anime, largometraje

La leyenda de Sirius

Sanrio es el imperio de la todopoderosa zarina de lo kawaii Hello Kitty, eso nadie lo duda. Sin embargo, esta empresa japonesa es mucho más; de hecho, hace un tiempo muy, muy lejano incluso comenzó a realizar animación con pretensiones internacionales. Eran los años 70 del s. XX y Sanrio quería picar más alto. En 1977, con la creatividad del poeta e ilustrador Takashi Yanase (¡viva Anpanman!), vio la luz el cortometraje animado Bara no Hara to Joe, comenzando una etapa audiovisual bastante interesante, sobre todo para los husmeadores como yo que gustamos de entretenernos escarbando entre material antiguo. Sanrio continuaría luego con Chiisana Jumbo (1977) junto a Yanase-sensei de nuevo y, tomando ya una buena carrerilla con Yanase otra vez, llegaría la bestialidad de Chirin no Suzu o Ringing Bell (1978).

Ninguno de los dos cortometrajes, tampoco el mediometraje Chirin no Suzu, a pesar de ir dirigidos al público infantil, pueden considerarse obras almibaradas e inofensivas. Estamos hablando de Japón, camaradas otacos, y la crueldad junto a la tristeza se reparten sin distinción de edad como peladillas en boda gitana. El caso de Ringing Bell resulta especialmente siniestro, pero de ese anime ya escribiré otro día.

Sanrio no se iba a quedar ahí, por supuesto, y envidó también sin miedo con largometrajes audaces, buscando hacerse un hueco en Occidente. Primero probó con una coproducción con Estados Unidos, The mouse and his child (1977), bastante convencional y que no entusiasmó demasiado; Hoshi no Orpheus (1979) llegó después, adaptando cinco mitos clásicos recogidos en Las Metamorfosis de Ovidio, pero otorgándoles un giro funkilorro y discotequero muy del momento. Luego, siguiendo la estela de la mitología grecorromana, Sanrio trabajó con Madhouse y el mismísimo Osamu Tezuka en la adaptación de Unico (1981), aunque el manga ya había tenido un amago anterior de serialización en TV, que quedó en OVA de borrajas. Y después, en ese mismo año, Sanrio parió nuestra estrella de hoy: Sirius no Densetsu (1981) o La leyenda de Sirius. Sin duda la obra más llamativa de la compañía en esa época.

Irían detrás de ella otras películas, claro, como la segunda parte de Unico (1983), el exitoso drama histórico Oshin (1984), basado en la que sería la primera asadora exportada fuera de Japón; o el que me parece su trabajo más valiente, Yôsei Florence (1985). De hecho, Sirius no Densetsu y Yôsei Florence pueden considerarse películas hermanas, comparten muchas cosas sobre todo a nivel artístico, y ambas poseen un espíritu desobediente que las hace especiales incluso después de tantos años. Pero tampoco es de extrañar, ya que fueron dirigidas por el mismo director, Masami Hata, y gozaron de las historias del propio Shintarô Tsuji, el jefazo de Sanrio. Sin embargo, es La leyenda de Sirius la protagonista del SOnC de hoy. No obstante, os dejo por aquí Fairy Florence por si queréis echarle un vistazo, merece muchísimo la pena, es mi favorita de las dos.

También es cierto que ambas han sido comparadas hasta la náusea con Disney, y han salido perdiendo, por supuesto. Como si se tratase de un esfuerzo extraordinario por lograr la excelencia de la maquinaria estadounidense y se fallara porque, ¿cómo se puede conseguir algo así? La tecnología de Disney es inalcanzable. Pero todos sabemos que esto no es cierto, al menos ahora, en nuestro presente. Con todo, debemos reconocer que en los 70 y 80 el panorama era distinto, y sí, Sirius no Densetsu le debe muchísimo a Disney, aunque detenerse en la epidermis resultaría injusto, porque hay mucho más que disfrutar y valorar de este largometraje.

La leyenda de Sirius fue concebida a lo grande, creada para ir más allá de las fronteras de Japón, saltar a Occidente y demostrar que la animación de calidad en grandes salas y para toda la familia no era el coto privado de nadie. No es que no se hubiera intentado antes, pero Sirius no Densetsu lo hizo en el mismo lenguaje comercial que los norteamericanos facturaban al planeta entero. Este film fue planteado de tal manera que hasta la banda sonora, compuesta por Koichi Sugiyama, fue interpretada por la orquesta sinfónica NHK de Tokio: suntuosidad y alto presupuesto. No fueron, ni mucho menos, tacaños. ¿Les salió bien? En el plano artístico un sí rotundo; en el comercial, ¿alguien la recuerda o la conoce? Pues ahí tenéis la respuesta.

Pero comencemos por el principio, ¿qué nos narra La leyenda de Sirius? Shintarô Tsuji nos relata un cuento repleto de elementos que se alimentan de lo legendario, una historia de amor imposible donde el villano hace tiempo que fue derrotado, esparcidos sus huesos y tomado su globo ocular como reliquia y símbolo de poder. El malo está muerto, los malandrines que restan son solo mezquindad. Sin embargo, las semillas que sembró brotaron y crecieron con vigor, convirtiéndose en la divergencia que conformaría un abismo infranqueable. O casi.

Themis, diosa del fuego y Glaucos, dios del agua, son hermanos y vivían como uno solo, en completo amor y alegría. Pero su felicidad era envidiada por el dios del viento, Argon, y decidió diseminar mentiras llenas de odio entre los dos. Donde antes hubo un profundo afecto, surgió un rencor inmenso que condujo a un violento enfrentamiento entre Themis y Glaucos. La guerra fue tan devastadora que el dios superior se vio forzado a intervenir, neutralizar a Argon y arrancarle su fuente de poder, su ojo, para entregárselo a Glaucos. Pero esta paz forzada apenas puede ocultar el resentimiento y aversión que siguen sintiendo los hermanos; y, cada uno en su reino, el Océano y la Tierra junto al mar, continúan aborreciéndose en la distancia.

Tanto Themis y Glaucos han tenido descendencia, y como herederos de los reinos de sus padres, tienen responsabilidades. La hija de Themis, Malta, es la guardiana de la Llama Sagrada y debe cuidar de que nunca se apague, pues asegura la calma en las aguas del Océano y la prosperidad del reino del Fuego. Malta siempre se encuentra escoltada por la pipiola hada ígnea Pialé, que siente un intenso amor por ella. El hijo de Glaucos es Sirius, que llegada su mayoría de edad recibe el ojo de Argon como atributo de futuro gobernante del Océano. Su compañero de travesuras es el pequeño sireno Teak, la voz de la sensatez. Ambos príncipes son muy jóvenes y tienen la cabeza un poco en las nubes, sobre todo Sirius, que en una de sus escapadas, atravesando las Regiones Tabú donde hay extrañas criaturas y yacen los despojos del antiguo dios del viento, alcanza la orilla del mar y llega hasta el reino del Fuego. Allí descubre a Malta, pronto ambos se enamoran y viven su inocente idilio en un jardín secreto.

Sin embargo, su amor está condenado desde el principio: no solo porque pertenezcan a clanes enemigos (que sean primos hermanos ya pues da igual), sino porque los dos son herederos al trono de sus respectivos territorios. Malta, en unos días también, alcanzará la mayoría de edad y relevará a su madre de su cargo con la llegada de un eclipse solar mágico. Pero la sabia tortuga Moelle les brinda una diminuta esperanza: durante el eclipse, en la colina de Mobius, unas raras flores brotan, liberando unas esporas que, flotando, se dirigen a una lejana estrella donde fuego y agua todavía coexisten en armonía. Solo tendrían que seguirlas. Y los muchachos se aferran a esa perspectiva con optimismo.

Como bien imaginaréis, la historia se complica. Y debo añadir que La leyenda de Sirius es una tragedia, por lo que el final no es feliz como se acostumbra a ver en las producciones Disney. Aquí hay muertos, otaquería, y los japoneses son además especialistas en espachurrar nuestros kokoros y hacernos llorar si es posible. Se trata de un cuento de hadas que se inspira en los cientos de leyendas que existen de amor imposible (Tristán e Isolda, los amantes de Teruel, Romeo y Julieta, Niu Lang y Zhi Un, etc) para crear su propio y descarnado drama. Los personajes en sí no nos van a sorprender, pues representan arquetipos bien conocidos por todos que simplemente están al servicio del relato. Pero resulta muy bonito observar el abanico de emociones que se despliegan ante nosotros: la curiosidad por el sexo opuesto, la ingenua adoración del enamorado o la ansiedad ciega de la pasión. Todo con mucho esmero.

Sirius no Densetsu en ese aspecto es peculiar, ya que permite una doble lectura. Va dirigido a un público infantil, y ahí tenemos los ingredientes habituales de la fórmula, como los recursos cómicos, bellas danzas visuales de gran cromatismo o los típicos personajes graciosos; pero también encontramos moléculas bastante más oscuras que solo una persona adulta puede comprender en toda su dimensión. Es una auténtica película para toda la familia, de la que tanto mayores como pequeños pueden disfrutar.

En el terreno artístico es imposible no aludir a Fantasía (1940) o Peter Pan (1953) y su compañera Campanilla, las influencias están ahí bien presentes. Pero también tenemos al bishônen de Tezuka y sus malvados burlescos (Mabuse es una maravillosa salamandra gigante japonesa), no hay que olvidar que el director, Masami Hata, trabajó en Mushi Pro. Sirius no Densetsu aspiraba a ser un largometraje con lo mejor de Occidente y Japón, uniendo la ciencia de ambos mundos para ofrecer al espectador un producto bueno y accesible. De hecho, decidieron utilizar los 24 fps acostumbrados en el cine estadounidense (son el estándar), incluso en algunos momentos llegaron a los 80 fps, otorgándole una fluidez extraordinaria a escenas donde el fuego o el agua son los protagonistas.

Los paisajes que se nos muestran en Sirius no Densetsu, en especial los submarinos, son de una belleza e imaginación incomparables. Mucho más ricos y misteriosos que los que Disney más tarde elaboraría para su Sirenita (1989). Son muy evidentes los coletazos de un Yôji Kuri comedido, de una psicodelia vibrante en sus criaturas surrealistas. Además recordemos que se trata de animación tradicional, hecha a mano, nada de ordenadores y CGI, lo que concede mucho más mérito a ese laborioso esfuerzo que obtuvo una obra tan espectacular. Es una película sugerente y poética, y muchos de sus recursos visuales luego los hemos podido observar en trabajos posteriores, como por ejemplo Sailor Moon.

La leyenda de Sirius es una película grandilocuente y compleja, realizada con sumo gusto y que, por desgracia, no logró lo que tanto ambicionaba. Una lástima que se encuentre así de olvidada, pues no lo merece. Quizá es que por su crueldad intrínseca no llegó a conectar con el público general, no lo sé, sin embargo se trata de una obra conmovedora que nos susurra que, en realidad, el amor no lo puede todo; y que la lealtad y la candidez no son un escudo que nos proteja del mal. Lecciones valiosas.

¿La recomiendo? Por supuesto. Sirius no Densetsu es capaz de transmitir con eficacia sentimientos que muchas películas de acción real no pueden ni rozar. Aunque haya cargado con el sambenito de Disney-wannabe y por ello desdeñada, La leyenda de Sirius es una obra única y preciosa en su rareza, que no se avergonzó de sus ascendentes pero que tampoco tuvo miedo de arriesgar. Su influjo todavía se puede percibir, aunque no sea muy conocida (aún) entre los otacos. Veamos si con esta entradilla podemos cambiar un poco eso.

Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

cómic occidental

¡Yo no soy Starfire!

Mi existencia parece un telefilme chungo de esos donde solo suceden dramones familiares, me gustaría que la racha se detuviera un ratico, porque estoy ya hasta el toto de hospitales y movidas médicas. Me gustaría recuperar una miaja de mi vida, y poder hacer algo más que joderme la espalda durmiendo en butacas de mierda o perseguir a los de radiología para que dejen de ignorar el volante que les han bajado hace una semana. Sería un detalle que la providencia, Lucifer, Odín, Avalokitesvara o lo que sea que esté al mando (si es que hay algo por ahí, porque lo dudo) se olvidara de mi culo una temporada.

Sí, necesito desahogarme.

Y ahora que he encontrado unas horas de solaz para mí misma, pues me he puesto a leer un tebeo que creo merece una reseña en SOnC. No porque lo considere bueno o malo, sino porque es intrascendente, ligero y completamente previsible. Ah, y con dibujitos de muchos colorines que alegran la vista. Y necesito mucha alegría estos días, camaradas otacos, pero mucha.

Se trata del cómic I am not Starfire (2021), publicado por DC Ink, la apuesta juvenil de DC. Un sello editorial cuyas obras van dirigidas, como bien imaginaréis, a un público más tierno que busque introducirse en el universo de Batman, Wonder Woman, Zatanna y compañía. I am not Starfire o Yo no soy Starfire verá la luz en España gracias a ECC a finales de este mes de abril, por lo que si tras leer la entrada os interesa haceros con un ejemplar en castellano, no habrá problemas.

Sus autoras no son unas desconocidas en SOnC, sobre todo en el caso de la guionista, Mariko Tamaki, de la que ya he hablado en varias ocasiones e hice reseña de su maravilloso This One Summer (2015), que podéis leer aquí. La dibujanta es la maravillosa Yoshi Yoshitani, a la que adoro por sus radiantes joyas multicolor. Ambas son norteamericanas (canadiense y estadounidense respectivamente) de origen japonés, y no son novatas en estas lides. De hecho, Tamaki ya lleva a sus espaldas dos Eisner, y ambas son bastante respetadas en su trabajo.

Y juntas realizaron este proyecto que, por otro lado, levantó ciclópeos tsunamis de odio, furia y abominación sin motivo real para tamaña inquina. La bilis segregada por las hordas de ultraofendidos y demás criaturas rabiosas fue bestial, solo como en estos tiempos de hipercomunicación y polarización se puede excretar. Resultó bastante ridículo, y movería a risa si no fuese también aterrador. No sé cómo se encuentra actualmente el debate sobre Yo no soy Starfire ni me interesa demasiado, pero la mayor parte de las críticas iniciales no destilaban más que veneno ad hominem, misoginia, homofobia y otros prodigios neuronales en la línea antiprogre. Con poca sensatez me he topado, la verdad. Así que, como bien comprenderéis, tenía que meterme en este berenjenal y sacar mis propias conclusiones.

Me gusta mucho Tamaki, soy lectora de cómics de superhéroes desde hace décadas (no solo de manga vive este cuerpo serrano, amiguis) y como fan de los Jóvenes Titanes de Marv Wolfman y mi muy querido George Pérez, no podía dejar escapar esta lectura. Por lo que, en cuanto he podido, la he devorado. Y sabiendo lo que es y a qué demografía va dirigida, tengo listo mi veredicto. Sin necesidad de forzar ni hígado ni vesícula biliar, por cierto.

Yo no soy Starfire parte de una premisa muy simple: nuestra idolatrada diosa tamareana, la princesa Koriand’r, tuvo una hija hace 17 años. Una preciosa niñita que se ha convertido en la típica adolescente rebeldona y majadera, que vive a la sombra de una madre superheroína, superpoderosa, supersimpática, superhermosa y que luce miniropa. Y ella es gordita, pecosa, se tiñe el pelo de negro, viste con ropajes oscuros y es una borde.

Para los que andéis un poco despistados, Koriand’r es Starfire, miembro del grupo de superhéroes Jóvenes Titanes, la cual apareció por primera vez en noviembre de 1980 en la colección de Los Nuevos Jóvenes Titanes, creada por Wolfman y Pérez. No quiero liar más la cosa, pero Starfire es un personaje muy estimado por los fans tanto por su chispeante y optimista personalidad como por su gran energía y belleza. Servidora también la aprecia mucho, aunque mi favorita de los Titanes siempre será por los siglos de los siglos Raven.

No es la primera vez que le adjudican hijos a Starfire, en universos alternativos andan por ahí realizando heroicidades Nightstar y Jake Grayson, vástagos de su relación con Nightwing, líder del grupo. Pero Mandy, el retoño de Yo no soy Starfire, es diferente. No sabemos quién es su papá, tampoco se dedica a salvar el mundo y resulta gruñona y repelente. Mandy es una gotiquilla quejumbrosa que se siente incomprendida.

Y con esta base se edifica el tebeo de Yo no soy Starfire, desde el punto de vista de una adolescente desubicada entre el rutilante mundo de su madre y el aburrido de un instituto de clase media estadounidense, donde sufre acoso desde varios frentes. No es una historia de superhéroes, es el diario de Mandy, sus experiencias y crecimiento personal.

Es un tebeo fuera de continuidad, independiente, que solo narra un cuento que ya hemos leído y visto en la tele y el cine billones de veces. Vamos, que si molesta, solo se tiene que ignorar porque no aporta nada nuevo en ningún aspecto ni para bien ni para mal. De hecho, para quienes estamos curtidos en temas de shôjo escolar, reconoceremos muchas de sus características tanto en el plano artístico (flores, estrellitas, la distribución de paneles, etc) como de guion (romance no correspondido, padres casi ausentes, foco en la vida estudiantil, etc). Quizá sea ese uno de los problemas con los que el lector de cómic de superhéroes se ha encontrado, un híbrido entre shôjo y tebeo occidental. Quizá, no lo sé, aunque no comprendería que pudiese resultar un escollo tan enorme.

Mandy lucha por encontrar su propia identidad, y en los torbellinos egocéntricos de sufrimiento adolescente está acompañada por Lincoln, su mejor amigo y que cumple su papel de apoyo moral no matter what. Y luego está su amor platónico, la rubia y popular Claire, adicta a las redes sociales. Los demás son el enemigo. Bueno, no tanto, pero la fuerte postura defensiva de Mandy convierte a todo aquel que desee acercarse a ella en un ente hostil (la mayoría de las veces con razón). Incluida su madre. Sobre todo su madre.

El contraste entre Starfire y Mandy es evidente, tanto en físico como talante, y esa oposición la trabaja con ahínco nuestra protagonista. Se esfuerza por resultar odiosa. Ella no es Starfire, ser su hija resulta sofocante por las lógicas expectativas que despierta, así que decide convertirse en una decepción antes de siquiera intentar nada. ¿Os suena? Sí, hay miles de obras que plasman este tipo de desazones entre la chavalería. Y las seguirá habiendo.

Mientras leía el tebeo, me preguntaba por qué Koriand’r hallaba tantos problemas a la hora de conectar con su hija, cuando ya tuvo que lidiar con dificultades de índole similar, aunque mucho más graves, con su mejor amiga Raven. Starfire aparece difuminada, aunque con su personalidad ingenua y feliz bien marcada. También el resto de cofrades titánicos se presentan de manera anecdótica pero, recordemos, esta es la historia de Mandy, Mandy la adolescente airada y triste, donde solo su ombligo es lo que importa. ¿Es este un relato tipo madre-hija? Aunque la intención pueda ser esa, la realidad es que en ese aspecto se encuentra bastante a medio cocer, la dinámica entre ellas resulta desmañada. Y escasa.

También es curioso que nos muestren a una Mandy ajena a su herencia tamareana, Koriand’r parece que se ha concentrado en procurar a su hija una vida y educación humanas, todo lo más normal y corriente posible. Starfire quiere, como toda madre, proteger a su hija de un legado feroz y belicoso, el de su planeta natal Tamaran; no quiere que Mandy sufra lo que ella ha padecido. Pero esto traerá a su vez sus propios problemas, aunque también supondrán el catalizador de cierta nada inesperada metamorfosis.

Yo no soy Starfire es un tebeo que comienza con parsimonia y va cogiendo velocidad hasta un final que intenta alcanzar un clímax que no llega nunca, porque ya conocemos su desenlace. De sobra. No hay sorpresas, no hay emoción, aunque sí un poquito de humor. Se trata de un cómic bastante normalito, aunque para nada la bazofia que otros han querido ver en él.

No todo lo que escriba Tamaki tiene que ser Skim (2008), del que toma algunos ingredientes, o Laura Dean keeps breaking up with me (2019), esta señora también tiene derecho a realizar proyectos menos relevantes incluso vulgares, como es el caso, y no pasa absolutamente nada. Yo no soy Starfire es la calma que otorga la medianía, sin sobresaltos pero que tampoco llega a aburrir. Se nota que ha intentado caminar de puntillas sobre un terreno que muchos fanáticos consideran sagrado, y ha querido ofrecer una obrita competente y estupenda para lectores jóvenes. Aunque para mí lo mejor de este tebeo ha sido, sin duda, el arte de Yoshi Yoshitani.

Los Titanes siempre han sido una explosión de movimiento y color, y es algo que Yoshitani ha respetado a rajatabla, y que además encaja con su propio estilo también. Pero si de algo encontramos influencia clara es de las series animadas Teen Titans (2003) y Teen Titans Go! (2013), que a su vez tomaron elementos del mundo animanga (no en vano estaba Glen Murakami detrás de los dos proyectos). Hay mucho de su desenfado y agilidad en Yo no soy Starfire, así como de su paleta eléctrica y vivaz.

Pero Yo no soy Starfire no es un tebeo de superhéroes, de ahí que las viñetas sean más estáticas y se centren en la narración de los sentimientos y decisiones de Mandy, no en cazar villanos a través del espacio. Quien busque eso no lo va a encontrar, ¿puede ser esa otra de las razones por las que haya decepcionado tanto a algunos este cómic? No lo sé, pero ni los avances que se hicieron del tebeo ni las ilustraciones previas daban a entender algo diferente de lo que es, no hubo engaño.

¿Recomiendo Yo no soy Starfire? Es una lectura amena aunque predecible, agradable pero con una protagonista, Mandy, en una etapa de la adolescencia complicada, por lo que puede ser difícil empatizar con ella. No fue mi caso, yo también fui una zagala gilipollas y malencarada allá por el Paleolítico superior, qué tiempos.

No es una obra maestra ni tampoco el mojón diarreico que otros se empeñan en señalar, es solo la historia de la típica mozeta desorientada que encima tiene la mala suerte de tener una familia famosa e hijoputesca. ¿Merece la pena? En mi opinión es una curiosidad que gustará a los seguidores de Tamaki, donde encontrarán reverberaciones de otros trabajos suyos; y teniendo en cuenta su público objetivo, no está nada mal.

Para los que conozcan el universo clásico de DC, les va a ofrecer otra perspectiva, completamente inofensiva y algo insípida, todo hay que decirlo, pero también con su punto de diversión y malicia. Nada del otro mundo, pero Yo no soy Starfire es un cómic bien ejecutado y chuli, lo que no se puede decir de la gran mayoría de tebeos que pululan actualmente por las librerías.

Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

Tránsitos

Tránsito XVI: Shuga Shuga Rūn!

Continuamos con los Tránsitos, esta vez con una obra que se aleja del aire siniestro clasicote de estas fechas, y que nos acerca a su faceta más amable e inofensiva. Porque Halloween también es eso, todo hay que decirlo, una fiesta donde lo macabro se ha convertido en un mero recurso estético. ¡La domesticación del horror, el miedo y la muerte! Y encima dirigido al público infantil. Porque eso es Sugar Sugar Rune, uno de los mahô shôjo, herederos directos de la titánide Sailor Moon, más destacables de la primera década de los dosmiles. Así que cerramos Samhain con una obrita entrañable, divertida y sin pretensiones, que usa la fantasía oscura como un adorno de pastelería. Y con buen resultado.

Sugar Sugar Rune es un manga original creado por, ¡tachán, tachán! nada más y nada menos que Moyoco Anno. ¡Cómo! ¿Qué no sabes quién es? ¡Pero si hasta hay un asteroide que lleva su nombre! A poco que seas un otaco espabilado, es difícil que no hayas oído hablar de ella. Es una de las reinas indiscutibles del josei, discípula de mi amada Kyôko Okazaki, y puedes leer una reseña que escribí sobre su estupendo Gorda (1997) aquí. Sin embargo, Sugar² Rune es harina de otro costal. ¿Un manga de chicas mágicas escrito por la deslenguada de Anno? Eso es toda una curiosidad. O debería al menos serlo.

Se trata de una obra que tuvo un éxito fulminante, incluso ganó el Kodansha al mejor shôjo en 2005. Es un clásico ya. Consta de 46 capítulos distribuidos en 8 tankôbon, que fueron publicados entre 2003 y 2007 en Nakayoshi. Esta publicación ha editado nimiedades como Princess Knight (reseña aquí), Candy Candy, Bishôjo Senshi Sailor Moon o Cardcaptor Sakura, y es irrebatible que Sugar² Rune le debe muchísimo, por ejemplo, a los dos últimos mentados. No obstante, hay que tener en cuenta que el público objetivo de Nakayoshi es el femenino entre los 8 y los 14 años, y eso Moyoco Anno lo siguió a rajatabla. Sugar² Rune es un trabajo esencialmente infantil.

Pero, ¡oh, se me ha olvidado comentarlo! En realidad esta reseña no está dedicada al manga, sino al anime. Fue Pierrot el que se hizo cargo del proyecto, que consistió en 51 capítulos emitidos entre 2005 y 2006. Aunque esto no es un Manga vs. Anime, os adelanto que el tebeo está bastante mejor. Y eso que la serie animada no desmerece, pero el final es diferente y no profundiza tanto en las relaciones personales y los personajes secundarios. Sin embargo, el anime también tiene sus encantos particulares, por no hablar de que Anno asesoró en todo momento al equipo que lo estaba sacando adelante. Ahí estuvo Noriko Kobayashi (Slayers, Naruto, Gintama…) a la producción,  Reiko Yoshida (Violet Evergarden, Blood +, Koe no Katachi…) al guion y, ¡la música de Yasuharu Konishi! Miembro fundador de mis añorados Pizzicato Five, se hizo cargo de forma genial de la banda sonora. Los ops y ends también fueron compuestos por Konishi, y contaron con las letras de la propia Moyoco Anno. ¡Una maravilla, camaradas otacos! (Escuchar aquí)

Sugar² Rune narra la historia de dos jóvenes brujas, Chocolat Meilleure y Vanilla Mieux, que son enviadas desde el Mundo Mágico a la Tierra para recolectar corazones humanos. Ellas son las candidatas de su generación para ser elegidas Reina de la Magia, título que ostenta en esos momentos la madre de Vanilla, Queen Candy. Ellas son grandes amigas desde la infancia, se quieren mucho, aunque no pueden tener caracteres más dispares. Chocolat es una genki girl de manual, y Vanilla tímida y sumisa. Su misión es conseguir recoger el máximo número de corazones y superar las diferentes pruebas que les irán preparando, para ello las envían a un prestigioso colegio privado bajo la tutela del brujo Rockin’ Robin, que es un famosísimo idol también. Solo una podrá llegar a ser Reina, aunque la competencia entre ellas no es demasiado fiera debido a su profunda amistad.

Sin embargo, en el colegio se presiente una disonancia. El presidente del consejo de estudiantes, Pierre Tempête de Neige, muchacho de gran popularidad y con un club de fans femenino bastante hostil llamado «The Members», va extendiendo una red de sombras para acorralar lentamente a Chocolat. ¿Quién es ese altanero joven? ¿Qué quiere de nuestra heroína? Ella tiene sospechas, pero no puede evitar sentirse también atraída por su aura glacial y melancólica.

Por supuesto, Vanilla y Chocolat tendrán de fieles compañeros a sus dos espíritus familiares, la ratita Blanca y la rana Duke, para más adelante unírseles dos amigos del Mundo Mágico como caballeros protectores, los gemelos Saule y Houx. Este equipo y Rockin’ Robin, al que se acoplará de vez en cuando la insoportable Waffle (en la onda Chibiusa), formarán un entorno familiar bastante disfuncional, donde la comedia loca campará a sus anchas. El elenco de la escuela también estará conformado por personajes algo especialitos, llamando la atención sobre todo el magufo Akira Mikado, obsesionado con la ovnilogía y convencido de que Chocolat y Vanilla son alienígenas procedentes del espacio exterior.

La misión primordial de las niñas, cosechar corazones, no parece en principio complicado. Chocolat y Vanilla deberán encargarse de suscitar emociones positivas entre los humanos; cuanto más intenso sea ese sentimiento, más valor tendrá. Los corazones menos meritorios son los de color ámbar, producto de la sorpresa; los naranjas representan la atracción, los verdes la amistad, los violetas la pasión erótica, los azules un profundo respeto, los rosas un amor puro y platónico y, finalmente, los rojos el amor total. ¿Hay más colores? Sí, pero contaros sobre ellos estropearía la diversión.

Por supuesto, existen límites. El corazón humano es capaz de engendrar multitud de sentimientos y emociones (corazones en la serie) y es capaz de regenerarse, pero requiere de un tiempo mínimo de recuperación. Y otro tema importante es que las brujas y brujos solo tienen un corazón, y no pueden entregarlo a nadie si no quieren perder su alma y morir. La única excepción a esta regla es cuando se enamoran y son correspondidos, entonces pueden intercambiar su corazón con la persona amada, que tiene que ser forzosamente del Mundo Mágico.

Moyoco Anno creó una arquitectura algo tambaleante, pero lo suficiente firme para crear un universo sencillo sin grandes aspiraciones. Quizá radique ahí uno de sus atractivos, la falta total de pretensiones, y que se enfoque simplemente en el entretenimiento. No hay grandes reflexiones trascendentales, aunque sí cavila de manera tangencial sobre otros temas como la amistad, la disputa del poder o el papel de la mujer en la sociedad japonesa.

Los dos personajes principales, por ejemplo, representan el ideal de mujer japonés (Vanilla), y el estereotipo de la mujer occidental (Chocolat). Chocolat en el Mundo Mágico es popular con su talante directo y honesto, dueña de sus decisiones y con iniciativa, rebelde, de voluntad férrea y terca. Sin embargo, en el mundo humano su actitud y forma de ser no son aceptables, producen miedo, lo que hace su tarea de conseguir corazones muy difícil. Vanilla, poco admirada en el Mundo Mágico, se torna una triunfadora en Japón. La inseguridad, pasividad y tendencia a la humildad hacen de ella una mujer deseable por sus modales suaves y sentido de la obediencia. Una chica kawaii. De manera espontánea le llueven corazones. Chocolat, por otro lado, tiene que esforzarse muchísimo por lograr cada uno de sus corazones, la mayoría de las veces siguiendo planes absurdos que le hacen olvidar su objetivo inicial. Aunque aprende lecciones sobre el corazón humano muy provechosas, aprende a respetarlo.

Por supuesto, sus espíritus familiares representan el lado oscuro de sus personalidades: la inconsciencia y la desidia en el caso de Duke, la rana de Chocolat; y la malicia y la envidia de «mosquita muerta» en el caso de Blanca, la ratita de Vanilla. Y, a pesar de estas enormes diferencias, la relación entre Chocolat y Vanilla es saludable, de amistad verdadera. La tradicional competición que surge por acaparar la atención masculina no provoca en ellas ni rencillas ni celos. Ellas son más importantes que el conseguir gustar a un chico.

Hasta más o menos la mitad de la serie, los episodios de Sugar Sugar Rune son autoconclusivos y se limitan a contextualizar e ir presentando personajes. Me habría encantado que hubieran profundizado más en las relaciones interpersonales de algunos secundarios, porque quedan varios cabos sueltos y preguntas sin resolver; no obstante, la perspectiva general del panorama que nos proponen es coherente. Poco a poco, en capítulos en los que parece que no sucede nada, vamos presenciando el crecimiento personal de Vanilla y, sobre todo, Chocolat. Su evolución, cómo van madurando, y todo bajo un tono cómico muy accesible. Es casi imposible no coger cariño a este anime, rezuma dulzura.

Sin embargo, en su segunda mitad los acontecimientos comienzan a precipitarse; una oscuridad densa y muy real hace acto de presencia, ya no solo se presagia, está ahí. Y esa subtrama deshilachada que apenas asomaba el hocico de los primeros capítulos se convierte en el argumento principal. Sugar² Rune arranca con parsimonia, no le importa que la otaquería se impaciente a la espera de una urdimbre más espesa. Esta serie sigue su propio ritmo, y su objetivo es solo divertir. Nada más (y nada menos). ¿Que para eso recurre a capítulos de relleno? Pues sí, ¡y no pocos!

Sugar² Rune es un mahô shôjo inmaculado, con las características del shôjo más clásico a flor de piel: escuela-internado de clase alta, elementos occidentales por doquier, interés romántico inicialmente rechazado, orientación al mundo de los sentimientos, etc. Realiza homenajes a clásicos de la demografía con descaro, incluso llega a caer en la autoparodia con su exceso de flores al viento y estrellitas, pero es que uno de los puntos fuertes de la serie también es la comedia. En 51 episodios le da tiempo de repasar y tocar muchos aspectos del shôjo, aunque desde una perspectiva conservadora. Sugar² Rune no arriesga, pero tampoco le hace falta.

Sugar Sugar Rune es una serie para ver sin prisas, para degustar con tranquilidad  y disfrutar de su carencia de presunción. Al fin y al cabo, se trata de una obra para un público muy joven; y aunque se vislumbran boquetes argumentales del tamaño de Júpiter (dan miedo), se disculpan hasta cierto punto ya que no está en la naturaleza de este anime seguir la estela de Shôjo Kakumei Utena precisamente. ¿Lo recomiendo? Sí, claro, pero no hay que pedirle peras al olmo. Y, ¡ay, es tan tierno! Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

P.D.: La animación en sí es regulera, pero aceptable. No ofende, y la adaptación de los diseños de Moyoco Anno es honrada, con esas enormes cabezas y piernas kilométricas de delgadez extrema. El manga es más bonito, claro, muuuuucho más bonito.

Abril de ciencia ficción, literatura

Abril de ciencia ficción: creadoras a desvelar, autoras por descubrir

Mientras echaba un vistazo a todas esas obras de ciencia ficción japonesas que me encantan para escribir la siguiente reseña, me di cuenta de que casi todas ellas estaban escritas y/o dirigidas por hombres. Que no pasa absolutamente nada, conste en acta. Sin embargo, me hizo preguntarme: ¿dónde carajo están las mujeres en la SF nipona? Y me puse a investigar.

Y el resultado de mi pesquisas es este. La entrada de hoy es más un pequeño ensayo con mis descubrimientos personales, que han sido interesantes, pero que, por desgracia, no puedo disfrutarlos como debería. ¿El motivo? No hay demasiadas obras disponibles de escritoras sci-fi provenientes de Japón, por no hablar de que buscar información sobre ellas en un idioma inteligible ha sido tarea ardua. Así que he decidido compartir con vosotros mis indagaciones, y si encima hay suerte y el presente post logra atrapar la mirada de alguna editorial indulgente que se atreva a publicar algo de ellas, pues mejor que mejor (¡hola, Satori!). Hala. Ya lo he dicho.

He leído alguna cosilla suelta de las escritoras protagonistas de hoy, pero no os voy a engañar: de otras no he podido degustar nadanaditanada. Y de ahí mis grandes deseos de leerlas, mi súplica por que lleguen hasta nosotros, la necesidad de reivindicarlas. Todavía las mujeres se encuentran en cierta desventaja dentro de ciertos géneros literarios, y creo que merecen un empujoncito por nuestra parte, sobre todo siendo en su Japón natal ya novelistas reconocidas.

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¡Un aplauso para las Spacewomen, defensoras de la Tierra!

Hasta donde he podido rastrear en mi periplo internetero, la SF nipona escrita por mujeres florece en los años 70. Coincide con el auge que se vivió a nivel general en este tipo de literatura, con la asimilación de la Corriente Contracultural de finales de los 60, el movimiento de Liberación de la mujer, y el advenimiento de la Segunda Ola del Feminismo. ¿Quiere decir esto que fue una mera importación de lo que estaba sucediendo en el resto planeta? Como bien sabréis a estas alturas, camaradas otacos, Japón es otro mundo. A pesar de que confluyeron en el tiempo la SF feminista occidental y la SF creada por japonesas, en las islas la ciencia ficción femenina no siguió ninguna agenda política y se proclamó, por cierto, antifeminista.

¿Cómo puede ser esto así? Por varias razones. Japón es uno de los países desarrollados más androcéntricos y con una estructura patriarcal más rígida. En los años 60 y 70 todavía más. Los otacos sabemos esto de sobra, percibimos continuamente su disposición social a través de sus tebeos, juegos, anime. En las islas siempre se ha difundido una imagen desfigurada del feminismo, como una ideología extranjera e inmoral, cuyos defensores se distinguen más por su falta de control sobre las emociones que por su inteligencia. Esto no quiere decir que no existiera preocupación por la situación de la mujer en la sociedad japonesa; sin embargo, era la palabra feminismo la que generaba multitud de prejuicios.

Y se dio el hecho curioso de que muchas escritoras expresaban su repulsa hacia el feminismo y, no obstante, articularon en sus obras un vehemente discurso feminista. Con un panorama semejante, ya podréis imaginar que la ciencia-ficción escrita por mujeres en Cipango desarrolló características muy diferentes del resto. Y peculiares.

El espacio literario para escritoras de sci-fi en Japón no era demasiado amplio en los 70, pero algunas autoras lo fueron ampliando poco a poco, utilizando incluso la esfera existente del shôjo (manga, shôsetsu), ya afianzada desde hacía décadas, para seguir creciendo. Tomaron sus recursos y clichés sobre la femineidad, propios del patriarcado nipón y donde la presencia masculina era casi nula, y jugaron con ellos para crear una visión nueva. La suya.

En noviembre de 1975 la revista S-F Magazine dedicó sus páginas exclusivamente a obras escritas por féminas. Zenna Henderson, Marion Zimmer Bradley o Ursula K. Le Guin se codearon con dos autoras japonesas que estaban dando mucho que hablar: Yûko Yamao e Izumi Suzuki. Ambas estaban siendo importantes en el desarrollo de la ciencia-ficción nipona, ambas acabaron haciendo historia. Aunque por Occidente no se conozcan todavía demasiado. Sobre todo Suzuki, por la que siento verdadera fascinación. Así que, con vuestro permiso, voy a detenerme un poquito con ella. Creo que merece la pena. Y es una de esas escritoras que resulta imprescindible que tenga voz en lengua castellana (¿por favor?).

Izumi Suzuki (1949-1986) fue un ser humano excepcional, y como dijo el fotógrafo Nobuyoshi Araki, responsable de las fotos que veis arriba, «una mujer de su tiempo». Con ella empezó la ciencia-ficción japonesa creada por mujeres, donde la feminidad se deconstruyó y recreó de nuevo bajo sus propias reglas. Tuvo una existencia bastante agitada, de adolescente abandonó el instituto y huyó de casa para dirigirse a Tokio, donde trabajó de actriz en películas eróticas, modelo de desnudos y hostess en clubes. Pero fue una mención especial en la revista Shôsetsu Gendai de una historia suya la que le animó a buscarse la vida, y volcarse más adelante en la escritura. Sin embargo, para ella fue completamente inesperado que SF Magazine seleccionara su Majo Minarai (1975) para el especial de mujeres, y a partir de entonces fue publicando regularmente relatos. No se consideraba a ella misma una autora de ciencia-ficción, la catalogaron así.

Se casó con el saxo-alto Kaoru Abe, un músico de importancia capital dentro del jazz y el avant-garde en Japón; y fue a través de la película El Vals Eterno (1995), que vi hace tres  millones de años por lo menos, que oí por primera vez su nombre. En el film se centran sobre todo en la figura de Abe, muerto en 1977 de una sobredosis de Brovarin, y pasan un poco por alto la significativa actividad literaria de Suzuki. Es una película más bien sobre la relación tormentosa, tóxica que mantuvieron, inmersos en una espiral de autodestrucción. Pero sirve para enmarcar en cierta forma la intensidad con la que sentía el mundo la escritora. Su estilo de vida fue bastante inusual y errático, lo que no le impidió ser consciente del gran maelstrom que representaba la sociedad de consumo japonesa de los 80, que lo engullía todo en su vacío. Y así lo plasmó en sus obras, con gran realismo. Izumi Suzuki quizá sea, junto a Yukio Mishima, una de las creadoras que más controversia generaron en su época; y como el propio Mishima, también decidió suicidarse.

Los trabajos de Suzuki son hijos de su época, toman mucho del espíritu antiautoritario de la Contracultura y posee ingredientes claramente feministas y de la ficción transgresiva. Una de sus obras más representativas, Onna to onna no Yononaka (1977), plasma muchas de estas ideas, explorando la viabilidad del feminismo separatista y los límites del amor heterosexual. La conclusión a la que llega es ambigua, aunque la desconexión entre el mundo masculino y el femenino no la considera positiva. El quid sería cómo lograr una coexistencia que no supusiese opresión para las mujeres. Y en ese tema Suzuki no fue muy optimista.

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Yûko Yamao

Si Izumi Suzuki fue clave en el desarrollo de la SF escrita por mujeres en Japón, su contemporánea Yûko Yamao (Okoyama, 1955) no le fue tampoco a la zaga. Una de las características más evidentes de la SF nipona es que es experta en recrear atmósferas y estados de ánimo más que enfocarse en la acción. Y en los trabajos de Yamao es, precisamente, lo que encontramos. Estuvo varios años, desde 1985 hasta 1999, sin escribir porque decidió dedicarse a la crianza de sus hijos; pero, afortunadamente, regresó a la actividad literaria. Por lo que he podido indagar, se trata de una autora a la que le gusta introducir elementos surrealistas y del mundo de la fantasía, con una tendencia marcada a la meditación y el buceo en los mares de gamas de grises. Sus trabajos más destacables son Kamen Butôkai (1973), que quedó finalista en los galardones Hayakawa de SF, Yume no sumu Machi (1976), Lapis Lazuli (2000) y Perspective (2010). Ha tratado de manera bastante singular el tópico recurrente en el género de «lo femenino como monstruoso», y de su combate como una manera de dominar la sexualidad femenina y delimitar la feminidad. No deja de ser una metáfora. La mujer que se convierte en monstruo es la que desafía el orden social y expresa su inconformismo. Pero Yamao, como otras escritoras también, no pelea contra el monstruo: lo acepta como es e, incluso, justifica su supervivencia.

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Mariko Ôhara

Y desde el punto de vista femenino, el monstruo puede adquirir muchos rostros, incluido el de la madre. Y Mariko Ôhara (1959) resulta una autora que es obligatorio mentar por muchísimos motivos. Tanto por sus contribuciones al concepto de «lo femenino como monstruoso» en su Moshimo to iu Jikkenba de: Josei Sakka ni totte no haha: 2777-nen no Jo-ô (1995), donde elabora la idea del «fascismo maternal», como en su monumental Hybrid Child (1990), que se llevó dos veces el premio Seiun (1990, 1991) y es uno de sus trabajos más destacados, ¡y traducido al inglés, otaquería! Ojalá llegue pronto al español. Aunque, gracias a Satori (siempre GRACIAS) en su recopilatorio Japón Especulativo podéis disfrutar de uno de sus relatos más conocidos en Occidente: Chica (1984). Ôhara es una de las grandes de la SF nipona, y es versátil como ella sola porque escribe guiones para manga, ensayos, novelas, videojuegos, radiodramas, reseñas… Y ha destacado por tratar temáticas transgénero y feministas con franqueza. En sus obras la mujer posmoderna japonesa, incrustada en un medio capitalista hipertecnificado, se enfrenta constantemente a la imagen tradicional femenina.

Otra escritoria esencial es Motoko Arai (Tokio, 1960), que eligió adherirse a esas escritoras SF que aprovecharon la esfera del shôjo (manga, shôsetsu) para desarrollar sus carreras. Y con bastante acierto. Es toda una celebridad. El shôjo es una noción que pertenece al universo femenino tal como lo plantea la sociedad patriarcal japonesa, y representa un momento en la existencia de la mujer que no se corresponde ni a la infancia ni a la adultez. Un intervalo reducido de tiempo donde la mujer todavía puede disfrutar de ciertas libertades y privilegios, pues no existen las restricciones que los roles de esposa y madre le exigen. Este intervalo de tiempo, además, está restringido a ciertos espacios donde lo masculino apenas tiene presencia.

Arai hizo suyos los procederes del shôjo para subvertirlos y usarlos de medio para transmitir un feminismo muy personal. Pero su objetivo no fue proselitista sino simplemente narrar historias de ciencia-ficción donde, además, destacaba un uso del lenguaje natural, reflejo del que las propias adolescentes utilizaban. De hecho, Arai fue la responsable de la popularización del término otaku. En su momento se trató de toda una revolución que no fue bien recibida por todos, sin embargo su influencia se ha dejado notar hasta en autoras contemporáneas como Yoshimoto Banana (1964).

Motoko Arai fue una escritora precoz, con 16 años ya empezó a hacer sus primeros pinitos en competiciones literarias, y con 18 su novela Atashi no naka no… (1978) fue muy elogiada y obtuvo una mención especial por parte del autor de microrrelatos Shinichi Hoshi (que era muy amigo de Osamu Tezuka, por cierto). Mientras estudiaba en la Universidad de Rikkyô literatura alemana, ganó dos premios Seiun con sus novelas Grîn Rekuiemu (1981) y Nepchûn (1981). Cuando se graduó ya había escrito 8 libros en total, y vinieron muchos más, de entre ellos a destacar Chigurisu to Yûfuratesu (1999), que se llevó el Gran Premio de ciencia-ficción de Japón.

Estas tres señoras que veis son Yumi Matsuo (Kanazawa, 1960), Hiromi Kawakami (1958) y Motoko Arai. Sobre Matsuo-sensei, su primer trabajo, Ijigen kafe terasu (1989), fue publicado cuando todavía trabajaba de OL (office lady), que es el empleo administrativo que las grandes empresas asignan al personal femenino, sin perspectivas de ascenso profesional ya que se da por hecho que cuando se casen dejarán su puesto para dedicarse al hogar. Se graduó en literatura inglesa en la Universidad de Ochanomizu, donde era miembro del grupo de investigación de ciencia ficción. Matsuo suele incorporar ingredientes de otros géneros a sus obras, como la fantasía o el romance. También suele parodiar los recursos de autores conocidos, como Arthur Conan Doyle, Ray Bradbury, Agatha Christie o Frederick Brown, ya que los conoce muy bien. Desde muy niña tuvo acceso a la literatura SF porque su padre era un auténtico fanático; pero precisamente por tenerla a su alcance, no le prestó la atención debida hasta que llegó a la universidad.

Y en 1994 publicó el que es su relato más conocido: Barûn taun no satsujin. En él, desde una postura próxima al postfeminismo, Matsuo ayudó a evidenciar la invisibilización existente hacia la mujer embarazada en la sociedad japonesa, deconstruyendo a su vez estereotipos. El relato se desarrolla en un sector de Tokio aislado del resto del mundo, y habitado únicamente por embarazadas. Son mujeres que eligen tener sus hijos de manera tradicional, a pesar de la existencia de úteros artificiales. Y en esa especie de región autónoma, con sus propias instituciones y recursos, una serie de crímenes tienen lugar. Asesinatos cometidos por una mujer embarazada. Y es otra señora preñada la que debe resolver los misterios, claro.

Como en la sociedad japonesa, donde los espacios femeninos ocupan los márgenes y se encuentran estrictamente acotados, Barûn taun no satsujin plasma una realidad donde el cuerpo femenino en transformación también es segregado y circunscrito en su ghetto. Pero al contrario que en la vida real, donde un organismo gestante no es admisible por los cánones de belleza establecidos, en la narración cobra protagonismo y es aceptado como propio de la naturaleza humana. Y como seres humanos, las embarazadas pueden cometer crímenes, resolverlos o simplemente salir a la calle y hacer lo que les venga en gana. Desconozco si los hermanos Coen leyeron esta narración, pero su película Fargo (1996) comparte algunos rasgos en común. Y donde su influencia resulta todavía más patente es en el maravilloso manga Wombs (2016) de Yumiko Shirai, cuya reseña podéis leer aquí.

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Haruna Kawaguchi e Issey Takahashi, protagonistas de la adaptación fílmica de la novela de Yumi Matsuo «Kugatsu no Koi to Deau Made» (2007), que se estrenó en marzo de 2019.

Sobre Hiromi Kawakami, por ejemplo, creo que no hay mucho que decir, porque es una autora bastante conocida en Occidente. Ha sido galardonada con sendos premios Tanizaki y Akutagawa, y unos cuántos más no menos importantes. Y, por supuesto, también ha contribuido con su granito de arena a la SF japonesa. De manera similar a Yûko Yamao, a mediados de los 80 decidió retirarse de su trabajo como profesora de instituto para casarse; sin embargo, regresó en los 90 para beneficio de todo el universo. Incluida ella misma. El recopilatorio Japón Especulativo de Satori (gracias, gracias, gracias hasta el infinito) contiene un relato corto suyo, Mogera Wogura (2002), muy recomendable.

¿Y podría realizar un artículo dedicado a autoras japonesas sin mentar a Kaoru Kurimoto (1953-2009)? Es algo impensable pero, de todas formas, ya escribí sobre ella cuando realicé la reseña del anime inspirado en su saga literaria de Guin. Es una bestia parda de la literatura japonesa, insuperable en muchos aspectos. Y como me está quedando una entrada de un tamaño bastante respetable, voy a ir terminando. Creo que es importante citar a gente como Reiko Hiwaka (1958), la laureada Setsuko Shinoda (1955), Aki Satô (1960), la reina del steampunk Fumio Takano (Ibaraki, 1966) o Yoriko Shôno (1956).

Hace unos días que he terminado de leer, por cierto, dos cuentos estupendos: Real Boys de la escritora Clara Kumagai, y Notes from Liminal Spaces de Hiromi Goto. Me han encantado. Ambos se hallan incluidos en la compilación Sunspot Jungle Vol. 1 (2018), que también os recomiendo por su enorme variedad. Por lo que, como podéis comprobar, el panorama en la ciencia ficción japonesa escrita por mujeres es fértil y de calidad, pero necesita más difusión. Servidora solo ha arañado la superficie.

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Con todos ustedes, la bestia parda Kaoru Kurimoto. On your knees. YA.

Si os habéis quedado con ganas de más, os recomiendo la lectura del magnífico ensayo El espacio, los cuerpos y los aliens en la ciencia-ficción femenina japonesa (2002) de la crítica literaria Mari Kotani (1958), y que podéis leer íntegramente aquí (francés). Muchas ideas de la entrada las he encontrado en sus páginas, he aprendido mucho. También el ya mencionado volumen Japón Especulativo de Satori Ediciones me ha brindado información valiosa. El resto ha sido ir recogiendo miguitas por un lado y por otro en internet. Espero que muy pronto tengamos entre manos más información disponible sobre estas autoras (¡y otras muchas más!). Lo merecen. Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

Shôjo en primavera

Shôjo en primavera: La princesa Caballero de Osamu Tezuka

Hoy es mi cumpleaños y como es un día especial, hay entrada nueva en SOnC. Un regalo de mi parte para vosotros. Espero poder volver a retomar el ritmo habitual en el blog después de unas semanitas con la mente en otros asuntos, o al menos esa es mi intención. Y para comenzar con buen pie, nada mejor que un clasicote comiquero de los gordos. Llevo reservándome la reseña de este manga desde hace unos cuantos meses, pero es que merece un lugar destacado dentro de esa sección que, tras el equinoccio vernal, se despereza y asume protagonismo en SOnC: Shôjo en primavera. Y es que La princesa caballero o Ribbon no Kishi  de Osamu Tezuka son palabras mayores, nos estamos refiriendo a uno de los pilares básicos de una de las demografías más populares e importantes del universo manga. Fue un antes y un después en el shôjo.

El papel de Manga no Kamisama fue fundamental para el desarrollo del manga para chicas, pero no fue su único autor. Leiji Matsumoto y su Midori no Tenshi (1959),  Macoto Takahashi y su Sakura Namiki (1957) o la pionera Miyako Maki y su Maki no kochibue (1960), son solo tres ejemplos de lo que en los años 50-60 ya se estaba realizando. Sin embargo, Ribbon no Kishi se puede considerar la más célebre de las obras que asentaron sus bases, y una de la más tempranas. Aunque no la primera. Ese honor corresponde a Nazo no clover (1934) de Katsuji Matsumoto.

Con una evidente inspiración en los espadachines que Douglas Fairbanks y Errol Flynn interpretaban en el cine, Nazo no clover o El trébol misterioso relata las peripecias de una muchachita disfrazada de hombre que, enmascarada, defiende a los débiles de los abusos de la nobleza. Apareció como contenido extra en el número de abril del legendario magazine Shôjo no tomo (1908-1955), cuya contribución en la gestación de la estética, el arte y lenguaje visual del futuro shôjo fue incalculable. Es ahí donde comenzamos a vislumbrar esos ojos enormes y acuosos de la demografía, y que son la fuente de todo el sentimentalismo a flor de piel de sus historias. Junto a una belleza lánguida e idealizada de la naturaleza, con pétalos al viento y estrellitas, conformaron ese estilo denominado jojô-ga (dibujos líricos), que se convirtió en marca de la casa.

Sin embargo, no debemos perder de vista que el shôjo como tal nació tras la II Guerra Mundial y no terminó de desarrollarse hasta los años 70. Es consecuencia directa de la modernización de Japón, ya que no deja de ser una actualización a la sociedad capitalista de los tradicionales roles de género, y una manera de controlar a las futuras procreadoras de la nación. De ahí que, desde las primigenias novelas shôjo shôsetsu hasta los tebeos, transmitieran un código rígido e inmutable sobre lo femenino, que difundía entre las jóvenes urbanitas de clase media un ideal de mujer elegante, sumiso y enfocado al hogar. Ese ryôsai kenbo de la era Meiji que instaba a ser buenas esposas y madres sabias, lamentablemente, continúa algo vigente.

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Una de las portadas de «Maki no kochibue» (1960) de Miyako Maki

El primer Ribbon no Kishi de Tezuka fue publicado entre 1953 y 1956; y constó de 16 episodios distribuidos en 3 tankôbon. Luego vendría su secuela Futago no Kishi (1958) y una nueva versión del manga original en 1962, realizada por el propio autor. Por eso, a la hora de afrontar la lectura de esta obra, hay que tener muy en cuenta la época en la que fue creada. Como siempre suelo comentar (y no me cansaré de hacerlo), juzgar las obras del pasado con la visión del presente no es ni sabio ni inteligente. En La Princesa Caballero hay misoginia, machismo e incluso transfobia. Eso es una realidad. Pero en su momento, ninguno de esos conceptos se solían trabajar en Japón; y mucho menos en productos dirigidos a niñas. Y a pesar de todo, Ribbon no Kishi fue una obra atrevida y valiente; que junto a Tetsuwan Atom abrió las puertas a una nueva concepción del tebeo nipón, y donde las jovencitas podían verse reflejadas en un personaje dinámico y perspicaz, con iniciativa y poder.

No es ningún secreto que para crear a su princesa Zafiro Tezuka, además de conocer casi con seguridad Nazo no Clover de Katsuji Matsumoto y estar familiarizado con La Pimpinela Escarlata (1905) o el Zorro de Johnston McCulley, se dejó imbuir del espíritu del Takarazuka Revue y sus otokoyaku. La idea de vestir de hombre a una mujer y brindarle atributos tradicionalmente masculinos como el coraje, la intrepidez y la habilidad en el combate provino de este espectáculo teatral centenario que ha fascinado a decenas de generaciones de japoneses. Y lo sigue haciendo en la actualidad.

¿Era necesaria esta introducción para escribir la reseña de Ribbon no Kishi? La mayoría de las cosas apuntadas ya las he ido comentando en más profundidad por las diferentes entradas de Shôjo en primavera. Sin embargo, creo que recordarlas no viene nada mal, sobre todo para refrescar la memoria y dejar claro que La Princesa Caballero es hija de su tiempo, y que como tal hay que valorarla. Su trascendencia es innegable, sus tentáculos alcanzan el presente y han dejado huellas indelebles en las obras de muchos creadores y artistas. Dentro y fuera del shôjo.

Cuando vio la luz, Ribbon no Kishi no tenía demasiadas expectativas de sobrevivir; en esa época nadie habría apostado por una serie regular exclusiva para niñas. Nadie salvo Tezuka, que ya había escrito un par de historietas para chicas (Mori no yonkenshi, Kiseki no Mori no Monogatari) como ensayo a su La Princesa Caballero. Fue publicada en la Shôjo Club durante 3 años y resultó un éxito absoluto. Y así comenzó todo: fiat shôjo.

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«Princesa Caballero» (2016) de Phillip Light para el homenaje a Osamu Tezuka de Gallery Nucleus.

Ribbon no Kishi fue publicado en España en 2004 de la mano de  EDT (por entonces Glénat) en 3 tomos; y Planeta, que quiere dejar claro que sigue teniendo mucho que decir en el mercado del manga, se desmarcó este pasado 2018 con una maravillosa edición integral de tapa dura, 687 páginas y casi kilo y medio de Kamisama no Manga. ¡Y que no se me olvide, con la siempre excelente traducción de Marc Bernabé!

Como bien sabréis los fans de Tezuka, Planeta está publicando una serie de clásicos imprescindibles de su bibliografía como Astro Boy, Black Jack, Fénix, Ayako o una majestuosa antología que incluye Metrópolis, Lost World, Next World y La isla del Tesoro. Y La Princesa Caballero brilla con luz propia entre ellos. Una demografía que ha sido tan denostada desde sus primeros pasos, está recuperando el espacio que le correspondía por derecho propio; y Ribbon no Kishi se revela como ese clásico esencial a redimir. Porque se trata de una obra a la misma altura que Astroboy.

¿Y de qué va La Princesa Caballero? Pues es una serie de historias, inspiradas en los cuentos del folclore centroeuropeo de Charles Perrault y los hermanos Jakob y Wilhelm Grimm, que cuenta los avatares de la princesa Zafiro. Ella es la hija de los reyes del país de Silverland, con una predecible ley sálica, lo que le impide acceder al trono. Sin embargo, las circunstancias son mucho más complicadas de lo que podría parecer. Antes de nacer, en el cielo, los bebés reciben un corazón azul si van a ser niños o uno rojo si van a ser niñas. Tink, un querubín bastante travieso y atolondrado, decide que Zafiro tiene cara de chico, así que le asigna un corazón azul. Pero cuando llega su turno de verdad (tiene el número 110), le es concedido un corazón rojo, por lo que acaba teniendo los dos a la vez.

¿Qué será de Zafiro? ¿Mujer u hombre? Tink la ha liao parda, así que Dios lo envía a la Tierra para que, si nace niña, le arrebate el corazón azul. Y Zafiro resulta ser chica, y así es anunciada a los mensajeros del palacio real; sin embargo, por una confusión tonta, entienden que es chico, y es proclamada públicamente como hombre. Y heredero al trono de Silverland. Pero la cosa no queda ahí, el gran duque Duralmin (pérfido y malvado) sospecha que hay gato encerrado y que su hijo debería ser el auténtico futuro rey. Por lo que maquina para destapar el enredo. Mientras tanto, Zafiro es educada tanto como chica como chico, ya que al poseer ambos corazones posee las supuestas cualidades de ambos géneros; y solo el médico, el aya y los reyes conocen el secreto. Y Tink, por supuesto, que pretende llevar a cabo su misión.

Zafiro parece esquivar bien las intrigas de Duralmin, y aunque echa de menos no poder mostrarse en público como mujer, encuentra la manera de disfrazarse durante el Carnaval y disfrutar de los bailes y las fiestas que se celebran. En una de ellas conoce al primogénito del rey del país vecino, Goldland. Su nombre, Franz Charming; y Zafiro se enamora perdidamente. Será ese amor es el que dicte su destino final.

En La Princesa Caballero, como no podía ser de otra forma, suceden muchas más cosas. Estas son las premisas básicas de un manga en realidad conformado por multitud de cuentos, donde desfilarán un amplio abanico de personajes. Porque son cuentos a la occidental, con su potente sustrato cristiano e influencia de los fairy tales europeos. La narrativa es sencilla y lineal, dirigida al público familiar y centrado en el infantil, por lo que encontraremos en abundancia los habituales recursos cómicos de Tezuka, y una caracterización de los personajes que roza la parodia. Los villanos son muy villanos, los personajes cómicos muy reconocibles y los buenos estúpidamente intachables. Son como máscaras de teatro, arquetipos que ayudan en la construcción de una firme arquitectura social que no debe quebrarse.

Por supuesto, hay excepciones, y la proverbial habilidad de Kamisama no Manga para giros argumentales inauditos logra hacer de Ribbon no Kishi una lectura divertida y equilibrada. Resulta un tebeo de verdad entretenido, que sorprende por su frescura a pesar de tener más de 60 años. ¡Ha envejecido estupendamente! La notoria (y deliciosa) ingenuidad que exhala se diluye en la usual crueldad de los cuentos de hadas, ahí tenemos continuas referencias a Los seis cisnes, Cenicienta, La Bella Durmiente u obras de ballet como El Lago de los cisnes, que adquieren un nuevo rostro en este manga.

¿Y cuáles son esas excepciones de las que hablamos? Pues, por ejemplo, hay dos personajes que, personalmente, me gustan mucho, y representan una ruptura más dástrica hacia los rígidos roles de género de ese tiempo que la propia Zafiro. De hecho, Zafiro como protagonista del tebeo, debe doblegarse finalmente a las convenciones sociales de la época. No hay que negarle su osadía en ciertos aspectos, pero esa audacia siempre se justifica porque tiene un corazón masculino. En cuanto le falta, se convierte en la típica damisela en apuros; y no hay que olvidar que su móvil y objetivo es el amor de un príncipe azul. Sin embargo, en los secundarios Tezuka asume más riesgos, como son los casos de la diablesa Hecate y la espadachina Friebe.

El caso de Hecate es especialmente fascinante, pues además es plasmada como una auténtica beatnik, una anacronía en toda regla en la ambientación medieval del manga. Hecate además es un personaje que evoluciona, un perfecto ejemplo de gris. Rompe con el binomio bueno vs. malvado, se niega a dejar de ser ella misma: no quiere el corazón rojo de Zafiro para ser más «femenina», se rebela ante la autoridad materna (Madame Hell), no quiere casarse con el Príncipe y acaba ayudando a Zafiro.

Friebe, por otro lado, es la abuela de Utena Tenjô. Punto. Es senshi por elección personal, no espera pacientemente a que aparezca el hombre de su vida, sino que se lanza a buscarlo con una espada en la mano. Que resulta ser Zafiro. Es arrogante, intrépida y temperamental, lo que no es óbice para que también sea toda una experta en actividades domésticas. Más que Zafiro, es Friebe la que representa la unión de los paradigmas de lo masculino y femenino de la época, y lo más importante: sin conflicto, sin necesidad de recurrir a un corazón azul. Friebe elige su propio destino, no aguarda a que decidan por ella.

Zafiro en realidad no es libre, sino vasalla de sus responsabilidades como futura monarca, y debe obediencia a sus padres; por lo que debe ocultar su identidad femenina. Su interior se encuentra en guerra, una guerra que las circunstancias exacerban y la conducen a tener que elegir, ya que albergar dos corazones se manifiesta como incompatible. Y Tezuka hace muy patente esa disputa íntima, pero siempre, recordemos, desde la perspectiva de su contexto histórico. En Ribbon no Kishi no hay espacio para el género no binario o las identidades transgénero; a pesar de que fue una obra rompedora, continúa sujeta a la ideología hegemónica del Japón de los años 50. Y hay machismo para parar un tren de mercancías, no se le pueden pedir peras al olmo.

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Friebe y Zafiro

La Princesa Caballero es un prodigio que se continúa disfrutando en la actualidad sin problemas a pesar de todo. Tiene la ventaja de poseer diferentes niveles de lectura, tanto para niños como grandes, donde Manga no Kamisama inoculó sus inquietudes (que eran muchas) y espíritu antibelicista. Y siempre con un optimismo a prueba de bombas. Tezuka hace un alarde de imaginación extraordinario, con una flexibilidad a la hora de combinar diferentes géneros (misterio, aventuras, fantasía, terror, etc) que resultaban inesperados para lo que se solía ofrecer al público femenino en la esfera del shôjo shôsetsu. Son tantas las aventuras y vicisitudes que se narran (deudoras del emonogatari), con tantos recursos innovadores que luego se convertirían en cliché de la demografía, que sería imposible enumerarlos todos: amnesia, luchas con piratas, brujas malvadas, diosas celosas, metamorfosis varias, amores imposibles, bailes de máscaras…

Respecto al arte, es meridiano que la Blancanieves de Disney sirvió como modelo para Zafiro; y en general el animador estadounidense fue una influencia dominante en los trabajos de Tezuka,  tanto en papel como en cel. Las profusas escenas con animalitos, de nuevo remiten a Disney, así como la dinámica de las viñetas, que parecen más un dibujo animado que una mera ilustración. El dibujo fluye con facilidad ante los ojos, lleno de energía. Los diseños son engañosamente sencillos, pero en su simplicidad se esconde un estudio minucioso que elige de manera lúcida un estilo aniñado y dulce, de fisonomía manierista (esas cinturillas de avispa, esas piernas interminables… ay) que se convertirían en marca de agua del shôjo. La sensación es de estar ante un trabajo sin duda vintage, pero también pasmosamente contemporáneo. Por eso es un clásico, caramaradas otacos.

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Princess Knight (Ribbon no kishi), 1965, de Osamu Tezuka. Procedente de la exposición «Tezuka: The Marvel of Manga» del Museo de Arte Asiático.

¿Qué más puedo añadir a la reseña de La Princesa Caballero? La verdad es que no demasiado, porque tampoco deseo destripar la obra ni hacer un análisis exhaustivo, que haría necesarias bastantes entradas más. Esto es un blog, no una tesis doctoral, amiguitos. La presente solo tiene por objetivo ser una introducción y, si no habéis leído el manga, despertar vuestro apetito. Y no solo hacia este tebeo, sino al shôjo y a otros trabajos de Tezuka de su primera etapa. Espero que haya logrado un poquito su propósito. Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

cine, Noirvember: los bajos fondos de Japón

Noirvember: Flor pálida (1964) de Masahiro Shinoda

Y vamos a cerrar el Noirvember: los bajos fondos de Japón de este 2018 con una película a la que tengo mucho cariño. No he podido evitar dejarme este caramelito para el final, pues se trata de uno de mis noir favoritos. Y si digo favorito me refiero en general, no solo al cine japonés. Flor pálida (1964) o Kawaita Hana de Masahiro Shinoda es una obra maestra de esas que quedan sepultadas bajo las monstruosidades imprescindibles de Kurosawa, Ozu o Mizoguchi. ¿Quién no ha visto, aunque sea solo una vez, Los siete samuráis (1954) de Kurosawa? ¿Qué alma perdida no conoce Tokyo Story (1953) de Yasujirô Ozu?  ¿Y la maestría de Mizoguchi en La vida de Oharu (1952)? Todo el mundo sabe, como mínimo de oídas, sobre estas películas, ya que son auténticas joyas del cine mundial. Y Flor pálida merecería estar también entre ellas, porque no tiene nada que envidiarles. Desgraciadamente, se halla todavía en ese coto hostil del connaisseur, apartado del ojo del gran público donde pertenece.

Pero en SOnC queremos remediar eso, y aunque nuestro radio de influencia es ridículamente exiguo, ¡eso no nos va a desanimar! Algún día, en algún momento del nuevo siglo, un peregrino de internet, perdida por completo la orientación en sus infinitas búsquedas, llegará hasta aquí. Y sabrá, si decide continuar leyendo, de esta extraordinaria película que cambiará su vida. Sin duda.

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De Masahiro Shinoda (Gifu, 1931) ya he hablado en otras ocasiones por aquí, y aunque en mi humilde opinión es un cineasta un poquitín irregular (aunque muy versátil, ojo), las obras que me han convencido de él, sin embargo, me han dejado siempre embelesada. Este señor tiene un refinado gusto por el detalle, una delicadeza plena de sobriedad y, a la vez, ensueño. Y en Flor pálida encontramos eso, a pesar de la ferocidad de las materias que toca. No quiero escribir una reseña excesivamente larga (a ver si lo consigo), porque se trata de un film con un guion muy sencillo, y que está creado para provocar sentimientos encontrados y estimular reflexiones personales. Así que intentaré seguir los consejos del ilustre filósofo Baltasar Gracián, que desde las profundidades del s. XVII nos avisaba de que  «lo bueno, si breve, dos veces bueno». Ahí queda.

Flor pálida la podemos incluir tanto en del noir como dentro de la Nueva Ola japonesa o Nûberu Bagû. A diferencia de sus hermanas francesa y polaca, nació en el seno de una major, Shochiku. La llegada de la televisión a los hogares estaba alejando a los espectadores de las salas de cine, y las productoras empezaron a idear nuevas formas de atraer a la gente. Nikkatsu, por ejemplo, se enfocó en el público juvenil; y Shochiku, que estaba adquiriendo una peligrosa fama de hortera, decidió apoyar a una nueva generación de directores que abogaban por una renovación profunda del cine. Nagisa Ôshima, Yoshishige Yoshida y Masahiro Shinoda fueron sus adalides, aunque otros creadores como Hiroshi Teshigara, Shôhei Imamura o Yasuzo Masumura, entre otros, aportaron lo suyo. Tomó el relevo de las majors a finales de los 60 The Art Theatre Guild, que continuó apoyándolos.

La Nûberu Bagû, aunque tenía nexos en común con la Nouvelle Vague, no fue solo una buena imitación de la europea. Como era de esperar, adquirió una singular personalidad. La Nueva Ola japonesa buscaba emanciparse de las formas del cine de posguerra, experimentar, encontrar su propio lenguaje y trabajar temáticas hasta entonces impensables, acordes a la realidad social: la discriminación hacia los burakumin y los coreanos, la liberación de la mujer, la alienación de la juventud tras la ocupación norteamericana o la violencia descarnada (para nada heroica) de la yakuza. Fue un movimiento artístico además bastante heterogéneo, donde Flor Pálida brotó no sin ciertas dificultades iniciales, para finalizar siendo un éxito algo controvertido.

Kawaita Hana narra la historia de un yakuza recién salido de la cárcel, Muraki. Asesinó a un hombre de un clan rival. El mundo ha cambiado desde entonces, pero en otros aspectos permanece igual. Sus reflexiones, de tono nihilista y misántropo, abren el film como una tajante declaración de principios. Muraki es un fatalista que acepta con estoicidad gélida su papel. Aun así, siempre seguirá su propia senda, pero con una lealtad absoluta al oyabun, con un respeto devoto a su ceremonia y ritual. Ser yakuza es lo que le define, y lo asume sin titubear. Él es un hombre además austero, y se permite muy pocas indulgencias. La principal de ellas son las cartas hanafuda: le encanta apostar. Y en uno de los locales clandestinos donde yakuza y otras gentes de vida complicada se reúnen para jugar, conoce a Saeko.

Saeko es una niña bien tokiota que está enganchada al juego. Apuesta grandes sumas de dinero, que gana y pierde sin pestañear. Es distante, fría e inteligente, justo el polo opuesto de mujer al que Muraki está acostumbrado. Ambos se perciben de manera inmediata, y la atracción surge de forma natural. Los dos orbitan el uno en torno al otro, sin tocarse, pero más próximos entre ellos que cualquier otro ser humano. Muraki la presenta en nuevos locales de juego donde las apuestas son desorbitadas, pero para Saeko, que es una yonqui de las emociones fuertes, no parece ser suficiente. Sin embargo, la presencia de un nuevo miembro del clan, el hongkonés Yoh, llama su atención. Su fama es nefasta, se trata de un silencioso drogadicto de mirada letal. Muraki instintivamente detecta que es un peligro para los dos, pero a Saeko esa amenaza la excita más.

Hay tres cosas que resplandecen como un reactor nuclear en este film: las personalidades de Muraki y Saeko, el sonido y su elegante composición. El resto casi (y remarco el casi) palidece. Muraki y Saeko son todo actitud. Muraki, una contradicción andante: lobo solitario y fervoroso siervo, clásico antihéroe pero de mediana edad, cauteloso aunque apasionado, un existencialista que vive como un ermitaño y, a la vez, un jugador empedernido; compasivo pero que únicamente es capaz de alcanzar el éxtasis matando. Es un profesional impasible. Saeko, una enigmática femme fatale para la que todo es un juego, que arriesga, gana y pierde con impavidez. Una mujer que desea sentir pero no sabe cómo, y que busca sin cesar ir más allá. Más dinero, más velocidad, más riesgo. Algo que desate un chorro de adrenalina que atrape la euforia, traspasar la muerte.

Ambos aman el silencio, ambos son profundamente inmorales. Y los dos compartirán un extraño amor fou que se expresará a través de los espacios, distancias y vacíos. La suya no es una historia de redención, sino de hundimiento y decadencia. Voluntarios, además. Un cuento de autodestrucción que halla su inspiración en Las flores del Mal (1857) de Charles Baudelaire.

Es curioso que un vértice del triángulo del film apenas haga acto de presencia más que un par de minutos en total. Yoh, el inquietante y pálido toxicómano que nunca juega, solo observa, brillante como el filo de una navaja. Él será el catalizador, una atracción fatal para Saeko en su búsqueda inconsciente de la muerte. La personificación del tan anhelado caos. El resto de personajes secundarios son esbozados con rapidez y trazo grueso, pero son fácilmente identificables: el cachorro violento y fiel, la amante despechada, el colega hedonista y cool, etc. No hay blancos, no hay negros; solo un horizonte infinito de grises.

Pale Flower nos sumerge en los bajos fondos de la ciudad portuaria de Yokohama. Con sus callejuelas estrechas, comercios destartalados y fauna de escasa confianza. Es un paisaje urbano predominamente nocturno, a ratos asaltado por negros chubascos, donde las casas de juegos ilegales se llenan de espesos humos y miradas febriles. Todos se conocen, los extraños deben ser apadrinados, no se aceptan deslealtades. Si algo similar ocurre, la reacción es mortífera. Los oyabun, sin embargo, antiguos enemigos ahora aliados, permanecen casi siempre alejados de la sordidez. Con serenidad cavilan y deciden, entre la cotidianidad de un bol de ramen, una carrera de caballos o la alegría del nacimiento de un hijo. Cuidan de los suyos y no se apresuran en la vengaza. Que llega, siempre llega.

Flor Pálida es magistral en su tratamiento del sonido. Fue el compositor de la banda sonora, el gran Toru Takemitsu, quien sugirió a Shinoda que grabara todos los sonidos posibles, porque los ensamblaría. Y ahí están presentes, como esas llamadas del croupier que resuenan como mantras o el hipnótico repiqueteo de las maderas y las cartas. Estos sonidos moldean una banda sonora de acordes discordantes, completamente dedicada a la exploración de las emociones de los personajes, y casi rozando una gloriosa cacofonía.  La sincronía con los planos y secuencias de Shinoda es insólita. El clímax sexual se alcanza a través de un asesinato, que es plasmado con una valiente iconografía religiosa y la prodigiosa voz de Janet Baker en su «Lamento de Dido», de la ópera de Henry Purcell Dido y Eneas (1689). Esa sola secuencia, filmada en slow motion, merece el visionado de toda la película.

No hace falta ser un experto para percatarse de la influencia de Godard, Antonioni o del cine negro clásico estadounidense en Flor Pálida. Todas las grandes obras beben siempre de otras; sin embargo, Shinoda incorpora, como no podía ser de otra forma, su propio genio creativo. No hay que perder de vista que trabajó durante años como asistente de Yasujirô Ozu, y heredó su natural elegancia pero dotándola, en este caso particular, de una belleza tenebrosa. Poesía, filosofía y una suerte de realismo brutal, bajo los fuertes contrastes de luces y sombras de los bajos fondos.

Y al final me he enrollado como una persiana. Qué le vamos a hacer. Una se pone a escribir y… pues eso. Espero haber suscitado al menos un poco de curiosidad por Flor Pálida, una película que hiela los huesos. El broche de oro para el Noirvember de este año. Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

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Peticiones Estivales: Paradise Kiss

¡Ay, el verano! El calor me vuelve lenta y holgazana, además de que ando casi todo el día aturdida. Y luego me ocurren accidentes sangrientos en la cocina… pero esa ya sería otra historia. Las Peticiones Estivales prosiguen su itinerario, y hoy tenemos la sugerencia de Faelyan, que desde Buenos Aires conduce el genial blog Vorágine de Palabras. ¡Muchas gracias por tu inspiración, maja! La obra que nos concierne es el anime Paradise Kiss (2005), una obra muy querida por la mayoría del público y que fue bastante popular en su momento.

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Paradise Kiss está basada en el manga original de Ai Yazawa del mismo nombre y consta de 12 capítulos que la siempre fantabulosa Madhouse tuvo a bien realizar.  Tengo que reconocer que a esta mangaka la tengo un poco olvidada, y tampoco es que haya leído demasiados tebeos suyos. Tiene un estilo muy reconocible al que no le acabo de coger el puntillo, pero esto no me ha impedido disfrutar del cómic que, desde mi punto de vista, es lo mejor de su carrera hasta ahora: Nana (2000). Tristemente, se encuentra en hiato indefinido. Deseo de todo corazón que la autora se recobre pronto de su enfermedad, no ya solo para que le brinde un desenlace a Nana, sino para que pueda continuar con su vida sin sufrimientos en plenitud. ¡Mucha fuerza, Yazawa-sensei!

Si la adaptación al anime de Nana (2006) me encantó también, sobre Paradise Kiss ya no puedo decir lo mismo. Me costó además conectar con el propio manga, ya que el tema que trata y el mundo que lo rodea, el de la moda, me resultan pesados y aburridos. Pero me lo terminé, hace milenios de eso, y reconozco que es un buen trabajo aunque no encaje con mis preferencias personales. Sin embargo, el anime, que también vi hace muchos, muchos años y he vuelto a revisionar para la ocasión, no considero que se encuentre a su misma altura. Ni en broma. Y es una pena. Paradise Kiss, por cierto, en realidad es una secuela de un manga y anime anteriores, Gokinjo Monogatari (1995), del que no tardaré en escribir si todo va bien.

Yukari Hayasaka es una estudiante en el último curso de instituto. Se encuentra en un momento trascendental de su vida, pues debe escoger cuál va a ser su labor como adulto, cuál va a ser su posición en la sociedad. En Japón esto es algo importantísimo, y la presión a la que se ven sometidos los jóvenes de su edad es bastante enérgica. Ella nunca se ha considerado a sí misma una estudiante brillante, pero se esfuerza con ahínco en sacar las mejores notas para contentar a su madre, una mujer estricta y seria que solo desea el mejor futuro para su hija.

Yukari, que no ha conocido en su corta existencia nada más que el trabajo duro del aprendizaje y las responsabilidades de una vida convencional, no se imagina que pueda existir algo más hasta que tropieza con el atelier «Paradise Kiss». En él trabajan cuatro zagales de su edad, pero muy distintos a ella; creando con sus propias manos atavíos de gran imaginación y riqueza estilística. El cerebro del taller de moda es el arrogante George Koizumi, y todos están convencidos de que Yukari es la modelo perfecta para las creaciones de «Paradise Kiss».

Y a partir de aquí empieza la batalla de Yukari, la dicotomía entre dos universos opuestos que convergen en ella. Dos mundos que parecen incompatibles en esos momentos, y que obligarán a nuestra protagonista a elegir. Escoger, decidir, madurar. ¿Qué es lo que quiere hacer esta chica con su vida? La pasión de la juventud y su irreflexión candorosa la conducirán a un nuevo planeta lleno de glamour, libertad y nuevas emociones. Un lugar donde puede sentirse ella misma, y que, a su vez, no le exige nada más que ser ella misma. Pero este nuevo mundo se halla dentro de uno más grande: el real, lo mismo que su pequeña esfera de existencia escolar, y es algo que no debe de perder jamás de vista. Paradise Kiss no deja de ser una obra sobre el paso de la infancia a la adultez.

Y esta transición Yukari no la hace sola. Está rodeada de maravillosos personajes que en el anime son cristalizados de manera bastante tosca. Reducidos a su esencia más mínima, haciendo de algunos de ellos incluso caricaturas enojosas. No pretendo escribir un Manga vs. Anime, pero viendo la serie es inevitable que acuda a la cabeza el tebeo, porque existe un diferencia notable. Aun así, si no tuviéramos en cuenta el cómic, el anime deja que desear en ese aspecto. Y es una lástima, porque se olisquea claramente que detrás de ese elenco hay mucha más cera de la que arde.

Comenzando por los miembros del atelier, Miwako Sakurada queda reducida a una genki girl sin muchas neuronas y voz estridente (dios, es insoportable), que de vez en cuando deja brillar su corazoncito de oro. Está terriblemente infantilizada. Su novio, Arashi Nagase, queda plasmado como un punkie gandul al que le entusiasma quejarse. Mi personaje preferido, Isabella Yamamoto, una mujer trasgénero de personalidad fascinante, queda simplificada a mera figura maternal. Finalmente, George Koizumi continúa siendo un presuntuoso y snob, no más insufrible que en el tebeo, aunque sí mucho más plano. ¿Y Yukari Hayasaka? Pues nuestra pequeña Yukari es la que mejor parada sale de todos, no en vano es la protagonista, aunque tampoco podamos decir que sea un portento de personaje.

Yukari sufre la esperada evolución en este tipo de obras: de la niña sumida en una vida gris, marcada por el deber, siguiendo la senda transitada por la mayoría y haciendo lo que se espera de ella, al excitante descubrimiento de que el mundo es… muy grande. Y que dejarse llevar, tomar una actitud pasiva, no la benefician para nada como persona. La vida es dura. El resto de secundarios, como el encantador Toku-chan o la vibrante Mikako Kôda (¡me encanta esa mujer!), son un acompañamiento fantástico, me habría gustado que hubieran profundizado un poquillo más, y que las relaciones interpersonales no hubieran resultado tan deshilachadas, pero 12 capítulos tampoco pueden dar más de sí. Y la propia estructura de los episodios, como pequeños telegramas enlazados y guiados ocasionalmente por un diálogo interior, no contribuye a ello demasiado.

Uno de los puntos importantes de la serie es la relación amorosa que surge entre Yukari y George. Y aunque intentan dotarla de un aire realista, la relación entre ellos no termina de cuajar, no es creíble. Sin más. Es una pareja que realmente no se comunica, y su romance es conducido de manera insulsa, sin emoción. La colegiala sin experiencia junto al guapo (y rico, of course) malote que la manipula. Sus tácticas de seducción y control son muy obvias, y hacen al personaje todavía más odioso si cabe. El idilio evoluciona porque Yukari crece como persona, y al hacerlo, el futuro de este se encuentra sentenciado. No puede ser de otra forma. Yukari y George no funcionan, no pude empatizar con ellos en ningún instante. A pesar de que la presencia de George Koizumi es considerable durante el proceso de madurez de Yukari, su aportación es únicamente la de obligarla a ser sincera.

Esta falta de verosimilitud no es aislada, se encuentra dipersa por todo el anime. La historia de unos niños bien con una noción poco realista de la vida y que viven en una burbuja ajena al común mortal. Mayordomos, cochazos, mansiones exhuberantes, institutos maravillosos y exclusivos, y mucha gente cool. ¿De verdad esto es un josei? No sé yo…

Uno de los dilemas que brotan conforme se visiona Paradise Kiss es si estamos frente a un shôjo o un josei, porque comparte características de ambas demografías. Está catalogado como josei, pero yo personalmente lo considero un híbrido de shôjo-josei que a ratos juega a ser serio y formal. ¿Incluir escenas y diálogos sobre drogas y sexo, o presumir de un final materialista lo convierte en josei? Yo diría que hace falta un poquito más. Y es que no abundan los josei puros, la industria y los autores continúan ofreciendo todavía de manera mayoritaria el mismo tipo de producto a niñas, adolescentes y mujeres, con enfoques infantiles, fuertemente idealizados y centrados en las mismas temáticas y contenidos: romance, belleza, moda, vida cotidiana. Y es algo que me asusta bastante de manera personal, lo dependiente que es la mujer japonesa de su imagen, la importancia obsesiva por parecer jóvenes y bellas. Es una obligación para lograr su máxima aspiración: marido. Y eso se plasma en ambas demografías. ¿Hay excepciones? Sí, por supuesto. Pero Paradise Kiss no es una de ellas. Y es que el debate de las demografías en el manganime japonés daría para deliberar mucho. Pero hoy no toca.

Paradise Kiss recoge muchos elementos del shôjo clásico de los 60 y 70, y los introduce en su historia con naturalidad: entorno embellecido de reminiscencias occidentales, ambiente escolar de élite, tragedias familiares sin resolver, casualidades y enredos sentimentales visibles, protagonista ingenua y pasiva que solo tiene su belleza como talento, flores, estrellitas y pétalos al viento, comedia ligera y absurda, etc. Mucha horteradita entrañable que siempre se hace querer. Aunque también rinde homenaje a clásicos del josei, como el Pink (1989) de Kyôko Okazaki en algunos guiños como el del cocodrilo; o elige mostrar facetas menos amables en las relaciones entre padres e hijos.

Pero, ¿tiene algo de bueno esta serie? Porque le estoy propinando una zurra antológica. Pues sí, tiene unas cuantas cosas buenas. La primera y principal, su apartado técnico y artístico. Es una verdadera gozada. Tiene una animación estupenda, unos diseños de personajes alucinantes, recursos visuales imaginativos, ¡y qué colorido! Las ambientaciones tokiotas son maravillosas, todo está realizado con sumo gusto y cuidado, y la riqueza de detalles abruma. Por no hablar de las referencias a la cultura popular que aparecen (Godzilla, The cat in the hat, Marilyn Monroe, Humphrey Bogart, etc) y que hacen mucho más jugoso su visionado. Hasta el opening y ending son bastante más que potables (Franz Ferdinand, ouhyeah!).

Resumiendo, y siendo consciente de que es una unpopular opinion como la Gran Esfinge de Guiza, Paradise Kiss es un anime sin un clímax real y con un enorme potencial desperdiciado. No es mala obra, pero se asienta en una tierra de nadie donde queda a la merced de sus excelencias visuales y artísticas, que son numerosas y deslumbrantes, pero que no son suficientes para hacer de ella una adaptación digna. Es vacua, instrascendente, superficial, vaga. Y con el paso del tiempo, se olvida con facilidad. Se ve, distrae pero no emociona. Una lástima, pero ya sabemos que un bonito envoltorio no lo es todo. Puede, de hecho, esconder una decepción. Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

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Mujeres en un mundo de hombres: Hisone to Masotan

Por cuestiones personales y familiares, no he podido atender como me habría gustado SOnC. El blog ha estado incluso a punto de desaparecer, porque la falta de tiempo, el cansancio y la tristeza me estaban devorando. Pero aquí estamos de nuevo. He echado muchísimo de menos el poder escribir, soltar mis parrafadas ridículas y desahogar el ánimo. Esta bitácora es casi como una terapia. Bueno, sin casi.

Por eso esta temporada de primavera animesca que acaba de finalizar, la he dejado muy, muy colgada. Reconozco que estaba muy contenta con Megalo Box, Hinamatsuri y Hisone to Masotan, pero finalmente solo he podido terminar la serie de estas intrépidas mozas que pilotan dragones. Y no ha sido una pérdida tiempo, es una obra que en general me ha gustado bastante, pero que ha tenido también una serie de cosillas que me han parecido cacafú. De ahí que haya decidido hacerle una reseña.

Hisone to Masotan cuenta la historia de una novata, Hisone Amakasu, de las Fuerzas Aéreas Japonesas. Pronto es seleccionada para una misión especial de particular importancia y naturaleza ultra-secreta: ser piloto de un dragón. Pero es el dragón el que elige a su oficial, no puede ser cualquiera. Existe una conexión única entre piloto y animal que es todavía un misterio. Hisone tiene escasas habilidades sociales y resulta inoportuna por su incontinencia verbal, pero allí en la base de Gifu conocerá a otras aviadoras que compartirán su misma misión. Cada una de ellas tiene varios obstáculos personales que superar, pero su entusiasmo por el trabajo y la amistad que surgirá entre ellas conseguirán que su encomienda se lleve a cabo con éxito. Sus vidas cambiarán para siempre, porque pilotar un dragón desde sus mismísimas entrañas no es cosa baladí.

Esa es la sinopsis aproximada de Hisone to Masotan, un anime que esta primavera se ha erigido como la sorpresa, la bizarrada, el descubrimiento feliz. Una serie netamente japonesa que solo habría podido nacer en las islas por multitud de motivos. Tiene de todo un poco: romance, comedia, fantasía, intriga, ciencia-ficción… y folclore japonés. O más bien debería decir trasfondo sintoísta. ¿Problemas con mezclar sci-fi y religión? No te preocupes, que en esta serie se lo montan la mar de bien. Es todo como muy loco, pero sin carecer de coherencia interna. Japón es eso, modernidad y tradición… aunque en ocasiones la tradición sirva a oscuros intereses.

HisoMaso tiene un reverso tenebroso espeluznante. Detrás de una historia de superación personal, amistad y trabajo en equipo, con sus pequeños dramas y momentos tiernos, se presentan una serie de dilemas bastante peliagudos. Que no os engañe la desenfadada personalidad de su protagonista, su optimismo y brutal honestidad. Tras la bondad de sus dragones kawaii, se encuentra el infierno. El infierno japonés, claro, porque Hisone to Masotan es magnífica a la hora de plasmar la situación de la mujer nipona en la sociedad, lo que se espera de ella incluso. Y nuestro amado Cipango, como ya sabemos, es el peor país desarrollado en términos de igualdad entre hombres y mujeres. Existe una discriminación laboral y social abrumadora, así como una separación gigante de roles en función del sexo.

Y eso HisoMaso lo estampa a la perfección. La mujer es representada como esclava de sus emociones. Y esas emociones y sentimientos son los que le pueden impedir desarrollarse profesionalmente. Las mujeres son emotivas, no racionales, en su naturaleza no está realizar según qué tipo de labores. Lo suyo es encontrar el amor, casarse y retirarse al hogar para cuidar de su marido e hijos. Esta noción tan arcaica continúa muy vigente en Japón, asumido por las propias mujeres además, desperdiciando de esta manera un potencial incalculable de personas completamente preparadas que se ven abocadas a ser amas de casa. Sus carreras profesionales siguen la vereda del llamado ippanshoku.

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En cientos de detalles aparece cristalizada en HisoMaso esta concepción de lo femenino y de la mujer. No es una crítica hacia la serie, todo lo contrario. Me parece excelente que hayan vertido de manera tan natural (para Japón lo es) una situación tan penosa para la mitad de su población. El acoso sexual, la minusvaloración de sus esfuerzos, la infantilización de sus personas, la discriminación, etc. Las mujeres de Hisone to Matosan trabajan además en un entorno especialmente hostil, dominado por una presencia mayoritaria masculina que no las considera sus iguales, sino unas entrometidas incompetentes que deben tolerarse porque su actual posición de cierto privilegio es indispensable y solo temporal.

¿Y cómo enfrentan estos problemas nuestras protagonistas? Clásica es la actitud de Eri Hoshino, así como muy interesante la de Hisone Amakasu. Ambas son las únicas además que tienen que confrontar ese atolladero sentimental que encadena a todas las mujeres (¡ejem!). Los dragones, por muy monos que sean, exigen devoción absoluta, una total sumisión que solo puede provenir de una persona vacía, sin autoestima. Es una alegoría impecable de la situación que encaran a diario millones de japoneses. El hombre es un siervo de la empresa; la mujer, si desea tener hijos, no puede dividir su lealtad entre dos. O el trabajo o la familia, no existe conciliación. La verdad es que resultaría apasionante saber si Mari Okada decidió expresar a propósito todas estas cuestiones que aparecen subyacentes en la serie, o si le salió así sin más.

Hisone to Masotan es un anime diferente, aunque no especialmente original. Que no es lo mismo. ¿Por qué? Porque se nutre de muchísimos clichés que estamos acostumbrados a masticar y comer de diferentes géneros. Sin embargo, y ahí radica la diferencia, rara vez aparecen combinados entre sí. HisoMaso es en sus cimientos un slice of life de pura cepa, pero que se mezcla con temática militar, mecha, sci-fi, fantasía, folclore japonés y romance. También hay un ligero toque de comedia. Y ese tipo de amalgama no suele ser habitual, por eso se trata de una serie distinta del resto.

Para un devorador curtido de slice of life el elenco de personajes y sus personalidades resultan una senda bastante familiar; para un amante de la fantasía la evolución del argumento también es conocida, incluso un poquito sosa; y para un fan del folclore nipón tampoco ofrece nada del otro mundo, es una melodía que ya ha sonado otras veces. Todo salpimentado de esa comedia leve con suaves tintes absurdos que todo otaco conoce de sobra. Pero es, como antes señalábamos, la unión de todos esos elementos en el mundo de la milicia lo que hace de HisoMaso un anime bastante WTF.

Supongo que ese contexto militar habrá ahuyentado a bastantes espectadores, porque se suele relacionar con seinen hipermusculados de testosterona efervescente. Otros que hubieran consumido con placer un seinen de ese tipo (que no son pocos) se han encontrado con un alegre e inocente slice of life vestido de verde botella. Y esos prejuicios no han permitido que la serie tuviese el impacto que hubiera merecido por su calidad. Porque a pesar de sus defectos, es uno de los mejores anime de lo que llevamos de 2018.

Hisone to Masotan se ha esforzado, Hisone to Masotan ha arriesgado, Hisone to Masotan ha elegido ofrecer un producto distinto y el resultado no ha estado del todo mal. Se agradece bastante. Dejando de lado los típicos arquetipos de personajes animescos que disfrutaremos (y sufriremos) por los siglos de los siglos, algunos de ellos han sido apenas desarrollados, como era de prever en una serie de esta duración. Y esos boquetes en su psicología, dejándolos esbozados como marionetas, duele mirarlos. Y da penita, porque se atisba un potencial interesante que por falta de espacio, tiempo y mejor organización ha quedado truncado. Aun así, no se puede evitar cogerles cariño, a veces porque recuerdan a personajes de otros anime. Las similitudes con algunos de Little Witch Academia casi casi rozan el plagio.

En resumen, admito que me habría gustado poder disfrutar de unas relaciones más consistentes entre los personajes, conocer también un poquito más a algunos, que han quedado bastante desmadejados. También habría agradecido unos últimos episodios menos atolondrados, en los que se nota que 12 episodios resultan exiguos para desarrollar ciertas dinámicas personales, sobre todo entre secundarios. Pero esto es lo que hay, y tampoco ha estado tan mal. Lo he pasado muy bien viendo Hisone to Masotan, que no es poco.

Si hay algo que me ha entusiasmado sin reservas de HisoMaso ha sido su música. Taisei Iwasaki ha hecho un trabajo estupendo; ya le había echado la oreja, no obstante, en Kekkai Sensen, donde me sorprendió muy gratamente. Y aquí ha vuelto a triunfar con una banda sonora clara, emotiva y muy bien orquestada. Habrá que seguirle la pista a este chavalote,  ya que está comenzando con bastante buen pie.

Respecto al opening y ending, que suelen ser cosas a las que no presto ninguna atención porque generalmente me parecen atrocidades, destaco la maravillosa versión que se han cascado las seiyû de las protagonistas en el tema de cierre, ¡una delicia! Aunque me sigo quedando con la original de la irrepetible y mítica de la chanson française France Gall.  Fue una canción incluida en su quinto disco, Baby pop (1966), también muy recomendable. La verdad es que ha sido un detalle muy bonito rescatar esta joyita del pop, los melómanos la hemos apreciado mucho. Para que veáis que no miento, os dejo con la interpretación inicial de la Gall. La japonesa está chula, sin duda, pero esta mola más.

Prosiguiendo con el apartado artístico, la animación, los diseños o el colorido me han encantado. Es algo tan alejado del anime estándar actual… ha sido refrescante. Esa textura en el dibujo, con el trazo mínimo y muy marcado, que casi se asemeja más a un boceto en su simplicidad, evocando la ingenuidad de los dibujos infantiles, ha sido gloria bendita. ¡Qué gran expresividad! Un descanso, un alivio entre tanto anime moderno de fachada pulcra, aséptica y anodina. Un guiño para los que echamos de menos el anime cel y leemos mucho manga, porque HisoMaso es una declaración de amor a los tebeos. Meridiano.

Y para cerrar esta reseña algo atípica, os voy a dejar con una foto especial. Porque me da la gana. Estas que veis abajo son, de izquierda a derecha, Frances Green, Peg Kirchner, Ann Waldner y Blanche Osborn. Ellas eran pilotos de B-17 («Fortalezas volantes») en la Women Airforce Service Pilots durante la II Guerra Mundial. De las 25.000 mujeres que deseaban acceder a un puesto como aviadoras, 1830 fueron aceptadas y solo 1074 se ganaron las alas. Entre ellas este cuarteto. Unas pioneras. Todavía es una rareza ver a una mujer pilotando un avión (solo un 3% de los pilotos son mujeres), pero su número va aumentando a pesar del techo de cristal y los convencionalismos. ¡Mucha fuerza, chicas!

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Esto ha sido todo por hoy, espero que este comeback sea una vuelta a las habituales rutinas estrafalarias de SOnC. Para cualquier cosita, tenéis los comentarios a vuestra disposición más abajo, as always. Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

manga

Calabaza, mahonesa y Kiriko Nananan

Kiriko Nananan es una autora que me encanta, en los 90 publicó unos cuantos mangas que ayudaron a modelar el josei, y la podemos considerar una imprescindible de la demografía. Quizá no sea especialmente conocida entre la otaquería, pero los lectores que llevamos en esto ya un tiempecito sabemos perfectamente quién es y cómo de maravilloso es su trabajo. Así que hoy os invito a que la conozcáis un poco más si es que no os habéis atrevido todavía con ella, y si ya sabéis de sus andanzas, que disfrutéis igualmente de la lectura.

En la entrada que dediqué al yuri, escogí su inmenso e indispensable Blue (1995) como uno de los mangas más importantes del género, y en ese momento ya pensé que le debía una entrada en condiciones a Kiriko Nananan. Y henos aquí. He elegido como primera reseña de una obra suya (en el futuro vendrán más) un tebeo cortito, de apenas 10 episodios y que salió a la luz en 1998: Kabocha to mayonnaise. Se trata de un pequeño manga que considero puede ser una buena presentación a su manera tan personal e introspectiva de afrontar las historias. El año pasado se estrenó su live action, que no he tenido la oportunidad de ver todavía, pero dudo que esté a la altura del cómic. De hecho soy de la firme opinión de que las creaciones de Nananan son imposibles de trasladar al cine con justicia. Sería necesario un auténtico Maestro, porque su genial poesía de lo cotidiano se disuelve indefectiblemente en el color y movimiento de lo prosaico.

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No tengo intenciones de escribir una reseña eterna como suele ser habitual en SOnC. Sería un homenaje poco apropiado por mi parte al estilo elegante y minimalista de Nananan, que es una ferviente seguidora del menos es más. Sin embargo, tampoco la mangaka escatima en riqueza conceptual y psicológica, que no deja de resultar el esperado contraste. De todas formas, como artista miembro de la Nouvelle Manga no podía sospecharse algo diferente.

Kabocha to mayonnaise es un josei que se aparta de la corriente principal comercial. No hay comedia, no hay melodrama. No es un tebeo sobre mujeres solteras de clase media que sufren las consabidas inquietudes sentimentales por no encontrar novio o marido. No es un manga de entorno idealizado ni es un cómic amable. Kabocha to mayonnaise es un retrato diáfano de la mujer joven japonesa, sin adornos de ningún tipo. Crudo y simple. Pero no por ello menos hermoso. Y severo. La posición femenina en la sociedad nipona en los 90 no era muy buena, y Nananan la refleja perfectamente con una sencillez pasmosa.

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Kiriko Nananan nos introduce en la vida de Miho Tsuchida, una mujer en la veintena que comparte piso con su pareja, Sei, un músico desempleado. Son apaciblemente felices, aunque Miho añore a veces a Hagio, un viejo amor. Ella hace todo lo que puede por salir adelante y mantenerlos a ambos, además de hacerse cargo de las labores de la casa. Como el empleo que tiene en una tienda de ropa no es suficiente, decide empezar a trabajar como hostess en un bar, actividad que le desagrada bastante; y la acuciante necesidad de dinero la arrastra finalmente a prostituirse. Mientras, Sei se encuentra muy desanimado porque parece que su carrera musical no acaba de despegar y, completamente apático, se dedica a dormitar y dejar la vida pasar. Pero un día descubre los empleos complementarios de Miho, y ella a su vez se reencuentra con su antiguo novio. La relación entre ellos cambia como de la noche al día en sus cabezas, pero en el exterior todo parece… normal. ¿Qué sucederá?

Kabocha to mayonnaise toca un tema muy recurrente en la cultura japonesa, que es el del sacrificio de la felicidad femenina para favorecer la de un hombre desagradecido. El director Kenji Mizoguchi también trabajó en profundidad esta materia a lo largo de su carrera cinematográfica, y resulta bastante apropiado relacionar a Nananan con Mizoguchi porque ambos comparten esa visión delicada, poética y extremadamente elegante del arte. La belleza de la línea solitaria y el vacío. Ambos no titubean a la hora de plasmar la injusticia social que supone que la mujer deba renunciar a sus propios deseos para dedicarse con devoción al varón. Y en el manga queda expresado continuamente con naturalidad, porque se considera normal que la mujer deba servir al hombre a costa incluso de ella misma.

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Esos son los roles tradicionales establecidos en la sociedad japonesa, por eso Sei no cree, inicialmente, que la situación en la que están sumidos sea anómala. No percibe los límites que ha alcanzado la abnegación de Miho hasta que tiene literalmente en sus manos la evidencia. Y a ella, aunque en ocasiones la asalta la ira, el sentimiento que la consume en el fondo es la culpabilidad. Culpable por enfadarse con Sei porque no la ayuda en casa, culpable porque tiene que acostarse con un desconocido para ganar más dinero, culpable porque no puede olvidar a Hagio y quiere volver con él, culpable porque no logra lo que la sociedad exige de ella: casarse y tener hijos.

Miho, como muchas mujeres niponas, ha sido educada para que su vida gire en torno a su pareja. Encontrar el amor, a su príncipe azul, y vivir juntos para siempre jamás. De esta forma termina desarrollando siempre una dependencia enfermiza hacia su novio, en el que deposita todas las esperanzas de su felicidad, y por quien es capaz de sacrificarlo todo. Y él acepta su inmolación, porque es lo que se espera que la mujer haga. Esta sociedad en la que gran parte de la población se encuentra tarada emocionalmente, Nananan la estampa muy bien en Kabocha to mayonnaise. Con gran sutileza y sin aspavientos, a través de la historia sencilla y cotidiana de una pareja joven. Los personajes secundarios, aunque no tan bien perfilados como Miho, son un  buen marco que ayuda a contextualizar sus reflexiones, los motivos que la llevan a naufragar una y otra vez, sin que ella siquiera sea consciente de ellos. Le resulta menos doloroso pensar que es un problema de compatibilidad entre grupos sanguíneos.

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Kabocha to mayonnaise es un diálogo íntimo que engarza los pensamientos de su protagonista como un rosario de perlas fascinantes y totalmente imperfectas. Ante lo que Nananan va desgranando viñeta a viñeta, lo más fácil sería juzgar las acciones de Miho. Ella lo hace consigo misma además. Lo más cómodo es hacer una lectura superficial de la historia y condenar a los personajes, sobre todo a Tsuchida. Pero la mangaka, silenciosamente, nos desafía a ir más allá del acostumbrado muro de misoginia. Otro asunto es que el lector decida recoger el guante, claro. Y es cuando se acepta el reto que este manga comienza a entenderse de otra manera. Es entonces cuando podemos comprender y empatizar con los pensamientos y acciones de unos personajes enredados en sus propias trampas.  Algunos son capaces de liberarse, otros no.

Kabocha to mayonnaise va dirigido a una audiencia adulta y es un manga serio. No busca entretener, su objetivo no es divertir, sino contar su historia. Una historia bastante común, hasta vulgar, que plasma el día a día de millones de japoneses, y los dilemas que deben enfrentar respecto al rumbo de sus vidas. Y la sociedad en la que viven no les ofrece demasiadas alternativas, tampoco muchos son capaces de vislumbrar algo más allá del paraguas de la educación recibida. Por lo que la lectura de este tebeo puede atragantarse a pesar de su lirismo; es un cómic realista y bastante duro, aunque de una manera dulce y gélida a la vez.

nan2¿Lo recomiendo? Sí, desde luego. No posee la brillantez de Blue o la variedad emocional de Itaitashii Love (1995), del que tengo pensado escribir en breve; sin embargo, aunque se trata de un manga opresivo que refleja muy bien el callejón sin salida que resultaba (¿resulta?) ser mujer en Japón, se las apaña muy requetebién para encender la empatía del lector. No obstante, hay que tener en cuenta que es una obra que se aleja de los parámetros del manga comercial. Aun así, Kabocha to mayonnaise resulta accesible y fácil de leer aunque no tanto de comprender, sobre todo si no se posee cierta madurez emocional. Pero merece la pena totalmente echarle un vistazo. O dos. Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

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Microrreseña: Magia China de Algernon Blackwood

Algernon Blackwood (1869-1951) es uno de mis escritores favoritos, lo descubrí leyendo en mi adolescencia a H.P. Lovecraft, que en su ensayo El horror sobrenatural en la literatura (1927) le dedicaba grandes elogios. Me llamó mucho la atención, fue una especie de flechazo. Y a no mucho tardar, leí un relato corto suyo, El Wendigo (1910), incluido en una antología que realizó Alianza Editorial llamada Los mitos de Cthulhu y otros cuentos (1968). Fue mi primer contacto con él y, a partir de entonces, el señor Blackwood me acompañaría toda la vida. Junto a Lord Dunsany y Arthur Machen conforma mi tríada mágica de fantasía, horror y belleza.

Os preguntaréis qué pinta un escritor inglés en un blog dedicado a la cultura japonesa y oriental. Pues muy fácil, estos días he releído un cuentecillo de su autoría, Magia china (1920), que remite, como bien deduciréis, a la majestuosa e infinita Catai. Y la nostalgia me ha secuestrado hasta el tuétano de los huesos, por lo que decidí darle un pequeño homenaje a mi querido Bosquenegro, aunque fuera de manera un poco tangencial. Es mi blog y hago lo que me da la gana, ¡ea!

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El maestro Algernon Blackwood

Algernon Blackwood era un panteísta, un fervoroso devoto de la Naturaleza a la que respetaba y temía al mismo tiempo. Veneraba su poder y belleza, a la vez que la dotó en sus relatos de una especie de conciencia, una conciencia que lo abarca todo y se expresa a través de seres primordiales, casi como divinidades, que trascienden la moral humana.  Terribles, grandiosos, atemporales; y que cuando irrumpen en la esfera del hombre pueden otorgar el éxtasis o ser portadores de locura y muerte. Blackwood fue un escritor pagano que también se dedicó a los cuentos de fantasmas, pero siempre marcados por la metafísica ocultista de su época: la Teosofía y la Orden Hermética de la Aurora Dorada (Golden Dawn). No cabe duda de que fue un Iniciado, y en sus obras así lo plasma, pero de una manera sutil y respetuosa.

El relato que nos incumbe hoy, Magia China, está incluido en el que es uno de los tesoros más amados de mi biblioteca, desde que lo compré allá en un lejano 1995: El valle perdido (Siruela, 1990). La primera vez que lo leí fue en una biblioteca pública, y no pude vivir ya sin él; me lo compré tras un año sacándolo prestado sin parar como una enferma mental. Nunca me cansaré de repetir lo agradecida que estoy a Siruela por su colección El Ojo sin Párpado, del que formaba parte El valle perdido o La casa vacía, ambos de Algernon Blackwood. Simplemente mágica, lo mejor que se ha publicado en España en fantasía, misterio y terror, con permiso de la labor que está realizando actualmente Valdemar.

Una brisa ligera entró por la ventana, temblaron los huertos lejanos, al pie de la colina: se elevaron, flotaron en la oscuridad y, casi en seguida, me descubrí en un quiosco de flores; un río azul se extendía centelleante bajo el sol, ante mí, serpeando por un valle encantador donde había grupos de árboles floridos entre mil templos diseminados. Empapado de luz y de color, el Valle dormitaba en medio de una belleza apacible que infundía lo que parecían ser anhelos imposibles, inalcanzables, en mi corazón. Deseé adentrarme en esas arboledas y templos, bañar mi alma en ese mar de tierna luz, y mi cuerpo en el frescor azul del río perezoso. Tenía que rendir culto en mil templos. Sin embargo, estos anhelos imposibles quedaron satisfechos en seguida. Al punto me descubrí en aquel lugar… al tiempo que por mi cabeza desfilaba lo que calculo que abarcaría siglos, si no eras. Estaba en el Jardín de la Felicidad, y su perfume maravilloso disipaba el tiempo y el dolor; no había fin que pudiese encoger el alma; ni principio, que es su estúpido extremo opuesto. Ni había soledad.

Pero regresando a El valle perdido, este contó con la magnífica traducción de Francisco Torres Oliver, el mejor y más importante especialista de literatura anglosajona fantástica que hemos tenido nunca. Los cuentos que conforman el volumen son todos extraordinarios y siguen esa estela irreal, a ratos también feroz, de ascetismo neopagano que fascina y absorbe lentamente como un teatro de sombras. También hay lugar para el amor, pero se trata de un sentimiento que aunque no está exento de intensidad, se halla situado en los parajes nebulosos del platonismo. Magia china narra el reencuentro de dos amigos tras muchos años de separación; uno de ellos ha encontrado su razón de ser en China y detalla sus experiencias, sobre todo las relacionadas con un misterioso incienso que conduce el alma al Jardín de la Felicidad. ¿Una referencia por parte de Blackwood al maravilloso YuYuan (豫园) de Shanghái? ¡Quién sabe!

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«Montañas y cascada» de Liu Yunfang

Magia china es un pequeño cuento que, como muchos de los relatos de Blackwood, se deleita en ensoñaciones filosóficas y atesora la delicadeza del misticismo oriental, idealizando la espiritualidad y pensamiento chinos. Esa mirada típica a Oriente como lugar de perpetuos enigmas y exotismo, que en esta historia queda sublimada por la admiración del autor a su sabiduría ancestral. El refinamiento y sofisticación de una cultura antiquísima, que con su serenidad supera a Occidente en su búsqueda de la Eternidad. China es embellecida a través de sus clichés y convertida en poesía, el arquetipo de la perfección frente a los zafios europeos. Esa es la noción que transmite uno de los protagonistas, enamorado de China; un visionario que se rinde a su dominio y postra su propio destino ante su trono. El otro, sin embargo, representa el pensamiento crítico y el pragmatismo que, aunque ocasionalmente pueda ceder a la utopía, su sino es la destrucción, muy a su pesar. Dos caras de una misma moneda.

Os invito a que le deis una oportunidad, pues se trata de un relato lleno de presagios e inquietantes certezas, donde el amor juega un papel trascendental como intermediario entre dos mundos que construyen una realidad más vasta y pavorosa de lo que nadie podría imaginar. Buenos días, buenas tardes, buenas noches.