No existe soledad más profunda que la del samurái,
si acaso la de un tigre en la selva… tal vez…
Bushidô
(El libro del samurái)
Jef Costello permanece tranquilo tumbado en la cama. Fumando. El piar monótono de un pajarillo en su jaula y el sonido de la lluvia no son suficientes para amortiguar el poderoso silencio. El humo se disipa, la furtiva sombra de un gato se aleja. Todo parece inmóvil en el espartano apartamento de Costello, como si un enorme vacío estuviera a punto de engullirlo. Pero no. Costello se incorpora y dirige hacia la jaula de su pequeño compañero. Se pone con cuidado la gabardina, el sombrero y sale. Es un hombre extremadamente observador y meticuloso, no deja ningún detalle al azar. Roba un coche con naturalidad, una bonita déesse gris perla, y, mientras enciende otro cigarro, conduce por las calles de París. Una chica guapa en un semáforo lo mira con interés desde su automóvil. Pero Costello continúa su camino, solo, hacia un taller de la periferia donde le cambian la matrícula y exige una pistola. Paga y se va. Todo esto sin una palabra. Ocho minutos sin diálogo, solo acción. Y no se echan en falta, porque son verdaderamente sus actos los que dibujarán la personalidad de los protagonistas de esta película. Su rotundo lenguaje corporal. Cuatro, cinco sencillos trazos al servicio del movimiento y Jean-Pierre Melville ya lo ha logrado: la perfección.
Este tipo es Alain Delon y el monstruo que devora TODO en esta película. Al espectador también se lo come, por cierto (so be careful). Una película, Le Samouraï (1967), franco-italiana. Sip. ¿Qué hace en Sin Orden ni Concierto? Pues a causa de mis peculiares asociaciones mentales, ha acabado protagonizando la actual entrada. La semana pasada escribí sobre un manga que se podría considerar un ejemplo de la filosofía de la Nouvelle Manga que lidera(ba) Frédéric Boilet. Un movimiento dentro de la historieta que se ha visto influido (de ahí su nombre) por la Nouvelle Vague cinematográfica. En el arte casi todo ocurre así. Es una simbiosis maravillosa multidisciplinar que, para los pobres mortales que la observamos babeando, siempre es fuente de inmensos placeres. Le Samouraï posee una fuerte impronta nipona (no ya solo en el nombre, sino en el espíritu de su personaje principal) y su director fue, entre otras cosas, el precursor imprescindible sin el que la Nouvelle Vague no habría sido igual ni en broma. ¿Relación muy cogida por los pelos con lo japonés? Qué queréis que os diga, me importa tres mierdas humeantes. Hoy en el menú está el samurái gabacho. Punto.
El silencio de un hombre, como es conocida la película en español, forma parte de la trilogía samurái de Melville: Le Samouraï (1967), Le cercle rouge (1970) y Un flic (1972). Con Alain Delon y la filosofía del bushidô impregnando las tres cintas. Seamos honestos, es un bushidô adaptado a la mentalidad occidental, pero que sus raíces budistas y shintô se huelen a distancia. Tampoco hay que ignorar que el bushidô, tal como lo conocemos actualmente, es de factura moderna e imbuida del ethos occidental a su vez. Ha evolucionado muchísimo desde su nacimiento medieval. Pero continuar por esta senda sería ya desviarme demasiado; volvamos al cine. Le Samouraï es el germen de muchas cosas. Su héroe lacónico e impasible, de tintes trágicos, ha sido imitado hasta la saciedad. Lo encontramos en Drive (2011), The American (2010), Ghost Dog (1999) o The driver (1978), por poner varios ejemplos. Es el asesino profesional, frío y perfeccionista, que es capaz de cumplir con su trabajo a costa de su vida. Porque el auténtico samurái siempre ha de estar dispuesto a morir y ese, que es su destino, ha de encararse con honor y serenidad. Jef Costello es padre de lo ultra-cool, el origen de lo que se ha llegado a convertir en un cliché del cine occidental. Un icono pop.

Le Samouraï está englobada en ese género que se denomina polar: el cine policial francés de los años 50, 60 y 70. Y, aunque le debe mucho al noir estadounidense, tiene su propia e inconfundible identidad. El polar, comparado con su hermano norteamericano, es mucho más calmado, tiene un pulso distinto, más reflexivo y silencioso. La ambigüedad moral también es clarísima, el polar se centra en los delincuentes y criminales; en su psicología y vidas. La resolución de un misterio ya no es tan importante, es el realismo el que maneja la batuta. Y plasmar esa realidad dura, enferma de corrupción hasta su misma cúspide, es una de sus características. Woo, Besson, Tarantino o Scorsese saben todo esto muy requetebién.
Y de todas las estupendísimas (y no tan estupendas, de todo hubo) películas que conformaron el género, sin duda sobresale Le Samouraï como una de las obras más brillantes y cuidadas. Amo con todas mis fuerzas Les diaboliques (1955), Bande à part (1964) o La mariée était en noir (1967) pero, al menos para mí, Le Samouraï es como la escultura griega clásica: sobria, de una belleza matemática distante, sublime. Destaca de entre todas por su armonía fría inesperada. Melville se superó a sí mismo con este film. No sé dónde leí (no es mía la apreciación, pero la comparto) que es el director más americano de los franceses; y el más francés de los americanos. No hay duda de que Jean-Pierre Melville conocía y admiraba con fervor Hollywood y su cine negro, no obstante su influencia la destiló en sus obras despojándola de melodrama y artificios superfluos. Aun así, su trabajo siempre fue prolijo y esmerado; minucioso y de estética depurada.
La historia de Le Samouraï es como una flecha: lineal, sencilla, contundente. Esto no es The Big Sleep (1946), desde luego. Pero con muchísima menos ornamentación argumental, logra un magistral juego de espejos. Como en casi todas sus películas, el diálogo tiene una importancia secundaria. Melville tiene la prodigiosa habilidad de expresar, comunicar historias y emociones de forma eficiente pero austera; con las pinceladas justas pero muy elocuentemente. Una simplicidad zen que raya en lo ascético, aunque de gran dinamismo.
Jef Costello, en uno de sus encargos en un club parisino, ha sido atisbado por unos pocos testigos. Sobre todo por la pianista (Cathy Rosier) del lugar, que lo ha visto frente a frente. Es algo imperdonable para un profesional de su categoría, que es extremadamente escrupuloso. A pesar de este error que ya lo ha condenado, prosigue con su meticuloso plan de doble coartada. Como esperaba, la policía lo detiene como sospechoso pero la pianista no lo delata y su alibí es invulnerable. El comisario (François Périer) sigue pensando que es su hombre, por lo que decide presionar a su amante (Nathalie Delon) y poner micrófonos en su apartamento. Costello es consciente de todo esto y de que, por añadidura, sus contratantes, al haber sido detenido, ya no lo consideran fiable: deben matarlo. Nuestro hierático asesino se encuentra atrapado entre dos fuegos y sabe que el único responsable de su situación es él mismo. Pero, como no podía ser de otra forma, ya tiene prevista una solución.
La atmósfera fatalista se percibe desde el minuto 1. Sabemos qué va a suceder, aunque no cómo. Melville, más que preocuparse en mantener una intriga (que lo hace pero no utilizando los recursos habituales), se centra en presentar la vida y circunstancias de Costello casi a tiempo real. No llega a 40 horas lo que dura la propia acción. Un anti-héroe solitario cuya única compañía es un avecilla que, al contrario de su dueño, no puede permanecer en silencio y pía continuamente. Ah, pero hay sorpresas, por supuesto, el director es todo un prestidigitador. Aunque no hay espacio para el romance en una existencia así, Melville no hace de Costello una máquina sin sentimientos. Hay destellos leves, casi imperceptibles, que muestran que tras esa necesidad de autocontrol y meditado cálculo, hay un romántico de alma oscura. Y aquí Alain Delon lo borda, está perfecto. Pero no solo él, Cathy Rosier está espléndida también, su personaje de femme fatale atípica me gusta mucho.
El ritmo de Le Samouraï no lo considero ni lento ni rápido, es como tiene que ser. Melville obliga al espectador a prestar atención porque la ausencia de voces la exige. Y en este film se cumple el dicho de «una imagen vale más que mil palabras»; o la cita evangélica «por sus obras los conoceréis». No sabemos nada de Costello ni del resto de los personajes. Nada. Es una película del presente. Son sus actos y gestos los que abren las puertas a sus mentes. Por supuesto, tiene sus escenas de acción, de una perfección alucinante: me quedo con la persecución en el metro de los últimos minutos. Pero todo, en conjunto, transmite sensación de calma atemporal. Esa dirección artística tan refinada y casi minimalista; esa fotografía discreta de color desvaído (me encanta); esos planos tan simples (los cojones) pero tan llenos de significado… uf. Canelita en rama.
Le Samouraï es un clásico indiscutible que todo el mundo debería ver aunque fuera solo una vez en su vida. Ha sido, y es, un vórtice que continúa generando inspiración y admiración tanto en Occidente como en Asia. Para mí lo mejor que hizo Melville a pesar de que tenga films que me gusten más; y de lo mejor también que se ha hecho de noir. Adoro su infinita elegancia, el clasicismo y, a la vez, modernidad que emana. Sus matices son increíbles y, después de haber pasado un tiempo, asaltan detalles en la cabeza que desvelan nuevas implicaciones. Y ni os digo si se visiona por enésima vez. Es todo un referente del cine negro. ¿La recomiendo? MUCHO.
Buenos días, buenas tardes, buenas noches.