Shima Iwashita. Himiko no es de las películas más celebradas de Shinoda, pero sí una de las más hermosas. Un homenaje a la pureza del shintô.

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Los que sepáis algo de cine nipón, seguro que estáis pensando que me he dejado en el tintero unas cuantas extravagancias cinematográficas. Obras como Symbol (2009) de Hitoshi Matsumoto, o la increíble La bestia ciega (1969) de, otra vez, Yasuzô Masumura, basada en una historia de Edogawa Ranpo, merecerían también añadirse a esta mi lista personal de maravillas extrañas japonesas. Y algunas más me vienen a la cabeza, ahora que estoy finalizando la entrada. Mecachis. Sin embargo, no puedo eternizarme, y este post lleva esperando desde octubre ser finalizado. Ya le tocaba al pobre, creo. Así que lo dejaremos aquí. De todas formas, si observo que gusta (lo dudo), una segunda parte no me importaría escribir. Porque material hay de sobra. De momento, nos conformaremos con estas siete honrosas cintas, que son una sugerente excursión por senderos poco transitados. Espero que hayáis disfrutado un poco al menos. Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

cortometrajes, MUAHAHAHA

Lacónicos y robots caníbales del espacio exterior

Mentira, mentira cochina. No hay ningún corto que se llame así. Todavía. Je. Pero me apetecía poner un título ridículamente bizarro a la entrada de hoy, que la serie B (y Z) siempre me ha(n) tirado mucho. Aunque sí, hay robots en este nuevo post. Y es que tarde o temprano Robot Carnival (1987) tenía que aparecer en los Lacónicos. Con Katsuhiro Ôtomo & co. asomando encima los hocicos era algo irremediable. Además, ya le dedicamos una entrada a un proyecto suyo, Short Peace (2013), del que hice reseña aquí; y en la que anuncié propósito de escribir más sobre mediometrajes y cortos del creador de Akira. También que un amable anónimo hace unos días mentara Neo Tokyo (1989) en el Gato Curioso hizo que recordara mi antigua determinación. Bueno, pues here it is, my otaku comrades: el carnaval de los robots.

Antes de entrar en materia, si estáis interesados en más cortos de Ôtomo, recomendaros la entrada que Wanda de Entre Sábanas y Almohadas dedicó a Memories (1995). Es otra compilación en formato película muy, muy interesante. Y tras este pequeño inciso, al turrón.

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Robot carnival es un CLÁSICO. Así, con mayúsculas y en negrita. Es una verdadera lástima que no tenga más reconocimiento a nivel popular, porque la merece. Pero tanto los otacos ancianos como los aficionados a la arqueología animesca sabemos muy bien de su existencia. Ha pasado sin mucha pena ni gloria durante todos estos años, y los seguidores actuales no le han prestado demasiada atención, quizá porque el material antiguo tiende a ser ignorado o también debido a su aire experimental. Quién sabe. Robot Carnival no resulta precisamente comercial ni tampoco perfecto, sin embargo su calidad en conjunto es indudable. ¿Por qué remarco «en conjunto»? Pues porque Robot Carnival es una OVA conformada de 9 cortos individuales. 9 cortos de muy distinto pelaje, diferentes directores y equipo, pero con algo en común: los robots.

Los estudios A.P.P.P, dirigidos por gente de la mítica Mushi Pro, decidieron que no estaría nada mal juntar a los cerebros de los animadores más prometedores del momento para hacer unas bagatelas. Cómo no, entre ellos se encontraban Ôtomo y su cuadrilla de amigos. Así que, usando como nexo la robótica, realizaron 9 cortometrajes donde sus autores pudieron explayarse con libertad, examinando distintos aspectos de la temática y sus implicaciones. ¿Desarrollaron el asunto en profundidad? Veamos: son casi todas obras de unos 10 minutos, algunas se mojan más que otras, pero desde luego no hay demasiado de Alvin Toffler en sus historias. Eso no quiere decir que sean un descerebre ni mucho menos, pero estamos básicamente ante un producto de entretenimiento. Con ciertas pretensiones filosóficas y artísticas, pero de forma sencilla y accesible. Los robots además estuvieron muy de moda durante la década de los 80, fue una auténtica fiebre, así que no resultó extraño que una obra tan particular como esta consiguiera su propio espacio.

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El opening y ending, dirigidos por Katsuhiro Ôtomo y con la gran Atsuko Fukushima a los mandos de la animación, resultan un preludio y epílogo impecables para este Robot Carnival. Son las dos piezas más cortas del repertorio y con el mismo hilo argumental. Presentan y despiden un mundo desolado donde el caos, insensible a lo que le rodea, propaga su destrucción mediante la locura de una fiesta muerta y sin sentido. Hasta que el tiempo y la nada lo engullen. Y vuelve la… tranquilidad.

Todos los cortos poseen una calidad de animación altísima, incluso para el baremo actual. De hecho es, desde mi punto de vista, infinitamente más hermosa, con un nivel de detalle y fluidez maravillosos. Tienen en común además la ausencia de diálogo. Salvo dos de ellos, que sí recurren a él, es la música la que lleva las riendas. ¿Y quién fue el responsable de esa música? Pues nada más y nada menos que el compositor Joe Hisaishi, que para Robot Carnival desplegó habilidades dentro de su muy amada música electrónica y techno. En sumo apropiado, y el resultado no pudo ser ochentosamente mejor. Es cierto que hay historias que me gustan más que otras, y la calidad argumental no la percibo homogénea; pero es algo habitual en este tipo de obras corales. Sin embargo, valoro Robot Carnival de manera integral como un anime que hay que ver por lo menos una vez. Es un menú de platos algo raros que contiene trazas de frutos secos, leche, mecha y soft sci-fi; también shônen, surrealismo y comedia, por lo que hay de todo un poco para gustar… o provocar alergias. Vayamos con ellos.

Franken’s Gears

Kôji Morimoto

Morimotosensei creo que no necesita introducción, ha sido una presencia constante en títulos imprescindibles como Akira, Tekkon Kinkreet o Mind Game entre otros muchos. Una figura entre bambalinas, a veces dejándose ver un poco más, esencial en el mundo de la animación. Suyo es este Franken’s Gear o Furanken no Haguruma, que resucita el mito del moderno Prometeo de Mary Shelley, pero no en carne y hueso, sino metal y circuitería. Este corto afronta el momento de la creación, abarca desde el profundo caos hasta que se alcanzan los confines de la existencia; plasma el éxtasis de generar vida. El robot despierta, imita a su creador… ¿y luego?

Franken’s Gear es un corto oscuro, sin voces humanas; son las máquinas las que hablan. Los juegos de luces y sombras, más propias del teatro o el cine expresionista alemán, evocan clásicos del terror como Der Golem (1920) o la propia Frankenstein (1931). Resulta también inevitable la comparación con El aprendiz de brujo de Disney. En realidad Robot Carnival como proyecto recuerda al clásico Fantasía (1940), tanto por su afán heterodoxo como por el protagonismo de la música, que lo encauza todo. En resumen, Franken’s Gear es el nacimiento del autómata, el hijo que matará al padre y dominará el mundo.

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Deprive

Hidetoshi Ômori

Deprive es un shônen típico-tópico de cabeza a los pies, pero realizado con un gusto y cuidado exquisitos. Un videoclip musical donde la acción es la protagonista principal. Si en Franken’s Gear el tema a tratar era la creación y el despertar de la máquina, en este Deprive es dotar a esa carcasa del espíritu humano. Así que Hidetoshi Ômori decide recurrir a ilustres clichés para recrearse luego en su expresión. Porque el argumento no tiene nada de particular y lo hemos visto cien veces; es a nivel técnico y artístico que deslumbra y resulta un placer inmenso. Ars gratia artis, señores, los fans de Saint Seiya disfrutaréis como bellacos. Quizá sea el más flojillo de los nueve, a mí es el que menos me agrada; pero consigue en diez minutos sintetizar lo que a muchas series les cuesta contar en todos sus capítulos. Y eso es, como mínimo, una curiosidad. Además no hace perder mucho tiempo.

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Presence

Yasuomi Umetsu

Creo que no es la primera vez que Yasuomi Umetsu aparece por SOnC. Ni será la última, aviso. En este Presence está, sencillamente, sublime. Es el corto más trascendente de Robot Carnival (con permiso de Cloud) y trabaja con ese eterno dilema de lo que es humano y lo que no. Dónde están los límites. Por eso tiene muchísimo de Blade Runner (1982), de hecho el protagonista principal está inspirado claramente en J.F. Sebastian, y su creación tiene un poquito de Pris (pero más de Cindy Lauper y Madonna, jojo). Posee una potente carga simbólica que, ligada a recursos del surrealismo, hace de Presence una obra extraña y mágica, algo cruel también.

Presence es el más largo de los 9 cortos, con 20 minutos de duración. También goza, junto a Strange Tales of Meiji Machine Culture: Westerner’s Invasion, de diálogos entre personajes. Cuenta la historia de un hombre que, sintiéndose poco amado desde la niñez, decide evadirse en la creación de pequeños juguetes mecánicos. Pero su principal obsesión es la construcción de un androide femenino a tamaño real que pueda sustituir la falta de amor de su madre, esposa e hija. Un consuelo. Y por fin, cuando está ya acabada, resulta ser más real, inteligente y humana de lo que le gustaría. Le pide un nombre, le pide afecto porque, como él, también se siente sola. Llevado por el miedo, reacciona con cobardía y la rompe. Solo es una muñeca. Sin embargo, aunque los años se suceden, no puede olvidarla y continúa poblando sus pensamientos.

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Starlight Angel

Hiroyuki Kitazume

Starlight Angel es una fantasía shôjo hecha vídeo musical para la MTV. O lo que era la MTV en esa época, claro: los reyes indiscutibles de la difusión televisiva de la música pop. Ahora es ponzoña. Y estoy siendo amable con lo de ponzoña. Volviendo a lo que nos concierne, este corto no es para romperse la cabeza, se trata simplemente de entretenimiento inofensivo sobre el mal de amores durante la adolescencia; y cómo nuestros amigos los robots pueden consolar los tiernos corazones de ciertas damiselas. Y que de repente aparezca un Mazinger Z malísimo de la muerte por ahí o que todos se echen a volar rodeados de estrellitas, solo son coyunturas de la libertad creativa.

Bromas aparte, quizá sea junto a Deprive el menos sustancioso de los cortos en Robot Carnival. Aun así, esa ingenuidad que busca la catarsis de la protagonista en un parque de atracciones temático, es de lo más deliciosamente frívolo que podréis encontrar en mucho tiempo. ¡Ah, los ochenta, qué maravilla de la horterada y la veleidad! Starlight Angel es miel sobre hojuelas, en la actualidad a nadie se le ocurriría invertir dinero en algo así. Tan insustancial, absurdo y bonito.

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Cloud

Manabu Ôhashi

Y de la comercialidad coqueta de Starlight Angel, a la experimentación de tintes filosóficos de Cloud. No hay que buscar los dilemas fuera, se encuentran en el interior. ¿Y si el hombre fuera en realidad un robot? Un robot que pasa por la vida atrapado bajo las nubes de un mundo incomprensible y cruel; sujeto a la niebla de sus propios pensamientos. Siguiendo un camino predeterminado, con pasos mecánicos, sin atreverse a alzar la vista. Cloud es la alegoría que plasma todo esto, y muestra que solo la luz es capaz de dispersar esas tinieblas, que detrás de ellas se encuentra el sol. Solo así es posible dejar de ser un autómata y recuperar la humanidad.

Manabu Ôhashi, que se oculta bajo el seudónimo de Mao Lamdo en Robot Carnival, se dejó imbuir por el espíritu de los tebeos para crear un arte monócromo y de muy variadas texturas. Como si fuera un dibujo a lápiz o al carboncillo, mezcló estilos con gran plasticidad. Las luces, las sombras están muy bien trabajadas; y la música juega un papel fundamental, pues marca un compás deliberadamente lento que acentúa su atmósfera de ensueño. Cloud no es para todo el mundo, aunque resulte ser de lo mejor de Carnival Robot.

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Strange Tales of Meiji Machine Culture: Westerner’s Invasion

Hiroyuki Kitakubo

Mecha steampunk en la era Meiji. OUHYEAH! Una autoparodia desternillante, sin duda el más divertido y espectacular de los cortos de Robot Carnival. Se ríe de multitud de estereotipos y prejuicios: el villano demente extranjero (y feo, muy feo) que quiere conquistar Japón, el nacionalismo rancio y orgullo patrio que salvarán el país (banzai!), un elenco de personajes caricaturizados al máximo, duelo al sol entre dos robots gigantes, destrucción gratuita por doquier, etc. Resumen: una comedia excelente.

No hay mucho más que decir sobre Strange Tales of Meiji Machine Culture: Westerner’s Invasion porque el argumento es sencillo, lo mejor es disfrutar de su demencia y esa estupendísima animación. Los diseños de los autómatas, así como la ambientación general y los personajes presumen de un cuidado ultrameticuloso. Me recuerdan a los bocetos de Sherlock Hound. Y no, no estoy obsesionada con ese anime (bueno, un poco, fue mi amor infantil). Y eso, que es un poco Miyazaki todo me parece a mí, y me parece también genial. La verdad es que Hiroyuki Kitakubo hizo una labor soberbia, un 10 para él.

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Chicken Man and Red Neck

Takashi Nakamura

Chicken Man and Red Neck toca la peliaguda cuestión de la rebelión de las máquinas. Y Takashi Nakamura decidió optar, muy sabiamente, por una vertiente clasicota. Es un corto que le debe lo indecible a Osamu Tezuka (y, por ende, a Disney), pero también asoman sus cabecitas el maligno director escolar de The Wall (1979) o un infierno tecnificado al estilo del Bosco. Refleja el horror industrial de forma asfixiante. Esta pieza muestra una ciudad que, durante la noche, ha sido tomada por máquinas que se reproducen sin cesar, como un virus. Una civilización monstruosa en la que el ser humano no tiene posición, pues ha sido arrebatada por las máquinas en su función: destruir. Solo un sararîman borracho es testigo de la hecatombe que se cierne, e intenta huir del lugar. ¿Qué ocurrirá? Chicken Man and Red Neck es trepidante, no da tregua; y tiene un desenlace muy a lo Tezuka, así que no decepciona.

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Cada corto de esta antología se aproxima al mundo de la robótica desde una perspectiva diferente. Todos intentan aportar su granito de originalidad, aunque algunos dependan más que otros de ese arte magnífico que comparten. Mis favoritos son Strange Tales of Meiji Machine Culture: Westerner’s Invasion y Presence, aunque Starlight Angel y Cloud también me gustan bastante. ¿Cuáles son los vuestros? Si os apetece echarles un vistazo (que lo merecen, por otro lado) y tenéis el día benévolo, podéis dejar un comentario por ahí abajo. ¡Gracias! Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

literatura, manga, música

Gymnopédies: gimnasia del corazón

Llevo una temporadita leyendo mucho manga en vez de diversificarme un poco más. Tengo varios libros aparcados y también unos cuantos anime a medias. Salvo material de temporada, he dado un parón seco en todo lo demás; y me encuentro devorando tebeo japonés non-stop. Son épocas caprichosas. Me da por ahí, sin más, tampoco me pregunto la razón. Sucede y me dejo llevar. Por eso es probable que las próximas entradas estén dedicadas exclusivamente al mundo del manga. Hasta que el arrebato se calme, imagino.

Hoy tengo planeado escribir una reseña en la que voy a tener la oportunidad de mezclar dos temas que me encantan: el cómic y la música. Se trata de un manga cortito, consta solo de 6 episodios, llamado Prologue: Gymnopédies (2012). Y más que un tebeo, se trata de un proyecto ambicioso que abarca, además de la experiencia visual del cómic, la musical. Según los propios creadores Mieru Record with Otowa, es una experiencia sinestésica donde «se escucha un libro» y «se lee la música». La mejor manera de que entendáis todo esto es viendo el siguiente vídeo.

A mí estas cositas tan poco prácticas, con tan escasa salida comercial pero taaaan hermosas e insólitas, me enamoran en cuestión de nanosegundos. El que haya tenido una cajita de música de este tipo alguna vez, seguro que conoce esa sensación mágica, casi como de estar en un mundo diminuto y encantado, al girar su manivela y ponerla en funcionamiento. Con sumo cuidado y en silencio. Y si a eso le unimos leer un manga al mismo tiempo, tenemos una joya de la inutilidad y la belleza más absolutas. Perfecto para mí y para todas esas personas con alma de duendecillo que todavía quedamos pululando por la tierra. Si viviera en Japón me habría hecho con estas preciosidades, pero respirando justo en el otro extremo de Eurasia resulta un pelín complicado… porque además no soy rica (más bien al puto revés). Aunque parece que la edición de Prologue: Gymnopédies es algo más sofisticada por lo que aparece en la web. Por supuesto, he tenido que conformarme con leerlo mediante scanlations y sin la música simple y cristalina de la cajita, que seguro las piezas de Satie ganan nuevos matices de esa forma. No lo he mencionado antes, pero imagino que sabréis qué son las Gymnopédies (1888) y quién fue su autor, Erik Satie (1866-1925).

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Satie y Picabia en el cortometraje dadá Entr’act (1924) de René Clair

Si empiezo a desembuchar sobre Satie, creo que puedo morir perfectamente sobre el teclado (y vosotros también) tras escribir un gúgoltriplex de palabras, palabras y más palabras. Pero a modo de resumen, Erik Satie es el alfa y el omega de la música moderna. Podéis pensar, muy razonablemente, que estoy borracha o drogada por soltar tremenda sentencia… y en otro momento quizá hubierais tenido razón. No obstante, justo ahora no me encuentro ebria. Satie fue chispa y precursor de importantes movimientos musicales desarrollados durante el s. XX y que todavía continúan vigentes, como el minimalismo, el ambient o el jazz. Fue un hombre bastante extraño al que me habría encantado conocer, su vida estuvo plagada de anécdotas y experiencias que bien merecerían una película. A pesar de tener el apoyo de sus amigos Debussy y Ravel, sus obras no gozaron del favor popular. Pero él siempre siguió su senda, disfuncional, pero SU senda. Fue a posteriori que se reconoció su legado. Estuvo muy vinculado además con el avant-garde, en concreto con el dadaísmo, surrealismo y cubismo. Él mismo deseaba romper con el academicismo y buscar nuevas formas de expresión: armonía no triádica, bitonalidad, politonalidad, uso de nuevas escalas… y todo con una fuerte impronta de música medieval. Fue algo revolucionario. Quizá las Gymnopédies no sean el ejemplo más claro de esa ruptura; aunque detrás de sus melodías delicadas y repetitivas encontramos esa mecánica sin aparente forma que tan incomprensible resultaba a algunos de sus contemporáneos.

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Debussy y Satie

Las Gymnopédies son, junto a las Gnossiennes, las obras más célebres del compositor. En específico la Gymnopédie nº 1 es un hipermegahitdelinfiernosatanás que todo el mundo, hasta el emperador galáctico de los cenutrios, ha escuchado una vez en su vida. Y la reconoce. Su dispersión en el mundo de la cultura popular (cine, videojuegos, música pop, series de TV…) ha sido fabulosa; y el mundo del anime no ha sido una excepción tampoco. Ni mucho menos.

Lo primero que llama la atención de estas tres piezas es el nombre. ¿Gymnoqué? En el s. XIX en Francia tampoco sabían qué carajo significaba, salvo los que hubieran tenido una mínima formación clásica, por supuesto. Muchos pensaron que se trataba de un neologismo que el excéntrico músico había inventado. Pero las gimnopedias habían existido. En la Hélade, concretamente entre lacedemonios… this is Sparta! Dejando atrás las coñas marineras, eran unas festividades de índole bélica donde participaban danzando desnudos (γυμνός) los jóvenes (παῖς), de ahí γυμνοπαιδίαι o gimnopedia. ¿Se inspiró en ellas Satie para componerlas? Pues hay un debate encendido sobre el tema, no se sabe muy bien de dónde sacó el nombre y por qué lo escogió. Además, añadiendo las rarezas congénitas de Satie, resulta complicado llegar a una conclusión. Hay diversas teorías, no obstante, que las relacionan con la Salambó (1862) de Flaubert, el poema Les Antiques de Contamine de Latour o con una broma que le quiso gastar el compositor al dueño de Le Chat Noir, Rodolphe Salis. Satie no era un músico famoso, así que para impresionar y a la vez burlarse de Salis, se hizo presentar como «Erik Satie, gimnopedista». Salis reaccionó primero desconcertado y luego respondió: «Vaya, esa sí que es una profesión importante».

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Nunca pierdo ocasión de plantar a Isis en el blog, aunque sea mediante una foto de mierda hecha con un móvil de mierda. Sobre su lomo, «Salambó» y «La madre de los monstruos» de Maupassant. Os recomiendo ambos, btw.

Pero regresando a las propias Gymnopédies, los nombres de las piezas son:

  • Gymnopédie n.º 1: Lent et douloureux
  • Gymnopédie n.º 2: Lent et triste
  • Gymnopédie n.º 3: Lent et grave

Y sí, son lentas. Y dolorosas, tristes, serias. Pero muy bellas. No son la obra más característica de Satie, pero sí la más famosa. En ella encontramos las primeras patadas de pura rebeldía a la música convencional de su tiempo. Escondidas tras la elegancia mística de su melodía, resuenan disonancias que son como arritmias en el corazón.

Las Trois Gymnopédies han servido de inspiración y leitmotiv a este manga coordinado por el artista Yuta Kayashima. Son seis relatos cortos e independientes, cada uno realizado por un autor distinto. Salvo Murai, de la que escribí un poco en la entrada de Alenzyas, no conocía a ninguno. Son todos mangakas jóvenes, dando sus primeros pasos en el mundo editorial, algunos de ellos trabajando en sus propios webcomics. Y potencial tienen. Sus nombres: Miyû Sekine, Yûri Mikami, Natsujikei Miyazaki y Yosomachi.

La libertad creativa es total, o eso se desprende tras leerlo mientras se escuchan las Gymnopédies (requisito imprescindible, por cierto). Por eso no esperéis un cómic al uso. Como la misma obra musical de la que surge, la ensoñación y el surrealismo acaparan su espíritu. Y el compás lánguido de Satie es el que moldea las viñetas, donde la violencia puede golpear de improviso o la exuberancia brotar como una explosión repentina de confeti en el aire. Imaginación al poder. Las historias son extremadamente simples, dirigidas a evocar, a sugerir emociones más que a transmitir información; y cada una de ellas posee un estilo muy diferente.

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«A night absent of return» de Murai

De los seis el que más me ha gustado ha sido Déjà vu de Mikami Yûri. Me ha recordado muchísimo a Seiichi Hayashi pero con una delicadeza más cercana a artistas europeos como Jean Cocteau o Servais. Su cuento es de una simplicidad y gracia que me han conquistado por completo. Juega con la nostalgia, la fragilidad de la memoria y la esperanza. A night absent of return de Murai también me ha parecido interesante, trabaja con esa pareja desigual que la autora suele prodigar en sus obras. El arte de esta señora es un primor, por cierto, con un estilo muy peculiar. A certain student, Gymnopédies de Natsujikei Miyazaki es vistoso y quizá el más cercano para el público joven. Es una maravilla seguirlo con la música de Satie, gana muchísimo. For a quiet night’s sleep de Yosomachi es un slice of life a lo Jirô Taniguchi encantador, con un dibujo minucioso y tradicional. Preciosos detalles. Gentle water de Kayashima Yuta quizá sea el que más soso me ha parecido de todos, aun así es una bonita alegoría de reminiscencias psicodélicas muy dinámica. Y, finalmente, Slowly, as if in pain de Miyû Sekine resulta divertido y sagaz, muy cerebral. No se pierde en las nubes de la mente, sino que de manera lúcida, incluso un poquito mordaz, se recrea en conceptos esenciales de la vida. Me ha parecido la historia más Satie de todas.

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«Déjà vu» de Mikami Yûri.

Prologue: Gymnopédies es un experimento curioso que bien merece un rato de vuestro tiempo. Como son disparos directos al kokoro, no requieren gran esfuerzo intelectual, solo buscar un momento de soledad, calma y dejarse llevar tanto por los cuentos como por la música (vuelvo a insistir en que es indispensable leer este manga con Satie). La suave melancolía que planea por cada uno de ellos es tierna pero no edulcorada, de hecho se respira una crueldad de baja intensidad en alguno de los capítulos que aporta un sabor agridulce perfecto. Es un manga pleno de sutilezas pero que no se anda por las ramas a la hora de estrujar el estómago. ¿Lo recomiendo? Desde luego, aunque Prologue: Gymnopédies no es ni One Piece ni Bokura ga Ita. Todos mis respetos hacia ellos, pero este manga es de urdimbre más tenue, lo que puede resultar insípido para algunos paladares. Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

cortometrajes, marionetas, Tránsitos

Tránsito IX: Lacónicos maravillosos

Para este noveno Tránsito he querido fusionar dos secciones. La que nos concierne por época del año y la dedicada a cortometrajes, los Lacónicos. Así que he seleccionado 5 relacionados con lo maravilloso, el terror o lo sobrenatural. No los he meditado mucho, pero sí he procurado que fueran diferentes entre sí para aportar más variedad dentro de la temática. Los 5 me parecen curiosos, cada uno a su manera; y ofrecen una visión diacrónica bastante interesante de las múltiples facetas que posee la animación japonesa, sobre todo en la escena independiente.

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Es una lástima que no podamos acceder a material de Tadanari Okamoto (1932-1990) con la misma facilidad que tenemos con otros creadores. Okamoto-sensei siempre será uno de los máximos referentes en animación independiente; y siempre procuró no repetir ni técnicas ni motivos ni métodos. Con él cualquier cosa era posible. Por eso no he querido dejar pasar la oportunidad de incluirlo en esta lista, aunque el corto en sí solo tenga de sobrenatural el personaje del kitsune. Me da igual. Lo meto porque sí y porque me sale del coño. Además el que también fue gran amigo suyo, Kihachirô Kawamoto, tuvo su espacio en los Tránsitos del año pasado. Okamoto no podía ser menos.

Okon Jôruri o La balada mágica (1982) de Tadanari Okamoto es requetefeténdelosfetenes. Una historia sobre la soledad de la vejez y la enfermedad. Pero ante todo sobre el egoísmo humano. Okon es un kitsune que con sus jôruri es capaz de sanar. Un jôruri es una pieza musical que hace especial énfasis en la historia narrada más que en su música. Se interpreta con un shamisen, que es el que utiliza Okon bajo la atenta mirada de una anciana campesina, Itako, postrada en cama. Los dos se hacen amigos pero, como muy bien nos ha hecho notar a lo largo de los siglos el folclore japonés, yôkai y humanos no pueden mantener una relación saludable. Tristeza nâo tem fim, pivetes.

Okamoto utiliza sobre todo el stop-motion y el papel maché para desarrollar Okon Jôruri, pero también de forma imaginativa intercala animación tradicional. Asimismo incorpora abundantes elementos del kabuki, que brindan más profundidad dramática. Es un cuento triste y muy conmovedor, fijo que os hará derramar alguna lagrimita.

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Los amantes del escritor Howard Phillips Lovecraft ya estamos habituados a que sus adaptaciones, sean en el medio que sean, resulten digamos que… un poquito estrafalarias. Eso siendo amable. Hay excepciones, claro, pero hasta donde yo sé, sus relatos no han tenido todavía una película, una animación, un corto o un tebeo dignos de su transcendencia. Otro tema es la capacidad que ha tenido la obra de este escritor para inspirar a otros artistas a lo largo de las décadas. Me encanta El joven Lovecraft, por ejemplo, pero las adaptaciones en sí suelen ser irregulares. ¿Es el caso de este El horror de Dunwich y otras historias (2007) de Ryo Shinagawa? Pues un poco sí… pero no. Japón funciona a una frecuencia bastante distinta de Occidente; y la influencia de Lovecraft se ha dejado notar de muy bizarras e interesantes formas. Ya solo por eso la obra de Shinagawa merece un vistacillo.

Se trata de una colección de 3 cortometrajes basados en los cuentos El grabado en la casa (1920), El horror de Dunwich (1928) y La ceremonia (1923). Utiliza un stop-motion de arte decadente, muy lovecraftiano he de decir, pero de ricos y desgarbados detalles. El primero tiene todavía una fuerte impronta de Edgar Allan Poe; el segundo es uno de los celebérrimos del ciclo clásico de los Mitos de Cthulhu; y el tercero rinde homenaje a Arthur Machen. Amo sobre todas las cosas a Machen, ¿lo había dicho alguna vez? Pues me repito: Arthur Machen es M-A-R-A-V-I-L-L-O-S-O. Volviendo al turrón, son tres adaptaciones bastante respetuosas con los originales. Les faltan, por supuesto, los millones de matices y pormenores de los relatos, pero son cortos decentes.

Shinagawa quiso otorgarles un compás lento, solemne; con planos muy estáticos donde el movimiento lo aportan la cámara o diversos elementos inanimados (la llama de una vela, el agua de la lluvia, el viento agitando cortinas, etc). Las marionetas permanecen inmóviles gran parte del tiempo, y sus expresiones varían bastante poco. Salvo en La ceremonia, los grises y tonos apagados son los predominantes; lo que unido a su ritmo pausado resulta perfecto para ambientar esos parajes fantasmagóricos de la Nueva Inglaterra de Lovecraft. Si no se conoce nada la obra del escritor, en mi opinión no son la tarjeta de presentación más adecuada. Sin embargo, para los fans seguro resultarán tres delicias entrañables.

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Kumo wo Miteitara o Mirando una nube (2005) de Naoyuki Tsuji es sin duda el corto más extraño de los 5. Forma parte de una trilogía que Tsuji-sensei dedicó a las nubes, 3tsu no Kumo, siendo el segundo de ellos. En el vídeo adjunto empieza a partir del minuto 3 y 40 segundos. Como la mayoría de la obra de este autor, el corto está realizado en carboncillo y es de ejecución muy simple. El argumento lo es más: un muchacho observa desde la ventana de su clase las nubes en el cielo, y aburrido decide dibujar una en su cuaderno. Lo que no espera es que su garabato cobre vida y salga del papel, invadiendo el mundo real, absorbiendo todo lo que le rodea. ¡Pánico en el colegio!

Mirando una nube encierra la esencia de las pesadillas. De ritmo lento pero inexorable, con una singularidad onírica, espectral, que Tsuji-sensei sabe marcar muy bien mediante borrones difuminados. El tiempo fluye como una enorme baba densa y sucia, arrastrando el pasado. Mención especial para la música de Makiko Takanashi, de una sencillez extrema también pero hipnótica. Me ha gustado mucho. No obstante me refiero a la que aparece en el DVD, en youtube no es la misma. De hecho la que tenéis aquí solo son efectos sonoros sin apenas melodía. Una lástima, porque ese bajo en obstinato y el lento arrastre de la púa contra las cuerdas otorgan un ambiente escalofriante. Muy logrado, sí señor.

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Se trata de un videoclip para el proyecto vocaloid Sasanomaly (Nekobolo es el capitán en realidad) del que no puedo decir nada bueno, así que mejor me callo. No me gusta su música, sin más. Y sí, me salto el OP de Natsume, como hago con el 99,9% de ellos, QUÉ PASA. La canción en sí cuenta de manera metafórica los problemas para expresar los sentimientos y emociones personales; también la ausencia de algunos, la confusión que provocan y la necesidad de aparentar. Nada nuevo bajo el sol de la hiper-reprimida (cada vez menos) sociedad japonesa. El vídeo se centra en la persecución amorosa de un hombre hacia una mujer, ambos se metamorfosean continuamente. Una para huir, otro para llegar hasta ella. El típico amor no correspondido desde la perspectiva masculina, la trampa de la vida que es el enamoramiento. ¿Qué sucederá al final? El clip también lo muestra, y su conclusión es pesimista y ambigua al mismo tiempo.

Lo que en realidad me entusiasma de The Synesthesia Ghost (2015) de Atsushi Makino es el concepto de mezclar distintas formas de animación e imagen en movimiento: taumatropos, cutouts, fenaquistiscopios, marionetas articuladas, flip books, animación con siluetas, libros pop-up, CGI, imagen real… Desde lo más antiguo hasta lo contemporáneo, pero guardando una estética vintage casi steampunk muy curiosa. Lo más importante del conjunto de la obra sin duda. Solo por eso merece la pena verlo, porque es precioso.

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Y cerramos, tal como hemos abierto estos Tránsitos, con una criatura del folclore japonés. Esta vez acudimos a nuestros traviesos amigos los tanuki, que tienen una habilidad similar a los kitsune: metamorfosearse (henge). Es el corto más antiguo de los recomendados y no por ello el menos atractivo. La década de los años 30 del s. XX suena muy, muy remota, ¿se hacía algo bueno entonces? Pues sí, amiguitos, se hacían muchas cosas buenas. Entre ellas este Shôjôji no Tanuki-bayashi Ban Danemon (1935) de Yoshitarô Kataoka.

El cortometraje ahonda sus raíces en la historia y fábulas clásicas japonesas para llevar a cabo su argumento. El protagonista es, nada más y nada menos, que el general samurái Ban Dan’emon (1567-1615); y se ve inmerso en uno de esos fenómenos sobrenaturales que tanto abundan en las noches de Japón: el tanuki-bayashi. ¿En qué consiste el tanuki-bayashi? Pues tendréis que ver el cortometraje para saberlo, aunque el argumento es harto humilde. Nuestro campeón y borrachín Ban Dan’emon acepta el reto de vencer al bakemono que mantiene encantado un castillo, pero solo porque esos 1000 ryô de la recompensa le vendrán de perlas para conseguir sake. Nada más entrar, el ambiente fantasmal es bastante patente, pero a Ban Dan’emon, que no es solo un fanfarrón, le resbala. Atrapada en una enorme tela de araña, se encuentra una insinuante damisela a la que rescatará, pero ella no es lo que parece…

Como es de prever, tiene mucho de Félix el gato  y todas esas creaciones tan estupendas de Max Fleischer. Eran los referentes inmediatos de Yoshitarô Kataoka, ineludibles. La caricaturización, el humor grueso, la fantasía desmedida, etc.; aunque técnicamente utiliza recursos bastante avanzados y llamativos para la época. Shôjôji no Tanuki-bayashi Ban Danemon es una pieza de museo merecedora de nuestra atención, pues tiene un par de ases en la manga que continúan sorprendiendo incluso ahora.

Espero que disfrutéis de estos pequeños tesoros. He preferido no alargarme mucho para no daros la chapa como de costumbre. A veces puedo ser breve, ¿eh? Si surge algún problema con la reproducción de los enlaces, avisadme en comentarios, por favor. Buenos días, buenas tardes, buenas noches.