Tránsitos

Tránsito XV: Bloodthirsty

Bueno, ya estamos definitivamente de regreso, y no se me ocurre una manera mejor que reengancharme con mi sección favorita de SOnC: mis amados Tránsitos. Porque el terror, el misterio y la truculencia son pura vida, camaradas otacos. Y después de unos meses bastante durillos, no puedo imaginar un retorno al hogar más estimulante que con una banda sonora de gritos desgarrados, tétricos clavicordios y carcajadas malvadas.  Porque eso es lo que vais a encontrar a continuación.

Ha sido reconfortante sumergirme en las cenagosas aguas de esta trilogía clásica del terror de Tôhô: Bloodthirsty. Completamente desfasada, esa es una de sus numerosas virtudes, sobre todo para aquellos que seáis fans del terror gótico más kitsch de la británica Hammer. Esta trilogía abominable está conformada por The Vampire Doll (1970), Lake of Dracula (1971) y Evil of Dracula (1974), las tres dirigidas por Michio Yamamoto con guion de Ei Ogawa. Y no, no tienen nada que ver entre sí, salvo por la temática vampírica y una macabra ambientación occidental.

Cuando los japoneses hacen suyo el legado cultural occidental, suelen suceder cosas bastante curiosas. Y si se trata ya del universo del terror, los resultados pueden parecer chocantes como poco. Al menos desde la perspectiva de esta parte del mundo. Y es que en Cipango han metabolizado nuestro pop para crear algo con vida y personalidad propias, nada que ver con nuestros amagos de turista a la hora de abordar Oriente, que suelen cebarse en un exotismo que roza la parodia. Japón nos ha asimilado bastante mejor, y los hijos de esa tremebunda digestión poseen ADN tanto oriental como occidental. Y una de esos innumerables vástagos es la trilogía que hoy nos compete: se trata de una quimera, un monstruo de Frakenstein donde las piezas del horror clásico gótico y del folclore japonés se han ensamblado con toda la ingenuidad que emana de una criatura recién nacida.

Así que lo primero que se debe tener en cuenta a la hora de visionar las obras que conforman Bloodthirsty es que son retoños de su tiempo, y que poseen todos sus encantadores defectos. Son el esfuerzo que realizó Tôhô por responder a la desbandada que se estaba produciendo en las salas de cine: la televisión drenaba sus espectadores. Daiei Films se declaró en bancarrota en 1971, así que Tôhô dio un paso adelante intentando ocupar su espacio en el terror. El enorme éxito taquillero de la Hammer era indudable, y otros países como España, Italia, México o Francia también se habían lanzado a crear sus propios films del mismo pelaje, por lo que Japón no iba a ser menos.  Y Bloodthirsty fue la visión del tándem Yamamoto-Ogawa del relato clásico de terror europeo. Toda una rareza, pues el experimento no se volvería a repetir hasta bastantes años después; aun así, su influencia es notoria en el posterior estallido del J-horror de los 90-2000s. Por eso debemos recordar que Bloodthirsty no es Netflix ni HBO, amiguitos, es otra cosa. Pertenece a otros tiempos, y su simplicidad forma parte de su fortaleza.

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¿Por qué despiertan, no obstante, cierto interés entre cinéfilos estas tres películas? Por la figura del vampiro. Japón es un país con un rico folclore en monstruos y demonios, fantasmas y espíritus vengativos. Los yôkai, yûrei y demás criaturas sobrenaturales se pasean con tranquilidad por las historias y vivencias de Cipango, con una carga de realidad que no poseemos en Occidente. Sin embargo, carecen del clásico vampiro o kyûketsuki, como lo llaman ahí. Lo han adoptado. Cierto que en su mitología existen criaturas con algunas características de los chupasangres, pero no son vampiros. Para Japón el vampiro es un fenómeno netamente extranjero, y es algo que, por cierto, queda una y otra vez recalcado en los tres films. Bloodthirsty es una especie de anomalía que despierta curiosidad no por su calidad, que es mediana, sino por su original forma de acondicionar el mito del nosferatu.

¿Fue esta la primera vez que se llevó a las pantallas de cine niponas al demonio hematófago por excelencia? Por supuesto que no, ese honor le pertenece a Onna kyûketsuki o Lady Vampire (1959), de Nobuo Nakagawa; aunque otros opinan que fue Kyûketsuga o Vampire moth (1956), del mismo director. Después se produjo un enorme vacío hasta la llegada de nuestros protagonistas de hoy; y de nuevo silencio absoluto hasta los años 90 (sin contar obras de animación como Vampire Hunter D, claro). De ahí la singularidad de Bloodthirsty en la historia del cine nipón aunque, por supuesto, su interés va mucho más allá.

Se trata de un trío de films que tienen lugar en un escenario contemporáneo, donde la modernidad y el terror decimonónico colisionan, en el que lo urbano y lo rural se enfrentan, donde superstición y racionalidad se encuentran y hacen las paces. Así que no solo las influencias de Terence Fisher o Roger Corman son evidentes con su regusto gótico; sino que hallamos con inusitada fuerza al Conde Yorga, vampiro (1970) de Bob Kelljan, incluso a nuestro entrañable Paul Naschy, al lujurioso Jean Rollin o Mario Bava. ¿Percibís cierto aroma a serie B? Es que Bloodthirsty es pura serie B. A pesar de Tôhô. Ya sabéis lo que hay.

The Vampire Doll (1970), también conocida como The night of the vampire, The Legacy of Dracula o Yûreiyashiki no Kyôfu: Chi o suu ningyô (algo así como «la muñeca sedienta de sangre de la casa encantada del terror»), es desde mi punto de vista, la más extraña y mejor construida de la trilogía. También la más sencilla, con una atmósfera onírica inquietante, hipnótica. Y no aparecen vampiros. Al menos no desde una perspectiva tradicional. Entonces, ¿a qué vienen esos títulos? Lo desconozco. Desde luego, el que más se ajusta a la obra es, como no podía ser de otra forma, el original japonés. The Vampire Doll tiene mucho de Edgar Allan Poe, de la claustrofobia de Psicosis (1960) y los recursos del horror occidental; sin embargo, cuenta una historia muy del gusto nipón. Impredecible pero trágica, con el melodrama a flor de piel.

Kazuhiko Sagawa hace bastante que no ve a su prometida por cuestiones de trabajo, por lo que decide ir a visitarla a su casa, una antigua mansión victoriana entre los bosques, apartada del mundo. Pero cuando llega ahí, descubre con estupor que ha fallecido en un accidente. Su madre, la señora Nonomura, una mujer taciturna y de mirada perdida, no le da demasiados detalles, pero lo invita a pasar la noche en la casa. Pasada una semana, la hermana de Kazuhiko, Keiko, está preocupada porque no tiene noticias de él. Convencida de que le ha pasado algo, decide acudir a la ominosa mansión acompañada de su novio, Hiroshi. Lo que en un principio parece un enigma sobre personas desaparecidas va creciendo hasta convertirse en algo inimaginable.

The Vampire Doll es una película corta, de apenas 70 minutos. Y sorprende que en tan poco tiempo sea capaz de narrar una historia tan sencilla pero con un desarrollo tan inesperado. Y aunque los medios no son espectaculares, la dirección de Yamamoto es rotunda y valiente. Por supuesto, el papel de los actores es esencial, y pese a que los personajes no son de gran complejidad, destaca la fabulosa interpretación de Kayo Matsuo como Keiko. Tanto en The Vampire Doll como en Lake of Dracula son mujeres las que llevan la mayor parte del peso de la película, y eso es de agradecer entre las habituales scream queens de la época, cuya iniciativa podría compararse al de un saco de patatas.

The Vampire Doll tiene cierta cualidad etérea que puede despistar al espectador occidental, porque entre la imaginería propia de la británica Hammer y sus clichés, se desliza un cuento de terror japonés, un clásico kaidan. Y para amenizar la historia, nada mejor que la banda sonora minimalista-gótico-yeyé de Riichirô Manabe, que tiene la virtud tanto de irritar hasta el infinito como de poner los pelos de punta. Esos clavicordios medio desafinados, que suenan como si los hubieran arrojado por unas escaleras abajo, son para no olvidarlos jamás; y brotan por doquier en cualquiera de las tres películas de Bloodthirsty, pues Manabe fue el compositor principal de todas ellas.

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Y tras el éxito que supuso The Vampire Doll, Yamamoto dirigió al año siguiente The lake of Dracula (1971), también conocida como Lake of Death, Japula, Dracula’s lust for blood o Noroi no yakata – Chi o suu me (algo así como «la mansión maldita: ojos sedientos de sangre»). Para ello contó con el elenco de secundarios de la película anterior y con Ei Ogawa al guion.  Y aquí, ¡por fin!, aparece un vampiro con toda la parafernalia: capa, ataúd, estacas de madera, colmillos, ojos inyectados en sangre, etc. Eso sí, sin acudir en ningún instante a elementos religiosos. Es Shin Kishida el que interpretará a un monstruo brutal, de poderes mesmerizantes y mirada salvaje que no articulará palabra hasta el final de la película. De nuevo la que impulsa la narración es el personaje femenino de Akiko, interpretado por Midori Fujita.

Akiko tuvo a los cinco años una vívida pesadilla que la ha perseguido hasta la edad adulta. Por eso, ya establecida en una casita junto al lago Fujimi con su hermana pequeña, decide exorcizar sus demonios pintando cuadros. Allí trabaja como la maestra del pueblo con tranquilidad, aunque la llegada de un extraño cargamento a la aldea empezará a viciar la atmósfera. Akiko, muy aprensiva, decide comentar sus inquietudes a su novio, Saeki, médico de un hospital cercano. Al principio intenta consolarla quitándole hierro al asunto, pero la llegada de una muchacha de la villa medio desangrada y catatónica a la clínica le hará cambiar de opinión.

Lake of Dracula tiene de provecho ese interés por el psicoanálisis que le otorga a la protagonista un fondo más redondo de lo esperado (aunque tampoco es para lanzar cohetes, ojo). La protagonista femenina representa el inconsciente, el pasado, las emociones; su novio, la racionalidad, el presente y la lógica. Un binomio bastante común en las películas de terror, pero que en este film se solventa de una forma fluida, sin conflicto. De hecho, la presencia de gore es prácticamente inexistente. Resulta meridiana la influencia del Dracula (1897) de Stoker, así como del culebrón gótico televisivo Dark Shadows, que ese mismo año finalizaría su emisión tras seis años en la ABC.

Resumiendo, Lake of Dracula es la historia de un trauma infantil que necesita solventarse al llegar la adultez. Pero, como todo producto típico japonés, hay más cera de la que arde y el melodrama desorbitado hará acto de presencia para explicar, en un desenlace que se precipita como un tobogán, una historia de demonios extranjeros y maldiciones familiares. Vale, tenéis razón, las peleas son ridículas, el recurso de los pájaros es más una caricatura que otra cosa y las caídas… ¡ay, esas caídas!  Es difícil reprimir la risa. Pero nadie dijo que esta trilogía no fuese de una candidez absurda.

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Evil of Dracula (1974) o Chi o suu bara (algo así como «la rosa sedienta de sangre») es el film que cierra la trilogía de Bloodthirsty. Es la más ambiciosa de las tres, la más compleja argumentalmente y que más personajes incorpora. Sin embargo, resulta la más floja también. Aquí además los personajes femeninos ceden su espacio a los masculinos, convirtiéndose en meros satélites sin ningún tipo de dinamismo ni capacidad de decisión. Sus preocupaciones se restringirán a los asuntos sentimentales, el amor y la belleza. Son el recurso sexual de una película cuyo pulso erótico es notable, sobre todo si lo comparamos con sus predecesoras.

El profesor Shiraki llega a un prestigioso internado femenino a impartir clases de psicología, donde el director, rápidamente, le informa de que pronto tomará su puesto, ya que su salud es frágil y la muerte de su esposa, en un accidente de tráfico, le impiden una dedicación plena. Shiraki se sorprende mucho de este ascenso forzado, pero su asombro irá a más tras sufrir una excepcional pesadilla, y todavía muchísimo más cuando conozca al médico del establecimiento, que lo instruirá sobre una serie de leyendas locales macabras que apuntan a unas misteriosas desapariciones entre las alumnas.

Evil of Dracula remite directamente a Lust for a Vampire (1971) de Jimmy Sangster. Sin más. Su dominio es diáfano. Y la que podría haber sido, por recursos y versatilidad, la mejor de la trilogía, se quedó en una amalgama grotesca en la que profesores recitan a Baudelaire como sonámbulos (concretamente El vampiro y La metamorfosis del vampiro), se realizan transplantes de cara al estilo troglodita y el argumento se embarra en un cieno incomprensible tratando de resultar sofisticado. Y es una pena, porque entre pezón y pezón, la digna interpretación de Toshio Kurosawa pierde su lustre. No obstante, sería injusto proclamar que Evil of Dracula es una bosta, porque la excentricidad japonesa siempre brinda sublimes momentos de poesía y bizarrismo, que en SOnC son bienvenidos con auténtico fervor.

Bloodthirsty es una trilogía solo apta para amantes de Japón y del terror clásico europeo. Una combinación que no se da en demasiadas ocasiones, por lo que su público objetivo es escaso. Si os atrevéis a catarlo, hacedlo con benevolencia. Es un producto entrañable a la vez que toda una rareza en la historia del cine nipón. No esperéis «pasar miedo» porque os sentiréis defraudados; Bloodthirsty es inocencia y chaladura, una trilogía donde los vampiros no son lo que parecen. Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

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Tránsito VII: La Casa

Y tras un fin de semana en el que he masacrado mi salud en pro de la música y el periodismo, creo que me veré capaz, tras haber dormido 19 horas seguidas, de finalizar por fin los Tránsitos con un broche de oro. Un colofón que, como todos los anteriores, importará un carajote al espectador de anime medio. Pero, por supuesto, no es óbice para que tengáis ante vuestros ojos esta estupenda reseña dedicada a una de las deformidades y bizarradas máximas que ha parido el mundo del cine: Hausu (1977). Podéis huir, no os guardaré rencor. Esa X de la esquina derecha os reclama, lo sé. Los imprudentes que decidan ignorar esa llamada, por favor, que me sigan bien agarraditos de la mano sin separarse. Esta película es de miedo. En todos los aspectos.

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Tenía pensado escribir sobre Hideshi Hino y su Panorama Infernal (1982), Death Sweepers de Shô Kitagawa y alguna cosilla más, pero al final el tiempo se me ha echado encima. Los dejaré para más adelante. Imagino. Porque tampoco quiero saturar demasiado el blog con terror. Al menos de forma tan continua.

Y como ya hemos dejado atrás estos días tan macabros, nada mejor que tocar las narices un poco con este remate final. Conforme vayáis leyendo, lo comprenderéis. Hausu no tengo, después de haberla visto tropecientas veces, ni puta idea de cómo clasificarla. Ni siquiera de cómo realizar una reseña en condiciones, os aseguro que es un reto de verdad. Así que comenzaré por lo fácil, que es hablar un poquito de su director, Nobuhiko Ôbayashi, para intentar comprender las razones de la existencia de algo como Hausu.

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Nobuhiko Ôbayashi (1938) no había realizado todavía ningún largometraje hasta Hausu. Pero no era un novato, provenía de la escena de cine experimental de Tokio. Este hombre no fue, ni es, un don nadie, alternaba con gentuza como Takahiko Iimura, Yôko Ono o Genpei Akasegawa. Un artista pionero, también pianista, que trabajó más adelante en comerciales televisivos, donde introdujo innovaciones importantes. De hecho se hizo bastante célebre en el campo de la publicidad, dirigiendo más de 2000 anuncios con estrellas como Catherine Deneuve, Sophia Loren o Charles Bronson. A Ôbayashi le gustaba crear nuevos conceptos y sorprender, y es lo que hizo durante ese tiempo… hasta que Tôhô llamó a su puerta para que trabajara en un producto que respondiera al gigantesco impacto que había supuesto Jaws (1975) de Steven Spielberg. Pero Ôbayashi no era el estadounidense, y tenía otra manera de concebir el terror palomitero. El guion de nuestro amigo no encontró un director dispuesto a llevarlo a cabo así que, a pesar de que Ôbayashi sí quería dirigirlo, tuvo que esperar dos años hasta que Tôhô claudicó. La conclusión del estudio fue que estaban hartos de tirar dinero con películas comprensibles, por lo que ya estaban preparados para el guion completamente incomprensible de Ôbayashi. Todo muy razonable.

(Es Charles Bronson, TENGO que ponerlo)

El argumento de Hausu es de las cosas más trilladas que existen dentro del cine de terror. Cuadrilla de adolescentes incautas que deciden pasar un fin de semana en una casita en el campo. Y esa casa, por supuesto, se halla encantada. Pero claro, topamos con la no poco significativa variable de que es un producto nipón. Y detrás no hay un japonés cualquiera, además. Y que parte del guion lo escribió la hija de 7 años de ese japonés. Un cúmulo de circunstancias que hacen de Hausu, a pesar de su historia más sobada que una barra del metro, un producto extraño y alucinante. No sabes si reír, llorar, cagarte en los muertos de Ôbayashi o indignarte. Es desconcertante a la par que absorbente. Eso sí, obligatorio no tener prejuicios.

El padre de Gorgeous (toma nombre, Oshare en el japonés original) es un famoso compositor de cine que se codea con el mismísimo Ennio Morricone. Tras ocho años viudo, decide volver a casarse con una bella diseñadora de joyas, lo que para Gorgeous resulta una traición a su madre. Enfadada y triste, escribe a su tía para pasar unos días de las vacaciones de verano, junto a su grupo de amigas, en la antigua casa de su mamá en el pequeño pueblo de Satoyama. Mientras redacta la carta, una misteriosa gata blanca aparece en su habitación…

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Cuando están viajando en el tren, Gorgeous, mediante un flashback bastante original, cuenta la historia de su madre y su tía. El amor, la guerra, la bomba atómica… un relato indispensable que explica muchas, muchas cosas de las que suceden. Y que no dejan de tener una raíz muy tradicional; el folclore y budismo japoneses se huelen por todas partes.  Y así, en un entorno idílico que casi da un poco de vergüenza ajena por lo que recuerda a Heidi: Girl of the Alps, nuestras intrépidas y alegres protagonistas llegan al pueblecito. Todas ellas tienen motes, a cada cual más doloroso, que indican el arquetipo que representan: Melody (fanática de la música), Fantasy (miedosa e imaginativa), Kung Fu (valiente y amante de las artes marciales), Sweet (ama de casa perfecta), Mac (solo piensa en comer), Gorgeous (fashion victim vanidosa) y Prof (la inteligente gafotas). Muy pronto, y ya en la casa, el ambiente se percibe enrarecido y la tía de Gorgeous resulta algo extraña (una especie de Miss Havisham). Salvo Fantasy, las jovencitas ignoran todas las «señales» como auténticas zopencas. En realidad todos en el film se comportan como si tuvieran coágulos cerebrales, para qué engañarnos… todos menos la gata. Y Hausu va oscureciendo su registro paulatinamente, sin perder de vista para nada el halo candoroso. Evoluciona con fluidez hasta convertirse en un sindiós con un final muy a la japonesa.

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Existe un trasfondo sentimental bastante potente, lo que le otorga cierto aire de melodrama. En realidad Hausu es una historia de amor, de cómo la melancolía puede convertirte en un verdadero monstruo que devora la vida. Es un relato habitual en el folclore japonés sobre la falta de control en las emociones y deseos, anclando las almas sin permitirles avanzar. Nada nuevo bajo el sol, el corazón humano se pudre.

Tampoco hay que negar que la ingenuidad que destila a veces es insultante. Pero se debe tener en cuenta también que gran parte de los actores no eran profesionales, fueron en su mayoría modelos de publicidad con los que había trabajado Ôbayashi. Todo esto unido a su estrafalario modo de trabajo, transmite sensaciones bastante inesperadas y contradictorias. La mezcla de imagen real con animación es sorprendente y, junto a algunos recursos de tipo cómico, hacen que te plantees si esta película es una genialidad o un adefesio. Pero es la tremenda imaginación que colma la cinta de manera inteligente, la que capitanea y obliga al espectador a no despegar la mirada de la pantalla. Porque, ante todo, Hausu es horriblemente divertida. ¿Se trata de una parodia del género de terror? Sí, indudablemente. Se ríe, en primer lugar, de sí misma. Machaca clichés muy evidentes a los que ahora estamos acostumbrados pero que en los años 70 no lo eran tanto. Debió confundir bastante al personal en su momento, de hecho muchos de los tópicos que aparecen fueron una triunfada en el cine de terror norteamericano posterior de los 80.

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Hausu es enternecedora, por mucha sangre que haya (tampoco tanta), violencia o patadas voladoras. Mezcla todo tipo de efectos (cromas, slow motion, cortinillas…), planos inusuales (holandeses, cenitales, etc), una gama de colores básica muy viva (casi infantil), recursos del pop-art, la psicodelia… y todo sin complejos. Destaca muchísimo esa combinación de Occidente con Japón. El resultado, que ha sido emulado hasta la saciedad, es completamente alienígena. Y a ratos hortera, aunque siempre interesante. Todo este batiburrillo de apariencia incoherente en realidad sigue la lógica de un director que ha trabajado en el avant-garde y el mundo de la publicidad televisiva. Lo que hace Ôbayashi es aplicar su experiencia en esos campos en Hausu, no hay más misterio. Es el resultado lo que deja con el culo torcido. Por momentos se convierte en una orgía visual indescriptible y surrealista pero, ojo, no incomprensible. Hausu es asequible, no está enfocada a un espectador elitista. Su target eran adolescentes.

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Hausu es una película muy fácil de ridiculizar, incluso despreciar. Sobre todo si uno espera ver un producto normal. Y no lo es. De convencional no tiene nada. Lo fácil es criticarla por su candidez argumental, sus efectos especiales deliberadamente chocantes o que la función de provocar miedo no se cumple del todo. Eso sería lo más sencillo, valorarla de manera superficial y desde una óptica contemporánea. Yo tengo serias dudas sobre si considerar este film una mierda absoluta o una obra maestra. No soy una experta… aunque tampoco confío demasiado en la crítica especializada, la verdad. Para mí Hausu es algo sin definición todavía, inenarrable. ¿Me gusta? ¡Oh, sí! ¡Me encanta! Y lo paso muy bien cada vez que la veo, no me cansa ni aburre. Además sale Isis. ¿La recomiendo? Pues depende de la persona, y ya no solo por el género en el que está circunscrito. Hausu es mucho Hausu.

Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

Tránsitos

Tránsito VI: Kitarô, el chico del cementerio

Era inevitable aludir a este icono de la cultura popular japonesa. Kitarô, el chico de un solo ojo. Kitarô, el último de la tribu de los yûrei. Kitarô, el mozuelo nacido en un cementerio que lucha por la paz entre humanos y yôkai.

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Kitarô y su papá en Bomarzo, digo en la puerta del Infierno.

Las encarnaciones que ha tenido han sido múltiples a lo largo de las décadas y en diversos formatos: manga, anime, live-action… Desde finales de los años 50 del s. XX hasta ahora, Kitarô y su macabra troupe han poblado el imaginario colectivo de Japón. Y no es para menos ya que su origen, precisamente, es el folclore, que cristalizó por primera vez en los años 30 mediante los kamishibai callejeros. Pero el responsable directo de su éxito, el creador del Kitarô moderno es Shigeru Mizuki con su GeGeGe no Kitarô. Mizuki, aparte de ser conocido por Kitarô, se ha centrado a lo largo de su trayectoria artística como mangaka en la temática sobrenatural y bélica. Hace unos pocos años, de hecho, recibió el premio Eisner por su obra autobiográfica Sôin Gyokusai Seyo! (1973), basada en sus terribles experiencias durante la II Guerra Mundial en Papúa Nueva Guinea. Un tebeo que, desde ahora, os recomiendo y del que quizá, más adelante, haga reseña. Y aún hay más: este 2015 ha sido galardonado con su segundo Eisner por Showa: A history of Japan, lo que os puede dar una idea de la importancia de este autor no ya solo en Japón, sino en el mundo del cómic general. Con sus 93 años ahí lo tenéis, como un jefazo, dominando el percal.

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A Mizuki le gustan las hamburguesas. Y sí, le falta el brazo izquierdo. Lo perdió durante la guerra.

Pero regresando a Kitarô y su alumbramiento, os comentaba que su ascendencia era claramente popular. Se basa parcialmente en un pequeño cuento del periodo Edo donde un kosodate yûrei o «fantasma que cría un bebé», es el protagonista. Hay diferentes versiones, pero todas ellas provienen, ¡oh, sorpresa!, de China. Los patrones en común narran la historia de una mujer que compra o bolas de arroz o caramelos o sake dulce en cierto puesto callejero. El tendero observa algo sospechoso en ella, por lo que decide seguirla hasta un templo budista donde desaparece. Al día siguiente, el vendedor habla con el monje encargado del templo, contándole su experiencia. Este le explica que hace poco una joven embarazada había muerto allí, y deciden inspeccionar su tumba. Al remover la tierra, encuentran junto al cadáver de la mujer un bebé vivo comiendo caramelos o bolas de arroz.

Con esa raíz, Masami Itô escribió el primer relato con Kitarô de estrella en un kamishibai: Hakaba no Kitarô (1933). Más adelante, y con el permiso de Itô, Shigeru Mizuki que sabía bien de su trabajo, comenzó a construir al Kitarô que ahora conocemos. Lo hizo sobre todo a través del mercado de alquiler de libros, pero era un espacio que, con la llegada de la televisión, tenía los días contados. Ya fue publicando en la Shônen Magazine, a partir de 1964, cuando alcanzó cotas de éxito importantes. Pero al tiempo tuvo que cambiar el nombre. Al patrocinador del momento, Hakaba Kitarô  (hakaba es cementerio) le parecía demasiado tétrico, así que el propio Mizuki rebautizó su obra como GeGeGe no Kitarô.

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Un primigenio Kitarô surge de la tumba de su mamá.

Y es esa primera etapa del manga, cuando todavía se titulaba Hakaba Kitarô, la que vamos a considerar. Más bien su adaptación animada, que tardó en llegar como tal varias décadas. No es que no hubiera habido anime sobre GeGeGe no Kitarô hasta entonces, no penséis que estoy tan chiflada. Existen, si no llevo mal la cuenta, 5 versiones distintas con la presencia ocasional incluso de Isao Takahata (casi nada, colegas) en algunas de ellas. Pero no de Hakaba Kitarô. Y, por fin, en 2008 llegaron 11 episodios producidos por Toei (no huyáis, que os veo) que fueron televisados en noitaminA.

La historia comienza con la llegada de una pareja de yûrei a un vecindario de Tokio. Ellos son los últimos de su clan y se encuentran gravemente enfermos. Mizuki, el vecino al que se presentan, está aterrorizado al descubrir que no son humanos; pero tolera hasta tal grado su presencia, que llega a hacerse cargo de su hijo cuando fallecen. Él sabe muy bien que no es un niño normal y lo teme, aunque a pesar de ello se responsabiliza de él. A partir de ahí, suceden las aventuras de Kitarô acompañado de su padre, que ha permanecido en este mundo a través del globo ocular de su cadáver.

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Padre e hijo

La galería de personajes es muy buena: desde el pequeño psicópata de Kitarô, su padre» el ojo de la sabiduría», el apestoso hanyô de Nezumi Otoko (lo amo, ES LO PEOR), la cantarina Neko-san, Johnny el guitarrista ególatra… hasta el propio Shigeru Mizuki en diversos avatares. Yôkai de todo tipo, hombres lobo, vampiros, mafiosos, el primer ministro de Japón, doppelgängers sin media neurona y muchos más brotan como lindas florecillas en este anime. Uno se encariña paulatinamente de ellos (luego se sufre) porque están muy bien bosquejados, 11 episodios saben a poco. Es un producto original pero asequible, que picotea del romance, el suspense, el terror, el drama y… lo grotesco. Hay para todos los gustos. Eso sí, tiene a veces unos puntazos bastante crueles. Con la comedia negra es lo que toca.

Neko-san huele a rata...
Neko-san huele a rata…

La animación en general me ha gustado mucho. Los colores tirando a sepia, de apariencia aguada junto a un filtro envejecedor, dan un aspecto vintage muy apropiado al espíritu de la serie. Aparecen más técnicas y recursos de manera esporádica, pero todas con la costura tradicional. El que busque grandes efectos o un arte moderno, no los encontrará aquí. Los diseños de los personajes también son anticuados, muy 70-80’s, pero realmente fantásticos. El esfuerzo por lograr una ambientación shôwa ha merecido la pena, por eso mismo es probable que no termine de agradar al consumidor medio de anime actual. Eso sí, la ejecución técnica es impecable y contemporánea, no se puede decir en ningún momento que sea mala. Otra cosa es que el conjunto final luego guste, claro.

Debo reconocer que los openings suelen asquearme por regla general. Una gran mayoría me parecen insoportables, pero esta es una de esas pocas excepciones: me encanta. Que tenga el garbo inconfundible del cómic occidental ya me gana inmediatamente; pero no es solo eso, claro. Es enérgico, divertido y el tema musical, Mononoke Dance de los veteranos Denki Groove, va ni que pintado para su dinámica.

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Conforme la serie avanza, se hace más amena y disparatada. Casi todos son capítulos autoconclusivos pero hilvanados unos con otros. Ese humor negro y absurdo, lleno de truculencias varias, va aumentando poco a poco. Las historias son de aire ingenuo, a veces casi infantil, pero bien guiadas y con bastantes sorpresas. La muerte no respeta a nadie, solo digo eso.

En resumen, es un anime ligero y perfecto para ver durante estas fechas tan propicias para lo macabro. El que conozca el universo de GeGeGe no Kitarô, encontrará algunas diferencias lógicas pero, ante todo, una visión un poco más sobria e indudablemente interesante. El que no, es la forma perfecta de introducirse en él.

Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

cine, largometraje, literatura, Tránsitos

Tránsito V: Cuentos de lluvia y de luna

Creo que todavía no he hecho una entrada dedicada al séptimo arte japonés. Tampoco es que este blog esté enfocado en él, más bien al mundo del manganime; pero como en general escribo sobre todo lo relacionado con Japón que me gusta, aprovecho estos Tránsitos para presentaros una película que encaja perfectamente en ellos. Tranquilos, solo quedan unos días y ya dejaré de lado lo macabro por un rato. Por un rato.

Podría haber elegido cualquier film actual entre ese boom que ha supuesto en Occidente el J-Horror. Hay películas que me gustan del género, que conste, y muchas. Pero hoy no. Hoy toca un clásico del cine nipón. Hoy me centraré en Ugetsu Monogatari (1953) del grandísimo Kenji Mizoguchi (1898-1956).

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Póster de la película por Sentarô Iwata (1953)

Para empezar, Ugetsu es una palabra que designa una luna brumosa de fulgor pálido, rodeada de nubes cargadas de lluvia. Ese momento en el cielo está relacionado con la aparición de seres enigmáticos y fabulosos en la tradición asiática. Monogatari lo podríamos traducir como historia, leyenda, cuento.

Ugetsu Monogatari tiene raíces literarias, como muchas películas. Se trata de un libro de relatos, nueve en total, del escritor Ueda Akinari (1734-1809) y publicado en 1776. Creo que no voy a insistir mucho en la relevancia de este autor en la literatura japonesa, pero se trata de una de sus figuras clásicas más importantes. Este caballero, por sus circunstancias vitales, tuvo un profundo apego a todo lo místico y sobrenatural plasmándolo, lógicamente, en su obra. Se podría decir que Ueda Akinari fue un pionero de la weird fiction en Japón y su libro más célebre, este Ugetsu Monogatari o Cuentos de lluvia y de luna (Trotta, 2002) como se ha traducido al español, no deja de ser una recopilación de cuentos góticos o kaidan. Y de los más importantes en las islas. La influencia china no podía faltar, en realidad son adaptaciones de relatos de la Dinastía Ming (1368–1644) pero acomodadas enteramente a Japón y, sin duda, empapadas de su espíritu poético y emocional, alejado del racionalismo del Continente. Ya imaginaréis que, a pesar de que fue un escritor dirigido a un sector creciente y educado de la población (la Edad Media ya quedaba atrás), conformado por comerciantes y pequeños burgueses (chônin), su influencia y trascendencia no ha sido, por eso mismo, pequeña.

Para el que esté interesado, existe un tebeo de la mangaka Tokiko Hiwa del mismo nombre, pero no adapta todos los relatos. La verdad, desconozco si la intención era solo hacer tres cuentos (vaya ful) o cancelaron la publicación, pero no es del todo mala lectura y el dibujo es más que decente. Aunque lo idóneo habría sido completarlo.

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Pero la película de Mizoguchi tampoco podemos decir que sea una adaptación fiel del yomihon de Akinari. Es similar a lo que le sucede a Kwaidan (1964) respecto a Lafcadio Hearn, pero bastante más severo. El film se inspira en los temas presentados en la obra literaria y, además, no cuenta nueve historias sino que surge una completamente nueva basada en dos de ellas. Por no hablar de la influencia extranjera, sobre todo en la subtrama, de mi querido Maupassant a través de su novela Décoré ! (1883).

Ugetsu es un jidaigeki o drama de época; y nos traslada a los últimos años del violento período Sengoku (1467-1568), en las costas norteñas del lago Biwa. En un entorno rural, deprimido y castigado por la guerra, viven dos matrimonios vecinos y parientes: Genjurô/Miyagi y Tôbei/Ohama. El protagonista, Genjurô, es un campesino que quiere probar suerte vendiendo cerámica en la ciudad más cercana, Nagahama. Su cuñado, Tôbei, sueña con convertirse en un samurái y decide, en contra de la sensatez de su esposa Ohama, ir también. A Genjurô le va bien, la guerra impulsa la venta de su mercancía; y regresa a casa con dinero y regalos para su mujer e hijo. Tôbei, sin embargo, sufre un desengaño por no ser aceptado siquiera como mero soldado, teniendo que volver con el rabo entre las piernas. Pero la ambición no ha desaparecido, al igual que la avaricia de Genjurô empieza a crecer sin medida. Arriesgando incluso la vida, consigue hacer una nueva remesa de cerámica en pleno ataque y saqueo de su aldea. Miyagi, su mujer, le sugiere que no es necesario tanto afán, porque estando los tres juntos y teniendo lo básico para vivir, es ya feliz. Pero Genjurô está cegado y, después de intentar ir los cinco a la ciudad navegando a través del lago, deja a Miyagi y a su hijo en la orilla. Promete volver en 10 días. Pero al llegar a la ciudad, todo cambia. El negocio marcha bien, pero Tôbei huye con su parte del dinero abandonando a Ohama; y Genjurô se cruza con la misteriosa Dama Wakasa, que le pide lleve algunas piezas a su mansión de Kutsuki. Los destinos de los cuatro discurren por muy diferentes caminos. Las mujeres padecen las consecuencias de la guerra, mientras que los hombres se pierden en dos mundos ajenos a la crueldad de la realidad. La temática de fondo es clara: la naturaleza humana ante la calamidad.

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Ugetsu no deja en buen lugar al género masculino y lo hace responsable de las desgracias femeninas. No os llevéis a engaño, Mizoguchi no era feminista ni nada parecido, pero tenía una visión de la mujer bastante peculiar para su tiempo. Aun así, se deja entrever su compasión y sensibilidad por el ser humano en general. Todo tiene un leve aire fatalista en el que la aceptación del destino, con entereza, es parte de esa calma tan característica de la película. El desarrollo y desenlace no son los que un espectador occidental pudiera esperar; aunque alguien acostumbrado a meterse litros y litros de mangas y anime en vena, quizá no los halle tan inusuales. Añadir que este director no estaba muy de acuerdo con el final, pero en mi humilde opinión está muy bien como está.

¿Y dónde está lo fantasmagórico aquí? Más bien parece una historia dramática con pinceladas bélicas y cierta crítica social. Pues bien, Ugetsu es eso y más. Tiene el pesimismo propio del naturalismo, el melodrama del shinpa, características del y, entretejido, el elemento sobrenatural con la sutileza que solo un japonés puede otorgar. Lo maravilloso se acepta, en cierta forma, como parte de la vida; no existe una dicotomía tan pronunciada como en Occidente. Eso puede llevar a la superstición fácilmente, pero también a saber expresar esta faceta con orden y eficacia.

SOURCE CREDIT -
SOURCE CREDIT – «British Film Institute»

El film trascurre con parsimonia; es de una elegancia zen incluso en momentos de angustia. Realmente hermoso. Muestra sin tapujos un drama social sin grandes aspavientos pero sin abandonar la emotividad cuando se requiere. Me gustaría destacar el uso de los silencios musicales. Escalofriantes. La música, de pautas tradicionales, juega un papel importantísimo, pero tiene su lugar y está dosificada con un cuidado milimétrico. No es como ese runrún de fondo continuo que suena habitualmente en la mayoría de las películas. Tiene su significado, al igual que su ausencia.

A veces da la sensación de estar viendo una sucesión de pinturas o cuadros, con esos planos largos, serenos y en movimiento horizontal. Pero no cercenados, sino unidos en secuencia. Y merecen ese tratamiento, porque las composiciones son de una delicadeza casi hipnótica, y necesitan admirarse. Aunque son de gran sobriedad también, casi tendiendo a la abstracción.

En conjunto, es una obra armoniosa y asequible. No es un producto comercial, eso seguro, pero cualquier persona con un mínimo de sensibilidad y curiosidad por Japón la podrá disfrutar sin dificultades. A pesar de que sea en B/N o de hace 60 años, que eso tampoco deberían ser inconvenientes. La estructura no es compleja, aunque las historias que narra son ricas y plenas de matices. Eso es lo bueno, mediante una aparente simplicidad formal, Mizoguchi cuenta muchas cosas. Y cosas para nada complicadas de entender además.

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Si no conocéis todavía a Kenji Mizoguchi, esta es una buena manera de introduciros en su filmografía. Ugetsu me parece la mejor película de las que he visto de él, pero es solo mi opinión, y no me dedico a la crítica de cine. Con ella recibió el León de Plata en el Festival de Venecia, por si os interesan los galardones, y es su obra más famosa. ¿La recomiendo? SÍ, SÍ, SÍ, SÍ y SÍ.

Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

Tránsitos

Tránsito IV: Hôzuki no Reitetsu OVAs

Vamos a relajar una miaja el tono de los Tránsitos, porque esto ya se me está poniendo un poco demasiado lóbrego. Que aunque soy fanática de lo tenebroooossoooomuahahaha, también se disfruta más si se coloca, de vez en cuando, algo de luz. Por lo que sin abandonar la temática general, hoy me centraré en una comedia. Comedia negranegrísima pero comedia al fin y al cabo.

Me refiero al que fue uno de mis animes favoritos del pasado 2014, Hôzuki no Reitetsu. Lo amo. Pero no voy a hacer reseña de la serie completa, sino de las OVAS que este año se fueron publicando en unas ediciones limitadas del manga. Fueron tres. Tres emotivos episodios en los que pude reencontrarme con todas esas bellas personas (muertas), todos esos bellos demonios, todas esas bellas deidades, todos esos bellos perros, gatos y demás criaturas inclasificables que pueblan los Infiernos budistas nipones.

Si no has oído hablar de este anime (que lo dudo) o no sabes de qué va exactamente su rollo, te remito a las reseñas de dos compañeros blogueros que pueden resolver algunas dudas: Callmejean y Angelique. Porque es recomendable que antes se vea la serie de 13 capítulos, claro. Estas son sus opiniones que no tengo por qué compartir, pero en la variedad de perspectivas bien razonadas se aprende mucho; y tú, amado lector, deberías (si no lo haces ya) informarte lo máximo posible para crear tu propio criterio. La coronela Sho-Shikibu ha hablado, descansen.

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Las OVAS siguen la misma estructura que los capítulos, dos pequeñas historias independientes con sus propios personajes que tienen de nexo a Hôzuki, el oni mano derecha del Gran Rey Enma-Ô, gobernante el Inframundo. No sé si merece la pena detenerme un poco aclarando en qué consiste la existencia tras la muerte en el budismo japonés, pero creo que unas someras explicaciones, a riesgo de importunaros como buena pedantesabihondainsoportable que soy, no os harán mucho daño. O podéis saltaros el siguiente párrafo, más sencillo todavía.

Para empezar, el Infierno budista (Jigoku en Japón) no es no solo uno, está conformado por 8 reinos distintos (o 16, si se sigue la tradición de los 8 infiernos calientes y los 8 fríos) que, a su vez, están subdivididos en infinitesimales zonas con sus propias (ejem) especialidades. Cada uno de estos reinos tiene su rey, tribunales y ayudantes; y las almas son juzgadas cada vez que ingresan en uno. Todo perfectamente jerarquizado y ordenado, como podéis comprobar, que no hace más que reflejar la influencia del enorme engranaje de la burocracia imperial china. ¿China? Sí, amiguitos, el budismo (y otras expresiones culturales del continente) fue penetrando en Japón en los períodos Asuka (552-710), Nara (710-794) y Heian (794-1192) con un potente dominio de las escuelas budistas chinas, por lo que no es de extrañar encontrar características del Imperio Celeste no solo en la religión, sino en otros muy variados campos. Este complejo dispositivo burocrático además está muy bien reflejado en el anime. Este Infierno, a su vez, tiene raíces indoeuropeas aunque no os lo creáis, pues proviene del hinduismo. Pero lo más importante a resaltar de todo este rollo patatero es que, a diferencia del Infierno occidental, el budista no es eterno ni irreversible. Las almas, según sus méritos, pueden reencarnarse en los diferentes reinos de la existencia (Jingoku es solo uno), aunque la estancia temporal en ellos es variable. Recordad que el objetivo del budismo no es vivir felices para siempre jamás, sino alcanzar el Nirvana. Y el Nirvana no es el Cielo… es, resumiendo en plan guarro, una forma de dejar de existir.

«La cortesana del Infierno» de Kawanabe Kyôsai (1874)

Así que en estas OVAS, como en la serie, encontramos una parodia fresca del Infierno budista (y todo lo que se les pone por delante). Un infierno plagado de personalidades del folclore e historia japoneses que, lógicamente, no son muy conocidas en Occidente. Ahí tenemos a los guardianes Gozu y Mezu, a Momotarô, al general Yoshitsune Minamoto o a Hakutaku entre otros. También hay referencias literarias y guiños a personajes del mundo del manganime. Es un batiburrillo de cultura popular, religión y folclore bastante curioso. Creo que al tratarse de una serie tan japonesa (mogollón), no ha logrado captar la atención demasiado más allá de las islas; y ha quedado relegada un poco. Comprensible, pero una lástima. ¿Y estas tres OVAS qué? Pues yo diría que casi pueden considerarse 3 episodios «perdidos» de la serie, caramelitos de consuelo para aquellos que nos quedamos con ganas de más. Porque no ofrecen nada nuevo. Vayamos con ellas entonces.

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La primera parte tiene de estrellas a los grimosos pececitos-flor de Hôzuki. Sí, esos entes de ojos abultados y gritos espeluznantes que cultiva en su jardín con la paciencia y esmero de una ancianita inglesa hacia sus rosales. Se acerca el festival Kingyo sou (el de los peces dorados, los bichos estos) donde esos engendros del infierno (nunca mejor dicho) son los protagonistas, y Hôzuki consigue, para amenizar el evento, la actuación de la super idol Maki. Esta siente un profundo repelús hacia todo lo que tenga que ver con los pececitos, pero su profesionalidad está fuera de toda duda. Básicamente esta primera parte es el troleo constante al que se ve sometida Maki y, como es un personaje que me cae fatal, me resultó divertidísimo. No obstante, más allá de mis gustos personales hacia la peach idol, es bastante ameno y ocurrente; con el habitual humor negro y absurdo sobrevolando el terreno.

Referencias a tener en cuenta:

  • Shôtoku Taishi (Príncipe Shôtoku). Político de primera línea de la era Asuka. Impulsó con fuerza el budismo, centralizó el gobierno y fue la primera persona en referirse a Japón por su nombre, Nihon. Eso y un montón de cosas más. Aparece en los billetes de 10.000 yens.
  • Monte Hari (Hariyama). También montaña de la aguja, es un lugar del infierno reservado a los niños.

La segunda parte nos muestra un poco la vida en el barrio rojo del infierno, pero a través de los ojos del gato paparazzi Koban. Hay dos tramas, siendo la principal la dedicada al intento de modernización, con las sugerencias de Hôzuki, de un host club regentado por un kitsune; y la secundaria, los sucesos trágicos que forzaron a nuestro querido gatito a convertirse en un nekomata y, finalmente, su reencuentro con el destino. Es un desfile continuo de disparates y situaciones rocambolescas la mar de graciosas donde Hôzuki y su sádico racionalismo son los astros indiscutibles. Muy bien construida esta segunda parte del capítulo, la verdad. En pocos minutos ocurre de todo.

Referencias a tener en cuenta:

  • Yoshiwara. Antiguo yûkaku o barrio rojo de Edo (actual Tokio).
  • Taikomochi. La versión masculina de las geishas.
  • Aburaage: Tofu frito cortado en rodajas. Según la tradición es uno de los platos favoritos de los kitsune.

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OVA 2

El pusilánime de Momotarô (en este anime lo es) siente un terror cerval hacia las muñecas. Más bien le tiene miedo a casi todo, y cuando Hôzuki le presenta a unas fantasmagóricas zashiki-warashi que parecen sacadas de The Shining, por poco se mea en los pantalones. Estas mellizas yôkai de comportamiento escalofriante, son enviadas por Hôzuki, con toda la mala baba del infierno, a la casa de su eterno rival Hakutaku, donde trabaja también Momotarô. La comedia absurda aquí pierde intensidad, aunque la pequeña historia que cuenta es interesante y con un final tierno (un poco dulzón para mi gusto, pero bueno).

Referencias a tener en cuenta:

  • Muñeca ichimatsu. Un tipo de muñeca tradicional japonesa. Hay una leyenda urbana que asegura que un ejemplar adquirido en Hokkaido, fue poseído por su joven dueña al morir de gripe española. Su nombre es Okiku y le crece el pelo.

La segunda parte vuelve a tener de protagonista a la insufrible de Maki, que es introducida en el negocio de las idols infantiles mediante una banda tipo Sailor Moon pero de origen chino. A ella le encasquetan el papel más lamentable, cuyos fans son todos una caterva de frikazos lolicons y stalkers de la peor especie. A todo esto se une la villana del grupo, que es una trastornada de cuidado. Os podréis imaginar que estando Hôzuki cerca, el tema degenera de lo lindo y acaba de una manera, sin embargo, bastante chocante. Esta pieza es solo una caricatura de todo ese mundillo de los idols que, a pesar de estar trilladísimo, no deja de tener su punto de diversión. Aunque no aporta nada. Flojito, pero te echas unas risillas.

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OVA 3

Hokutaku dibuja como la peste porcina, vamos, horriblemente mal; así que Hôzuki decide que debe recibir clases del apamplado Nasubi (el chico berenjena), que tiene especial talento para las artes. Todo se convierte, en plena exposición, en una ensalada de hostias donde Hôzuki, por supuesto, vence a su rival Hokutaku. ¡La venganza japonesa sobre China! He de decir que tanto la serie como esta OVA desprenden un ligero tufo nacionalistilla nipón que, aunque no se hace ofensivo ni molesto, es vistosazo. Se trata de medio episodio bastante sencillo pero enormemente efectivo en lo que respecta a la comedia. No hay grandes complejidades, y el repaso que le pega al arte contemporáneo, con esa eterna incomprensión popular que sufre, es gracioso.

Referencias a tener en cuenta:

  • Onmyôdô. Cosmología ocultista japonesa de raíces chinas, bastante antigua, que aplica su filosofía a campos diversos como la astrología, la adivinación o la creación de amuletos y sortilegios protectores.

Esta última parte de la tercera OVA para mí, sin duda, es la mejor de todas. No pude parar de partirme el culo, sobre todo en los últimos minutos. Hasta Isis se acercó preocupada a mi lado por si me estaba dando un algo. Qué raro es que me ría de esta manera ahora, buf. Prosiguiendo con las dudosas habilidades artísticas de Hokutaku, el argumento nos cuenta cómo con su nuevo maestro de dibujo Nasubi (creo ya he comentado es un poco desustanciado) comienzan a traer al mundo real sus obras desde el papel. Esto es posible gracias a las capacidades sobrenaturales que posee Hokutaku, ya que no deja de ser una deidad de importancia en el panteón chino. La cantidad de engendros y monstruosidades (¡¡¡ese gatopollo, aaagh!!) que surgen e invaden el Infierno, están a punto de acabar con las vidas de nuestros protagonistas. Una locura épica. Y todo mientras Nasubi reflexiona, en voz alta, sobre la esencia del verdadero artista y la trascendencia de sus obras.

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Para finalizar, añadir brevemente que la animación y arte son impecables, como lo fueron también en toda la serie en general. No encuentro ni un solo «pero» de auténtica importancia. Todo fluye con soltura y está rematado con atención hasta en los detalles más pequeños. Pero sin agobiar, muy natural y agradable.

No sé cuándo volveré a desternillarme así tan frenéticamente, la verdad, pero espero que sea con una segunda temporada de Hôzuki no Reitetsu. La esperanza es lo último que se pierde, ¡no me quitéis esa ilusión!

Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

literatura, Tránsitos

Tránsito III: Sopa de Miso

Y proseguimos con los Tránsitos. No sois muchos los que estáis siguiendo esta senda así que, a los que vagáis por ella conmigo, muchas gracias. No hay paisajes amables ni sucesos corrientes, aunque para aquel que disfruta con la oscuridad, no dejará de tener su punto fascinante.

Enganchando con la temática del Tránsito II, me apetecía escribir sobre un libro. Hoy no hay ni manga ni anime en el menú. Se trata de In za Misosûpu o Sopa de Miso (1997) de Ryû Murakami, que no debe confundirse con Haruki Murakami (pobre hombre, el Nobel se le resiste). Y NO, no son parientes.

Ryû Murakami (Sasebo, 1952) ha sido siempre un hombre inquieto que no se ha conformado solo con escribir, sino que también ha hecho cine o formado parte de bandas de rock (como batería, he de decir, y todo el mundo sabe que los baterías están majaras). Es muy amigo de Ryûichi Sakamoto, al que admiro muchísimo. Pero su carrera profesional ha estado encauzada en las letras, gracias a las cuales ha recibido no pocos galardones. Sopa de miso es una de esas obras laureadas y de las más célebres. Culodemalasiento-san (va todo mi cariño, que conste) posee un estilo muy particular con una serie de temáticas y preocupaciones recurrentes: cultura pop, leve nihilismo, violencia y potente crítica social. Muy posmoderno todo. Criado cerca de una base americana en Nagasaki, tuvo tiempo de empaparse de presencia norteamericana y observar sus consecuencias tanto en un entorno próximo como en todo el país. Y su balance no fue positivo. Pero claro, esto es resumir de manera bastante grosera… aunque tampoco tengo intenciones de hacer aquí una tesis doctoral sobre su obra.

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Esta es la portada que realizó la maravillosa ilustradora Yuko Shimizu para la edición italiana de Mondadori de la novela.

No esperaba ver a mamá allí (…) así que no podía ser ella a pesar de que fuera igual. Cuando me cogió de nuevo le mordí la muñeca con tal fuerza que se me adormeció la mandíbula. Pensé que no tenía otra alternativa, no sabía qué hacer. Mamá gritaba a todo pulmón. Creo que le atravesé la piel hasta dar con una arteria, porque empecé a sentir su sangre en la boca, mucha sangre, y yo mordía tan fuerte que no podía respirar y me la tragué toda como un bebé que chupa el pecho de su madre, excepto que era sangre. Sentí que tenía que hacerlo, que si no me la bebía toda me iba a ahogar. ¿Has probado alguna vez sangre humana, Kenji?

Estas palabras son de Frank, el antagonista de Sopa de miso. Él es un norteamericano de aspecto algo desagradable pero nada del otro mundo. Un gaijin más entre los miles que se acercan a Tokio en viajes de negocios y que de paso, hacen turismo sexual. Nadie se fija en él especialmente, a los extranjeros se los evita. Con mucha cortesía, eso sí. Pero Frank es bastante más de lo que aparenta. Es su guía en el Tokio nocturno, Kenji, protagonista de la novela, el que con una afilada intuición percibe desde el principio algo que no va bien. Conforme pasan las horas, el conflicto entre razón e instinto se va haciendo más intenso, llevando a Kenji a un estado casi de paranoia. ¿Por qué? La razón principal es el asesinato y desmembramiento de una adolescente en Kabukichô, distrito en el que Kenji trabaja; y otro posterior de un mendigo en la zona también. El joven guía turístico del barrio rojo de Shinjuku cree estar atando cabos.

Hasta aquí tendríamos la primera capa en el delicioso pastel que es Sopa de miso. Porque hay más. Aparte de la exposición totalmente desapasionada de lo que es una parte del negocio del sexo en Japón (el de a pie de calle), donde tanto colegialas, mujeres adultas como prostitutas extranjeras tienen sus propios lugares y jerarquía; Ryû Murakami plasma muy bien la visión de una sociedad deshumanizada, xenófoba, inmersa en una tremenda soledad individual y enfocada en unos valores vacíos, superficiales. Segunda capa.

Para los extranjeros, en este país hay muchas cosas que parecen extrañas, pero yo soy incapaz de explicar la razón de la mayoría de ellas. Me suelen hacer preguntas como: si Japón es uno de los países más ricos del mundo, ¿por qué tiene el problema de los karoshi, individuos que, literalmente, se matan trabajando? O comprendo que lo tengan que hacer las chicas de los países asiáticos más pobres, pero ¿por qué se prostituyen las estudiantes en un país tan rico como Japón?

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Kabukichô es «la ciudad que no duerme» y en ella existe gran variedad de oferta sexual para todo tipo de gente. Parte de estos negocios están controlados por la Yakuza. También hay restaurantes, game centers, cines y karaokes 😛 (Foto de Jeremy Sutton-Hibbert para The Guardian)

La tercera capa sería esa absorción enfermiza de la sociedad nipona de todo lo que sea estadounidense. Y no se ha metabolizado nada bien, porque entre el evidente complejo de inferioridad, permanece, irreductible, la noción de extranjero, de lo «de fuera» frente al orgullo de lo patrio. Una suerte de esquizofrenia social que no se reflexiona, se sufre y asimila. Frank no es solo un abunai gaijin (que lo es y de verdad), es la representación máxima del demonio extranjero. Un demonio que Murakami utiliza para reflejar como un espejo todas las deficiencias y contradicciones de esa colisión Japón-Occidente que supuso la derrota de la II Guerra Mundial y cuyos coletazos se siguen advirtiendo. En Azul casi transparente (1976) lo estampó, no obstante, de manera más directa. Un demonio que, como tal, carece de compasión, es un depredador nato y es descrito desde el principio con características inhumanas: justo como la sociedad en la que se mueve.

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Murakami, muy serio, meditando sobre la hecatombe venidera de la sociedad japonesa

Sopa de miso está contada en rigurosa primera persona y el tiempo que abarca es corto, apenas un par de días. No se trata solo de una narración, los pensamientos y sensaciones de Kenji son en realidad el timonel de todas sus experiencias. Salvo una pequeña parte casi al final de la novela, donde coge las riendas Frank para explicar su vida, es Kenji nuestro Virgilio en este particular descenso a los infiernos de la noche tokiota. Pero con la enorme diferencia de que hemos estado acompañados continuamente por el Diablo.

La maldad nace de sentimientos negativos como la soledad, la tristeza y la ira. Proviene de un vacío interior que parece haber sido labrado con un cuchillo, el vacío que queda cuando te arrebatan algo muy importante. No voy a decir que Frank tuviera una tendencia especialmente cruel o sádica, ni que fuera la viva imagen de un asesino. Pero sentía que tenía dentro un vacío más grande que un agujero negro y que no había forma de prever lo que podía salir de él.

Sin duda, uno de los momentos culmen de esta novela es el del pub de omiai. Feroz, minucioso. Todos los personajes se exhiben como marionetas huecas, protagonistas de una escena exquisita de estupor y brutalidad. Murakami presenta todo como un enorme lienzo, resaltando ciertos pormenores que ponen los pelos de punta. Conforme lo iba leyendo, no podía evitar pensar en la tercera tabla de El Jardín de las Delicias de El Bosco, dedicada al Infierno. No por la voluntad moralizadora, que Murakami no tiene ni por asomo, sino por esa obsesión por el detalle casi hiperrealista que une al desmoronamiento mental. Y todo en una atmósfera densa, onírica; contada, recordemos, en primera persona. Pero no se trata solo de una simple labor descriptiva la de Kenji, sus propios mecanismos psicológicos de adaptación y defensa hacen de este singular momento algo muy humano, justo todo lo contrario de lo que le rodea.

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El que haya leído el libro, ya sabe por qué he elegido este detalle concreto del Infierno del Bosco…

Ryû Murakami, a través de una historia de terror, aprovecha para darle un repaso de los majos a la sociedad nipona. Y no solo queda ahí, a la estadounidense y por extensión a Occidente en general. La relación que establecen Kenji y Frank es una traslación meridiana de la existente entre Japón y Estados Unidos. Pero no solo es una crítica social, Sopa de miso es mucho más, es una novela psicológica en su fondo. Que el autor aúne sin complejos diferentes características y géneros, es lo que hace de esta obra algo realmente único. La etiqueta de thriller psicológico, que es a la que se suele recurrir para catalogarla, se queda corta. Pero muy corta. Es una obra cruel y entintada con ese desengaño melancólico tan peculiar de la literatura japonesa. Una excelente lectura, pero fuerte para según qué paladares. Cruda, diría yo.

Buenos días, buenas tardes, buenas noches.