cine, largometraje

Mondo Bizarro, donde Japón nunca defrauda

No es precisamente mi disco favorito de los Ramones, pero viene ni que pintado para la entrada de hoy. Os veo temblar… y con razón. Sí, de nuevo uno de esos artículos sobre cine y marcianadas que no le interesan a nadie. Tendréis que esperar unos pocos días hasta que vuelva a escribir sobre anime y manga.

Me ha parecido muy adecuado titular este post así porque, siguiendo muy libremente las pautas del género cinematográfico mondo, voy a tratar de dar un repaso amplio a las películas japonesas que más con el culo torcido me han dejado. El mondo es incómodo, porque señala todo aquello que no queremos ver. El mondo es grotesco, pues hace hincapié en el sensacionalismo sórdido. El mondo es políticamente incorrecto, por eso carece de predicamento en una actualidad de neomojigatería apestosa. No soy especialmente fan de él, pero quiero rendir un homenaje a las criaturas extrañas que pululan por el cine de Japón con mi propia entrada mondo: un listado de películas inusitadas, donde se restriegan por las narices ciertos tabúes o simplemente revelan nuevas formas de expresión. Hay de todo.

Podéis imaginar que, con la de toneladas de majaderías y excentricidades que genera Japón al año, ha sido muy complicado hacer una selección medianamente sensata. Tampoco me considero una experta en el tema, pero he tragado bastante basura al respecto y he aquí que os presento mi tour personal a los bizarros fondos de estas fascinantes islas. Siete obras que dignifican lo insólito, ya que las he seleccionado tanto en base a mi gusto personal como por su calidad. No os equivoquéis, ninguna de estas películas es ridícula. Tampoco para tomársela a broma. Algunas cintas son clásicos muy célebres, otras no tanto. Pero todas merecen nuestros respetos.


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Junto a Pitfall (1962), Woman in the dunes (1964) y The Man without a map (1968), conforma esa tetralogía de colaboraciones con mi admirado Kôbô Abe, del que escribí un poco aquí. Salvo la primera, todas son adaptaciones de novelas suyas, aunque las cuatro fueron guionizadas por él. Teshigahara fue una persona bastante singular, que no sé muy bien cómo acabó haciendo cine. Su padre fue un maestro de ikebana que revolucionó la disciplina y él estudió Bellas Artes, pero me alegro mucho de que se dedicara finalmente a la cinematografía. Yo y unos cuantos millones de personas, claro.

Teshigahara fue un director peculiar, y es muy evidente también la influencia del surrealismo en su obra. Gente como Buñuel o Cocteau lo marcaron profundamente. Le gustaba experimentar, jugar con las imágenes y los conceptos; y, sobre todo, crear poderosas metáforas visuales de gran belleza estética. Tanin no Kao no es una excepción dentro de su catálogo, y representa una etapa de especial brillantez filosófica. Porque La cara de otro es un viaje dentro del laberinto emocional y psicológico de su protagonista, el señor Okuyama. Sus implicaciones son profundas, y no podía ser menos teniendo a Kôbô Abe entre bambalinas.

Este film puede traernos recuerdos del clásico El hombre invisible (1933), también basado en otra obra literaria, esta vez de H.G. Wells; o la maravillosa Les yeux sans visage (1960) de Franju. Tiene mucho asimismo de La Metamorfosis de Kafka o del archiconocido binomio Jeckyll/Hyde de Stevenson. Pero Tanin no Kao resulta mil veces más brutal en su vesania existencialista. Cuenta una historia doble en realidad, la de dos seres cuyas identidades se han visto comprometidas por sus rostros. La narración principal pertenece al señor Okuyama, que ha sufrido un accidente laboral tan terrible que lo ha dejado sin cara. Pero el doctor Hira puede ayudarlo, creando para él una faz nueva, como una máscara, una segunda piel. Eso sí, duplicada de otro sujeto. El cuento secundario es el de una mujer cuyo rostro sufre las secuelas del horror atómico de Nagasaki, y que trabaja en un asilo para veteranos de la II Guerra Mundial, la mayoría con graves problemas mentales.

¿Cómo se construye la identidad de un ser humano? ¿Es el rostro una parte indispensable de la persona? ¿Cuánto es de fundamental? ¿Qué importancia tiene en realidad el individuo y su singularidad? A través de un relato donde la ciencia-ficción, el thriller psicológico y el drama se dan la mano, Teshigahara y Abe realizan una bellísima y elegante reflexión sobre la identidad, el yo y la hipocresía social. Sin complicaciones y de forma accesible, pero contundente. El film toca más temas, como el de la incomunicación, el aislamiento o la fragilidad, los cuales quizá emparentan este Tanin no kao con el espíritu de Ingmar Bergman que, curiosamente, en ese mismo año estrenó Persona (1966). Great minds think alike.


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Y a pesar del transcurrir de las décadas, Bara no Sôretsu continúa sorprendiendo y dejando al espectador atónito, sin saber cómo clasificar una obra que se mueve entre el documental, la ficción y la mirada caleidoscópica del Kubrick más implacable. ¿O fue al revés? Sí, eso es. El cineasta neoyorkino descubrió en Funeral parade of roses un tesoro que colmó su mente de imágenes y conceptos que vomitaría después en su magistral La naranja mecánica (1971). Pero no solo haría mella en Kubrick, también en Warhol o Tarantino. Los tentáculos de Bara no Sôretsu alcanzan el s. XXI y nos siguen estrangulando. ¿Y quién fue el responsable de tamaña hazaña? Toshio Matsumoto, que falleció, desgraciadamente, hace unas semanas. De hecho, cuando empecé esta reseña todavía estaba vivo, ha sido un shock conocer su desaparición.

Toshio Matsumoto fue el máximo pionero de cine experimental en Japón. Pasó toda su carrera innovando, y Funeral parade of roses fue su primer largometraje. El mítico Art Theatre Guild fue el que confió en el proyecto del director, y se encargó de su producción y distribución. Y no se puede negar que resultó un ejercicio de fe, porque tratar la temática del travestismo y la homosexualidad en el Tokio de los años 60 no era habitual. Todavía no lo es. El argumento, inspirado libremente en la tragedia clásica Edipo Rey (s. V a. C) de Sófocles , nos acerca al universo de Eddie, un travesti gay. Los bajos fondos de la ciudad, las drogas, la prostitución; pero también el ambiente de gran efervescencia cultural que se respiraba. Matsumoto rodó en la misma ciudad, utilizó de actores a los mismos protagonistas de ese entorno marginal pero lleno de vida. Completamente transgresora, Bara no Sôretsu acoge multitud de estilos y técnicas que se mezclan sin pudor, regalando a los más observadores un abanico de sensaciones indescriptibles.

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No se puede negar que la influencia de la Nouvelle Vague es patente, pero Matsumoto no escatimó en recursos para construir un relato completamente original y donde parece que el tiempo no transcurra, a pesar de que las emociones de los personajes sí avancen. Es como si estuvieran atrapados en un bucle donde las pasiones emergen como lava, a borbotones incandescentes. ¿Es Funeral parade of roses un enorme psicodrama? Quizá. El film no deja de albergar una historia muy terrenal, la de Eddie; y sus decisiones son consecuencia de esas experiencias. Es una aproximación honesta además al mundo de la transexualidad, que aún no se termina de comprender como una simple faceta más de la naturaleza humana.


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Un año después de que Kaikô Takeshi escribiera su relato Kyojin to Gangu,  Yasuzô Masumura lo llevó al cine. ¿Que quién es Yasuzô Masumura? ¡Vergüenza os tendría que dar no saber de él! Mentira. Sería normal que desconocierais su figura, porque no fue hasta hace 10 años que no se pudo acceder a un catálogo amplio de sus películas. Más vale tarde que nunca, dicen. Masumura todavía es uno de esos grandes olvidados del cine japonés, y es algo que Occidente debería resolver, porque nos estamos perdiendo a un cineasta extraordinario. Fue inspiración para mi admirado Nagisa Ôshima, y contribuyó al nacimiento de la Nûberu Bâgu o Nueva Ola Japonesa. Es cierto que esa Nueva Ola fue un invento de productoras como Shochiko, que deseaban conectar con el público juvenil, más que un movimiento cinematográfico modelado por mentes inquietas. De ahí su heterogeneidad, pero tampoco se puede negar que de ella surgieron importantes creadores que tuvieron a Yasuzô Masumura de referente.

Masumura, gracias a una beca, tuvo la inmensa fortuna de poder estudiar cine en el Centro Sperimentale di Cinematografia de Italia, donde aprendió de los grandes maestros del Neorrealismo como Visconti, Antonioni o Fellini. Y no solo eso, trabajó en los Estudios Daiei como ayudante de dirección de Kenji Mizoguchi o Kon Ichikawa. Aprovechó muy bien esas oportunidades, y pronto comenzó a destacar como director de sus propias películas en las que volcó todo sus afanes renovadores, con una pizca de sal iconoclasta. Trabajó muy diversos géneros, aunque su personalidad, amante de lo excesivo, siempre supo ensamblar la pasión de Occidente con la gentileza minimalista de Oriente. En Toys and giants encontramos su vertiente más sardónica y jocosa, una crítica al histérico mundo de la publicidad y, por ende, a la sociedad urbana japonesa del momento.

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Kyojin to Gangu es una sátira divertidísima y repleta de ironías. Se ridiculiza el keizai shôsetsu y la fragilidad de esos ídolos pop prefabricados que brotan como setas por nuestras pantallas. Una historia de competencia salvaje entre grandes compañías de golosinas, la falta de ética empresarial y la ambición desmedida que conduce a la locura y autodestrucción. Todo aderezado con lo mejor de la serie B y otra ristra de delirios tan agudos como espeluznantes. No es la mejor cinta de Masamura (fue su segundo film) y tiene ciertos altibajos; sin embargo, es un visionado que merece la pena. Entretiene, hace pensar y cuando cae en la chifladura, lo hace con tanta gracia… Ains.


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Ôshima-sensei ya es un viejo conocido de SOnC. Es un director que me gusta mucho por su falta de miedo a paladear diferentes sabores y texturas. Y porque tampoco le importaba ser controvertido, qué demonios. En 1967 decidió, con un par de narices, adaptar al celuloide uno de los mangas clásicos del pionero del gekiga Sanpei Shirato: Ninja Bugei-chô (1959-1962). Pero no realizó una película al uso, tampoco una animación tradicional. Nada de eso. Ôshima optó por lo más sencillo y arriesgado, que fue tomar el propio tebeo, sus ilustraciones y filmarlos. Directamente. 17 tankôbon condensados en 118 minutos. Wow. Calma, yo también pensé que el resultado podría ser un despropósito que acabara en una sinfonía de babas y ronquidos. Pero Ôshima supo rodearse de un buen equipo, como el compositor Hikaru Hayashi (Onibaba, Kuroneko), el guionista Sasaki Mamoru (Heidi, Ultraman), o actores a las voces como Rokkô Toura (Feliz Navidad señor Lawrence, Kôshikei) o Shôichi Ozawa (El pornógrafo, La balada de Narayama). Además, Ninja Bugei-chô exhibió todos los recursos que la cinemática podía ofrecer entonces cuando se enfrentaba a un objeto fijo e inmóvil. Movimientos de cámara, el control de su velocidad, zooms, seguimiento del objetivo a las líneas del dibujo, planos detalle… todo para brindar el adecuado dinamismo, respetando la fuerza del propio tebeo.

Band of Ninja es una obra compleja y de muchos vericuetos. Ubicada en el Período Sengoku (1467-1603), es tan violenta y convulsa como esa época. Desfilan gran cantidad de personajes y el vaivén histórico también es intenso. Requiere completa atención, porque es una obra épica de grandes proporciones donde el villano que desea unificar Japón mediante sangre y brutalidad es… ¡tachán, tachán! ¡Oda Nobunaga! Ninja Bugei-chô es perfecta para los que disfruten con un buen cómic de samurais y musculosas dosis de violencia. Pero no una violencia ciega, sino situada en un contexto áspero e intrincado. Como no es nada sencillo conseguir el manga original en cuestión, es una buena alternativa para conocerlo. Eso sí, es para gente paciente y que no se encuentre demasiado intoxicada del habitual espíritu otaco millennial. De lo contrario, no aguantará ni diez minutos.


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Creo que ya lo he comentado alguna vez, pero soy una enamorada del cine mudo en general. Es una etapa de la historia cinematográfica que me fascina, más que nada porque la considero una época de enorme creatividad y riqueza. El despertar del cine no tenía miedo a la experimentación, solo podía innovar y abrir nuevas sendas. Maravilloso. En Japón sucedió algo semejante, por supuesto, y una de sus piezas más extrañas e inquietantes fue (y es) Kurutta Ippêji (1926) de Teinosuke Kinugasa. Se puede considerar, nada más y nada menos, la primera película avant-garde de las islas.

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Se suponía que Kurutta Ippêji era una obra perdida. Una de tantas gracias a la guerra, los terremotos y el inevitable descuido humano. Pero su mismo director, en 1971, la encontró casualmente mientras rebuscaba por su almacén. Como la mayoría de obras vanguardistas, A page of madness nació bajo los auspicios de un movimiento artístico, en este caso literario: el Shinkankaku-ha. Este colectivo buscaba crear en Japón su propia modernidad, alejándose de las tradiciones anticuadas de la era Edo y Meiji. Deseaban vincularse con los ismos occidentales, y con la influencia del dadaísta francés Paul Morand muy presente, lograron formar el primer grupo literario modernista del país. En él militó el futuro nobel Yasunari Kawabata, que fue responsable de gran parte del guion de Kurutta Ippêji. Así que podemos decir que su director, Teinosuke Kinugasa, que conocía bien el mundo de las artes escénicas pues había trabajado como onnagata, amalgamó en la película todos los anhelos de contemporaneidad que imbuían al Shinkankaku-ha. De ahí que tanto expresionismo, surrealismo o la escuela de montaje ruso, entre otras vanguardias, aparecieran reflejadas en sus fotogramas. Una página de locura no fue muy apreciada en su momento, tenía más de cine europeo que nipón, el cual por aquel entonces se centraba sobre todo en el jidaigeki.

¿Fue Kurutta Ippêji una obra incomprendida? Más que incomprendida, fue ignorada y después olvidada. Y aunque no cambió el rumbo del cine japonés, sí que podríamos considerarla la primera obra concebida de manera internacional. Fue la contribución del cine de las islas al efervescente panorama avant-garde de la época. Con su propio sello, no una simple emulación de lo que se cocinaba en Europa. Una página de locura cuenta la historia de un hombre que trabaja en el manicomio donde está encerrada su esposa. Él sueña con sacarla de ahí, pero la mente humana es… complicada. Y la vida también. La aproximación de este film a la locura resulta escalofriante y, aunque se hace un poco difícil de seguir (no hay intertítulos, la película era narrada por un benshi), su lenguaje visual es lo bastante elocuente para hacerse comprender. Resumen: Kurutta Ippêji reunió a un director que sería oscarizado con un escritor que recibiría un nobel literario; supuso la primera conexión del cine japonés con la vanguardia internacional; y su reflexión sobre la desesperanza y la alienación continúa aguijoneando en la actualidad como una avispa. Es película de (mucho) interés.


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Tetsuo: the Iron Man resulta un antes y un después. Es como si David Lynch, Akira Kurosawa, Jank Svankmajer y David Cronenberg hubieran decidido construir su monstruo de Frankenstein particular, pero con piezas de vertedero y desguace. Un virus de metal que devora la carne y transforma al ser humano en un ente informe al servicio de su implacable voracidad. Shin’ya Tsukamoto y Kei Fujiwara son los responsables de esta atrocidad de belleza inconmensurable, de horror sin fin. Y lo hicieron con cuatro duros. Revolucionaron el cine con este poema estentóreo que se revuelca entre sus propios ecos industriales. Tetsuo es una balada ciberpunk inmisericorde cuyas enseñanzas son plenamente vigentes. Plasma un mundo donde el individuo ha sido reducido a cables e impulsos eléctricos, un esclavo de la tecnología y las máquinas al que no le importa ser engullido. Es más, exultante en su metamorfosis, disemina la ¿buena? nueva para calmar su hambre, y quedar reducido a la demencia de las emociones más básicas. Sin distinguir realidad de enajenación.

The Iron Man es una experiencia en 16 mm y B/N que exige mente abierta y pocos prejuicios. Tanto a nivel técnico como argumental fue un puñetazo en los morros, una explosión de creatividad y humor sádico que era muy necesario es esos momentos de apalancamiento. Tetsuo es el orden en el caos, y no todo el mundo puede seguir su ritmo. Pero no importa, eso es bueno. Y no tengo más que añadir porque, como ya he indicado, esta película es una experiencia, y debe examinarse de forma personal. Muy personal. Nunca resulta indiferente, puede fascinar u horripilar, pero jamás dejará impasible. Tetsuo es una obra de extremos en todos los aspectos.


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No sé si lo sabéis, pero la primera persona que se tiene constancia en la historia de la humanidad que se dedicó a la literatura fue una mujer llamada Enheduanna. Vivió en el s. XXIII a. C en Ur, y fue la suma sacerdotisa de Nanna, deidad patrona de la ciudad. Nadie tenía más poder religioso que ella y, políticamente, solo su padre Sargón el Grande, fundador del primer imperio humano, estaba por encima. ¿Y en Japón existió una figura similar? Pues en Japón tenemos a Himiko, reina-chamán del sol. Hay mucho debate respecto a su figura, que tiene un aspecto legendario importante, aunque las fuentes chinas la enmarcan en el s. III de nuestra era. Himiko es el primer soberano conocido de Japón y precursora del Gran Santuario de Ise. Gobernó con benevolencia y armonía en el reino de Yamatai, y fue muy respetada en el extranjero. Su autoridad no fue una anomalía, sino el ejemplo de que, antes del gran advenimiento de la cultura, filosofía y religión chinas de fuerte raigambre patriarcal, en Japón el poder político y religioso estaba en manos femeninas. Pero de eso hace mucho tiempo, y casi todo lo que sabemos actualmente sobre Himiko ha pasado por el tamiz budista y confuciano, con la ulterior contaminación. En la actualidad es un icono pop tal cual, no hay japonés que no sepa quién es. Es como si en Occidente ignoráramos la existencia de la Virgen María, harto improbable. Y sobre Himiko va esta película.

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De Masahiro Shinoda ya he escrito en el blog en un par de ocasiones, y su adaptación de Silencio, aunque no me impresionó, me acabó gustando mucho más que la de Scorsese. Cosas de la vida. Aunque perteneciendo a la misma generación cinematográfica que mi subversivo favorito, Nagisa Ôshima, Shinoda, en cambio, decidió volver su pensamiento a la tradición japonesa, y aplicar en ella nociones contemporáneas que sirvieran a su armonía, no a derrumbarla. Así las deconstruyó y volvió a recrear, pero respetando su esencia. Himiko es eso. Buscó el talento de la escritora y poetisa Taeko Tomioka para el guion, y realizó una película de belleza oscura y profundo lirismo.

La primera vez que vi Himiko no pude evitar que me recordara, a nivel formal, a una de mis películas preferidas: Sayat Nova o El color de la granada (1969) de Sergei Parajanov. Tienen la misma meticulosidad artística y una riqueza simbólica extraordinaria; la misma cadencia sosegada e idéntico lenguaje surrealista. Pero hasta ahí llegan las similitudes. Himiko se empapa de las metáforas visuales de la danza butô, y nutre de la ceremonia del kabuki. Es un espectáculo delicado que narra una historia descarnada donde se responsabiliza al amor de la pérdida del poder. Un amor, ¿u obsesión?, incestuoso y destructivo al que la mujer debe renunciar si quiere ganar la guerra. Conspiración, traición, muerte… y la interpretación magistral de Shima Iwashita. Himiko no es de las películas más celebradas de Shinoda, pero sí una de las más hermosas. Un homenaje a la pureza del shintô.

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Los que sepáis algo de cine nipón, seguro que estáis pensando que me he dejado en el tintero unas cuantas extravagancias cinematográficas. Obras como Symbol (2009) de Hitoshi Matsumoto, o la increíble La bestia ciega (1969) de, otra vez, Yasuzô Masumura, basada en una historia de Edogawa Ranpo, merecerían también añadirse a esta mi lista personal de maravillas extrañas japonesas. Y algunas más me vienen a la cabeza, ahora que estoy finalizando la entrada. Mecachis. Sin embargo, no puedo eternizarme, y este post lleva esperando desde octubre ser finalizado. Ya le tocaba al pobre, creo. Así que lo dejaremos aquí. De todas formas, si observo que gusta (lo dudo), una segunda parte no me importaría escribir. Porque material hay de sobra. De momento, nos conformaremos con estas siete honrosas cintas, que son una sugerente excursión por senderos poco transitados. Espero que hayáis disfrutado un poco al menos. Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

2017: un siglo de anime, cortometrajes, marionetas

El formidable dúo Okamoto-Hoshi y sus 4 lacónicos

Como ya comenté hace un par de días en la entrada Últimos descubrimientos – 1  de Otakus Treintañeras, este invierno he estado leyendo un manga muy interesante dedicado a microrrelatos del escritor Shin’ichi Hoshi (1926-1997). Es un autor al que le tengo unas ganas tremendas, pero de momento no ha caído nada de él en mis manos, salvo alguna cosilla suelta que he leído por internet. Hoshi es el pionero de la ciencia-ficción en Japón, imprescindible para todos aquellos amantes del género y del país del sol naciente. Sin embargo, existe un problema importante: no hay material editado en español de sus más de mil obras. Cero pelotero. Es una omisión bastante gorda porque, como vuelvo a insistir, Shin’ichi Hoshi no fue un escritor maldito o underground, nada de eso. Hoshi fue el puto amo de la sci-fi japonesa. No obstante, albergo la loca (e imbécil) esperanza de que alguna editorial (Chidori, Satori, Valdemar… ALGUIEN, POR EL AMOR DE LUZBEL), se anime a publicar una recopilación de sus cientos y cientos de historias cortas. Tener que acudir a la importación, aunque es algo con lo que debemos lidiar los entusiastas de Cipango, no deja de ser un incordio. Sobre todo económico, todavía no me he topado con nadie al que le sobre el dinero.

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Hoshi-sensei de jovenzano

Una manera de consolar el deseo de hincarle los colmillos a Hoshi es a través de las adaptaciones que se han hecho de sus historias. Que no han sido pocas, además. En el campo de la animación, Kimagure Robot (2004) de Studio 4ºC y la galardonada con un Emmy Hoshi Shinichi’s Short Shorts Special (2010) son dos ejemplos llamativos. Por lo que he atisbado, es un autor con un peculiar sentido del humor e ingenio vivo. Sus cuentos resultan inmediatos y accesibles, muy humanos, y a menudo con una vuelta de tuerca cerca de su conclusión sorprendente. Su estilo es bastante reconocible, y aunque asentó las bases de la ciencia-ficción en Japón y fue uno de sus mayores difusores, no se dedicó exclusivamente al género. También escribió fantasía, misterio o ensayos, pero siempre con cierto regustillo especial sci-fi. Su obra fue extremadamente popular e influyente sobre otros artistas, entre los cuales podemos incluir al mismísimo Osamu Tezuka, que fue buen amigo suyo; y, por supuesto, al co-protagonista de la entrada de hoy, el animador Tadanari Okamoto (1932-1990).

Como estamos celebrando en este 2017 el centenario de la animación japonesa, me pareció buena idea unir el genio de Okamoto con uno de los grandes de la literatura nipona. Una conjunción que no podía obviar en el blog. Aunque no es la primera vez que escribo sobre Okamoto, pues en los Tránsitos de este pasado 2016 incluí un cortometraje suyo (reseña aquí): la maravilla de Okon Jôruri (1982). Okamoto es, junto a mi amado Kihachirô Kawamoto, maestro indiscutible de la animación con marionetas y stop-motion.  okamoto1Aunque también trabajó la animación tradicional, y la mezcló sin ningún tipo de sonrojo con toda clase de técnicas y recursos. Fue un hombre versátil e imaginativo, sus obras poseen una impronta arty experimental muy pronunciada, pero bastante asequible también. Tadanari Okamoto pudo presumir de no haber repetido, en ninguna de sus 37 obras totales, el mismo estilo de animación; también alardear de ser el artista que más galardones Noburô Ôfuji ha logrado de momento (8). Por encima de Osamu Tezuka (3) o Hayao Miyazaki (6), y es una completa lástima que no sea más conocido en Occidente. Okamoto fue (y es) fundamental dentro de la animación japonesa. Es el paradigma claro de creador independiente que pudo hacer historia siguiendo su propia senda. Y ser reconocido por ello además en vida.

Así que hoy en SOnC presentamos 4 cortometrajes de Tadanari Okamoto basados en 4 microrrelatos de Shin’ichi Hoshi. Forman parte de la primera etapa del animador, cuando estaba dando sus primeros pasos, y a pesar de que se percibe cierta inexperiencia en algunos aspectos, son todos fantásticos. Vayamos con ellos entonces.

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La medicina misteriosa o Fushigi na Kusuri fue el primer «Noburô Ôfuji» que Okamoto logró en su carrera, además de ser el primero en otorgarse a un stop-motion. Estrenó así también sus propios estudios, Echo Productions. En esos momentos, los verdaderos jefazos en el panorama mundial de la animación con marionetas eran los checos, y esa influencia se nota un montón. No en vano, Okamoto estuvo en la denominada por entonces Checoslovaquia aprendiendo de los maestros Jiří Trnka y, sobre todo, Břetislav PojarNo fue una época fácil a nivel político (Guerra Fría, clima pre-Primavera de Praga), pero eso no le paró los pies.

Fushigi na kusuri es la historia de un ladrón de guante blanco y su compinche para hacerse con una milagrosa medicina. Doron, que así se llama el maleante, no sabe exactamente sus virtudes, pero está seguro de que servirá a sus fines de dominación mundial, e imagina múltiples habilidades que lo pueden ayudar a conseguirla. Pero las cosas no van a ser tan sencillas, porque el Profesor Hakase y su aprendiz desconfían de él. Solo el cuervo parlante que los científicos tienen de mascota parece más inclinado a echarle una mano… pero únicamente porque ambiciona para sí mismo el enigmático elixir. ¿Qué ocurrirá con todos esos intereses encontrados?

El corto, como sucedería luego con muchos otros posteriores dentro del catálogo de Okamoto, está orientado a una audiencia infantil. El tono, la aparente sencillez argumental y la comedia así lo manifiestan; pero esto no hace de Fushigi na Kusuri una obra inane para público poco exigente. Nanay. La medicina misteriosa es una preciosidad a nivel artístico, sobria, elegante, de gran expresividad. Okamoto no se reprime a la hora de arriesgar con los recursos para otorgar más agilidad y energía a ciertas escenas; o buscar inspiración en disciplinas como el cine para sus ambientaciones (mucho Hitchcock por ahí, amiguitos). Este corto resulta muy atractivo a nivel visual, y también bastante entretenido, con el archiconocido plot twist de Hoshi incluido, por supuesto.

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Operación Pájaro Carpintero o Kitsutsuki Keikaku tiene de protagonista al mismo villano de poirotiano bigote que Fushigi na Kurusi. En esta ocasión se hace acompañar de más secuaces, y tiene un plan muy especial para hacerse con las riquezas de la ciudad: amaestrar pájaros carpinteros como agentes del caos. Aprovechando la pujante automatización de la sociedad que se muestra en el corto, sus cómplices alados sembrarán el desconcierto con sus afilados picos apretando botones y palancas por doquier. Luego solo habrá que recoger los frutos de la confusión generada. ¿Conseguirá sus propósitos nuestro refinado y mostachudo amigo?

Kitsutsuki Keikaku gana en abstracción respecto a su antecesora, el estilo es elegante y geométrico, haciendo hincapié en las siluetas y los contrastes de colores (huele a Mondrian). Une animación tradicional, enfocada en un dibujo de líneas puras y simples, con marionetas de madera de cedro, plásticos y cut-out. El resultado es bidimensional y muy directo. Pero lo que realmente me ha llamado la atención es el papel que juega la música en este cortometraje. Lleva la batuta constantemente. Se trata de una interpretación de la clásica Tocata y fuga en Re menor de Bach pero en clave de easy listening y jazz, en concreto de género lounge. También suenan piezas inspiradas en la música surf o la bossa nova. Todo muy cool. Los efectos sonoros además tienen una posición relevante, ya que es una obra sin apenas diálogos. El conjunto no puede ser más singular, realmente estupendo.

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Bienvenidos, Aliens o Yôkoso Uchûjin me parece el más flojillo de los cuatro, aunque admito que es el más comercial. Y esto no es óbice para que me haya encantado, porque continúa siendo una pequeña maravilla visual de gran colorido. Técnicamente muy lograda. Tiene un aire ingenuo refrescante, y las cancioncillas que acompañan la historia son la mar de graciosas. Yôkoso Uchûjin en un micromusical animado enmarcado dentro de un parque de atracciones, así que es perfecto para toda la familia. Además aparecen también personajes que ya conocemos de cortos anteriores, de suerte que podemos afirmar que existe cierta continuidad, a pesar de que sean cuentos independientes.

El argumento narra la llegada de dos alienígenas a la tierra, que se encuentran en misión de reconocimiento para examinar si resultamos un planeta susceptible de ser conquistado y dominado por su civilización. Las intenciones son hostiles. Sin embargo, no llegan a un lugar normal, sino a un parque de atracciones infantil que justo ha finalizado su jornada diaria de trabajo. Ahí solo se encuentran entonces un ratoncito y la mozuela guía del lugar, que deben ensayar los números musicales que interpretan para los niños. Ellos y las atracciones mecánicas son la representación de la tierra para esos dos belicosos extraños. ¿Qué decidirán? El desenlace tiene una moraleja algo inesperada.

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La flor y el topo o Hana to Mogura es mi cortometraje favorito del tándem Okamoto-Hoshi. Aparte de suponer el segundo «Noburô Ôfuji» para el animador, ganó también un galardón en el Festival Internacional de Cine Infantil de Venecia. Como todos los anteriores, combina con inteligencia diferentes técnicas, siendo la base el stop-motion de marionetas. Es así como consiguió producir una obra tras otra y tras otra de personalidad exclusiva. El color de nuevo es el protagonista, una paleta delicadamente ácida que prioriza la luz y la simplicidad, pero al que no le importa juguetear con las texturas. Los planos y movimientos de cámara resultan precisos e intuitivos, y a pesar de que reciben el soporte continuo de la voz en off que relata la historia, dotan a la narración de un dinamismo bastante original.

El cortometraje está subdividido en varias partes que organizan el desarrollo del argumento. Todo comienza con una niña llamada Hanako, que observando las flores que tanto le gustan, idea una forma para que los topos, en vez de destruir las plantas, sean capaces de cuidar sus raíces y crecimiento, ayudando también a su dispersión y lograr así uno de sus sueños: que la tierra esté cubierta de flores. Dibuja su esmerado propósito en un papel, pero el viento se lo arranca de las manos y acaba llegando hasta una isla solitaria donde trabajan, en el más estricto secreto, un grupo de científicos. ¿Qué harán con él? Al principio no saben de qué se trata, pero deciden sacar adelante un plan basado en el garabato de Hanako. Un montón de gente lista exprimiendo sus meninges al unísono en un proyecto que nadie de las instalaciones ha solicitado en realidad… ¿qué ocurrirá? Hana to Mogura da mucho que pensar, tanto a niños como a mayores.

Tadanari Okamoto merece más entradas en las secciones de Lacónicos y 2017: un siglo de anime. Llegarán, desde luego, porque se trata de un creador sobresaliente con un carácter único. Como pequeña introducción este post cubre lo más básico, y espero que haya llamado vuestra atención. Tanto si ya lo conocíais como si resulta ser un descubrimiento, Okamoto es una figura a reivindicar sobre todo en Occidente, donde ha pasado inexplicablemente desapercibido. También es verdad que no hay tantas oportunidades para acceder a sus obras como sí ocurre con otros animadores, pero si se sabe buscar, se encuentran. Solo hay que poner algo de voluntad, como todo en la vida. Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

2017: un siglo de anime, cortometrajes

La artesanía primordial de Noburô Ôfuji

No tenía muy claro qué publicar estos días en el blog. Algunas ideas me iban y venían, pero no terminaba de decidirme. Busqué consejo en la eterna sabiduría de vuesas mercedes, dilectos lectores, y en el pollo azul me respondisteis tal que así:

Me he visto en la obligación de hacer lo que más me estaba costando: escoger. Y mi elección ha sido 2017: un siglo de anime. Y es que, camaradas otacos, ¡no se cumple una centuria todos los años! De modo que he preferido darle un poquillo de prioridad. Aunque al fan promedio le importe un carajo. SOnC no os fallará nunca, siempre tratará los contenidos que menos os interesen. Aunque los hayáis votado. Por eso tenemos de protagonista a uno de los pioneros más importantes de la animación japonesa: Noburô Ôfuji (1900-1961). En el primer post de esta sección escribí sobre tres cortometrajes suyos, que se incluían en The roots of Japanese anime-Until the end of II WW (2009) de Zakka films. Hoy disertaré, para vuestro gozo y disfrute, sobre las cinco obras que me gustaron más de su catálogo. Aviso: es mi opinión, la opinión de una bloguera que encima no ha tenido la suerte de poder ver todo el repertorio del artista (ojalá); pero que desea aportar su granito de arena a la difusión de su figura y conmemorar los 100 años de anime de esta forma.

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Noburô Ôfuji trabajando

Cuando pensamos en el padre de la animación nipona, automáticamente el nombre de Osamu Tezuka brota en nuestra mente. Sin albergar ningún género de duda, Manga no Kamisama fue un antes y un después. Pero pocas veces somos capaces de retrotraernos más. Da la extraña sensación de que antes de Tezuka no existiera nada, pero sí que había gente esforzándose y creando. Y fueron famosos y todo. De hecho, el primer animador que traspasó las fronteras de Cipango y logró reconocimiento internacional fue nuestra estrella de hoy, Ôfuji-sensei. Curiosamente, Tezuka fue, con Tale of a Street corner (más información aquí), el primer vencedor de este prestigioso galardón que instauró el periódico Mainichi Shimbun en honor de Ôfuji tras su fallecimiento.

Noburô Ôfuji fue, además de pionero, una de las bases fundamentales en las que está sustentado el anime actual. Merece más reconocimiento entre los camaradas otacos, al menos que suene su nombre de algo. Sin embargo, considero poco probable que el seguidor habitual de Naruto soporte ver cortometrajes en B/N, silentes y con una calidad regularcilla sin echar algún ronquido que otro. Con todos mis respetos hacia la franquicia narutense, por supuesto. No es fácil ponerse con material antiguo, máxime si no se tiene experiencia previa y lo más importante: paciencia.

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Nunca es mal momento para colar porque sí una foto de Tezuka. Bueno, en realidad es que de Noburô Ôfuji solo hay disponible una. Meh.

Por una vez en mi vida voy a ser organizada, así que comenzaré por el principio: la vida de Noburô Ôfuji. Nació en Asakusa, un barrio del noreste de Tokio, el 1 de junio de 1900. Su familia regentaba unos pequeños estudios de sonido donde se grababa en el formato de entonces, el gramófono. Fue el séptimo de ocho hijos y criado por su hermana mayor, Yae, a partir de los seis, pues su madre falleció. Con dieciocho años, entró a trabajar como aprendiz bajo la tutela de Jun’ichi Kôuchi, responsable de que este año nos encontremos celebrando los 100 años de animación, ya que se considera el pistoletazo de salida su pequeña obra Nakamura Gatana (1917). Ôfuji comenzó su carrera profesional como animador aprendiendo de uno de los auténticos precursores del anime, que debemos recordar que en esa época era denominado senga eiga, kôngo eiga o dôga eiga. Unos pocos años después crearía su propia compañía, Chiyogami Eigasha, y empezaría a desarrollar su peculiar estilo. Ôfuji, a causa de que no disponía de una economía boyante, tuvo que hacer de la necesidad una virtud, experimentando con las técnicas que se convirtieron en su marca de agua: la animación con siluetas y, ante todo, el cut-out. Más adelante también trabajaría sobre acetato, por supuesto, pero Ôfuji será reconocido por su maestría en la animación con recortes, donde aplicará los patrones del washi chiyogami. El washi es el tradicional papel de arroz, y el chiyogami una variedad que tiene impresa una serie de patrones geométricos o naturales con colores llamativos, todo muy propio de la cultura nipona. Apareció a finales de la era Edo, y Ôfuji decidió que eran estéticamente perfectos para sus creaciones.

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Folleto del corto «Canción de primavera» (1931) con el clásico chiyogami

Aunque no fue oficialmente el primero en utilizar el color, algunas de sus obras como Kogane no Hana (1929) fueron en origen producidas en Cinecolor.  Sin embargo, debido a la falta de medios en ese periodo, tuvieron que ser proyectadas en B/N. Más adelante, desarrollaría un procedimiento único en el que, motivado por las vidrieras de las catedrales, colorearía sobre celofán, y usaría las sombras de las siluetas (utsushi-e) para crear escenas de claroscuro muy curiosas. Lo encontramos en las admiradas Kujira (1952), un autoremake que se llevó las alabanzas de Jean Cocteau y Pablo Picasso en el Festival de Cannes de 1953; y Yûreisen (1956), también triunfadora entre la crítica en el festival de Venecia de 1956. Ambas están inspiradas en el trabajo de Lotte Reiniger (amo, AMO a esa mujer, siempre lo digo, es la verdad ❤ ) y  son la cúspide de su trabajo tanto a nivel técnico como de sutileza argumental. No voy a adelantar más porque sobre una de ellas escribo un poco más abajo.

Ôfuji posee en su inventario muchas, pero muchas obras que gracias a su afán por la experimentación e ingenio, se han convertido en historia del anime. Kuro Nyago (1929), por ejemplo, jugueteó con el sistema de grabación de sonido Tôjô Eastphone a pesar de que en origen fue muda (podéis verlo aquí). Si tengo que ser honesta, son tantas sus producciones que es imposible alcanzarlas todas. Al menos en Occidente. Me he quedado con las ganas de ver (¡agh!) su adaptación de Kumo no Itô (1946) de Ryûnosuke Akutagawa, que ganó el primer premio en el Festival de cine internacional de Venezuela. O la primera versión que realizó de su Kujira (1927), que ofrecía interesantes propuestas técnicas. Espero que con el tiempo podamos llegar a verlas. Snif.

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A Mickey Mouse le zurran la badana en «Journey to the West» (1934). Aparece también uno de los primeros Son Goku del anime, btw, con nube y todo.

Ôfuji representó una manera de concebir la animación opuesta a la de algunos de sus contemporáneos como el gran Kenzô Masaoka, que apostaba por un sistema de producción colectivo. Ôfuji era un individualista, cosa bastante singular en las islas, y solía trabajar en solitario, autofinanciándose. Comenzó a introducir además ciertos elementos eróticos en sus obras que no acababan de gustar al público japonés, el cual todavía contemplaba la noción del dibujo animado como algo ligero para toda la familia. Ôfuji en realidad se dirigía a un sector adulto, y todavía era un poco pronto para lograr que esa filosofía, de la animación como arte y no solo entretenimiento, se pudiera comprender. Y para muestra, un botón: a continuación tenéis un vídeo con un popurrí de varios trabajos suyos.

Y sin más dilación, os dejo con el quinteto de cortos que he seleccionado como introducción a su obra. De los que he logrado ver son mis favoritos, y si no se conoce a Ôfuji, creo que es una buena manera de familiarizarse con sus creaciones. Y cogerle el pulso, porque este artista era bastante particular. Siguen orden cronológico, para poder advertir la evolución del artista. Que aproveche.

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Obviando el asunto de que Kemurigusa Monogatari (1924) es de un misógino que echa p’atrás, es un corto de lo más divertido. Ya sabéis, no es buena idea juzgar las obras del pasado en base a los valores éticos y morales del presente. Aparte de injusto, nos impediría observar y disfrutar la pieza en sí. Una historia sobre tabaco es el segundo cortometraje que realizó Ôfuji por sus propios medios, recurriendo a la mezcla de imagen real y cut-out. Podéis verlo íntegro en este enlace, son unos tres minutos aproximadamente.

«Las mujeres nacieron del tabaco, por eso son como cigarrillos». Esta es la sentencia con la que un diminuto hombrecillo inicia el corto. Así que la muchacha que aparece, con cierto aire de geisha, decide aprisionarlo bajo un vaso de cristal. El resto es un tira y afloja entre los dos con un final algo abrupto. El argumento es casi lo de menos, de Kemurigusa Monogatari lo que importa es su realización. Es evidente que a Japón todavía le quedaba un trecho para lograr alcanzar el nivel norteamericano; los recortes son algo toscos y sus movimientos parece que no se encuentran bien sincronizados con el FPS de la película, siendo en algunos momentos demasiado rápidos para resultar naturales. Sin embargo, es interesante observar también esas limitaciones que muestra la obra, que son los primeros pasos además del futuro genio Noburô Ôfuji.

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El mini-macarra amenazando a la mozuela

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Hace mucho tiempo, lejos en el sur, había un castillo rodeado de cerezos. Y en él vivía una princesa más bella que una flor. Kokoro no Chikara (1931) es un relato infantil que contó con el apoyo del Ministerio de Educación y fue presentado como un chiyogami eiga. Es el cortometraje más largo de la lista, con una duración de dieciocho minutos, y podéis verlo subtitulado en este enlace.

En la ciudad de ese castillo sureño vive Dangobei, un hombre conocido por su cobardía y al que no paran de gastarle bromas pesadas. La última, unos niños azuzando a un perro para que lo ataque. Pero esta chanza tiene un desenlace insólito pues, mientras aterrorizado reza en un templete solicitando auxilio, su petición es concedida en forma de amuleto de la suerte. Con él será el hombre más fuerte de Japón. Toda su vida cambia. Gracias a ese talismán Dangobei se convierte en todo lo que no ha sido: una persona segura de sí misma y valiente, capaz de enfrentarse a cualquier situación. Acompañado por el perro y el gato que antes lo acosaban, decide presentarse a un concurso que el rey está celebrando: quien salga vencedor de los duelos se casará con la princesa y se convertirá en su sucesor. ¿Qué ocurrirá? ¿Se alzará Dangobei con la victoria? Ah, las cosas no van a ser tan fáciles.

Fuerza de voluntad tiene los habituales recursos cómicos para niños, con referencias al béisbol o también a monstruos del folclore japonés. Todo fácilmente reconocible para el público. Derrocha expresividad y energía; y al contrario de lo que se pueda olisquear a causa de los clichés, es una obra muy entretenida. Además contiene su mensaje, no es vacua. Técnicamente es una de las mejores representaciones de la especialidad de Noburô Ôfuji: el chiyogami. Sigue siendo en B/N y muda, pero la exuberancia visual con la que el autor dotó Kokoro no Chikara consigue que se echen poco de menos. De todas formas,  no hay que olvidar que era proyectada con el apoyo de una grabación musical ad hoc.

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Dangobei luchando contra sus rivales

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Kimigayo es el himno oficial de Japón, y su letra es un waka compuesto en la era Heian (circa 905), lo que le procura una antigüedad bastante significativa. Kokka Kimigayo (1931) es un corto de cuatro minutos, concebido para ser cantado, que hace hincapié en el yamato-damashii o virtudes nacionales del país. En esos años de expansión del Gran Imperio, con la inminente invasión de Manchuria (y lo que te rondaré, morena), el nacionalismo nipón estaba completamente on fire. Y es lo que tenemos en Kokka Kimigayo, una exaltación de los valores patrióticos con un ingrediente fundamental de hilo conductor: su himno.

El motivo central, y que se repetirá al inicio y al término, es el shiragiku o flor de crisantemo, que representa la figura del emperador, ya que es su escudo de armas. La leyenda del nacimiento de Japón o Kuniumi, con Izanagi e Izanami de protagonistas, también aparecen; junto al episodio de ocultamiento de Amaterasu, el monte Fuji y los símbolos del mítico primer soberano Jimmu, el arco y el cuervo yatagarasu. Noburô Ôfuji une el chiyogami y la animación de siluetas con sabiduría; pese a carecer de medios más modernos, pues fue una modesta autoproducción, Kokka Kimigayo resulta muy digno. Y bonito.

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Katsura Hime (1937) fue el primer corto en color (kodachrome) oficial de Noburô Ôfuji, pero no lo hizo solo. Colaboró junto a Shigeji Ogino (1899-1991), un alma valiente como él sin miedo a la experimentación; siempre desafiando los recursos técnicos de la época. Ogino fue un auténtico visionario del cual no he podido ver gran cosa, aunque me muero de ganas por hincarle el diente a su Hyakunen-go no aruhi (1933). De ideas afines, Ôfuji y Ogino sacaron adelante este corto de apenas cinco minutos que tiene dos partes bien diferenciadas. La primera es una somera exposición de lo que era la animación en color en esos momentos. Un documento de gran interés que nos acerca al cómo, asombrando por su meticulosidad y necesidad de talento. Las herramientas que usaban eran sencillas, pero el tesón y la pericia marcaban la diferencia. Muy educativo, la verdad, historia del anime 100%. La segunda parte es la aplicación práctica de lo que nos esbozaron minutos antes, una historieta donde un oni rapta a una princesa que viaja con su cortejo en un palanquín. Realmente espectacular. Aparecen algunos de los diseños clásicos que Ôfuji usaba en sus personajes, y el chiyogami gana en esplendor gracias al color. Los paisajes y la ambientación son estupendos también (esa cascada, ¡qué preciosidad!) y el movimiento general está muy logrado. Una pequeña maravilla tanto a nivel visual como documental.

Como el vídeo de youtube carece de subtítulos, os dejo el enlace del Archivo Nacional de Cine de Japón que sí los incluye en inglés. Tampoco son imprescindibles, no obstante los recomiendo para entender mejor el proceso de creación del eiga a color que se muestra en los minutos iniciales.

Yûreisen

He estado dudando hasta este momento con la selección del último corto. ¿Kujira o Yûreisen? Al final me he quedado con El barco fantasma por una mera cuestión cronológica, pero ambos me han gustado muchísimo. Grabada en Fujicolor, Yûreisen (1956) es una de las cimas artísticas de Noburô Ôfuji. Y él mismo sabía que lo iba a ser, por lo que desde un principio resolvió darle la misma proyección internacional que había otorgado a Kujira con tan buenos resultados. Y su plan funcionó, por supuesto, ya que logró su exhibición triunfante en varios festivales europeos. En el de Venecia de 1956 consiguió la Honorable Mención por Película Experimental. Toma ya.

Yûreisen es una experiencia profundamente tétrica de once minutos; pero también posee una belleza inigualable. Está a la altura de las obras de su mayor influencia, Lotte Reiniger, superándola incluso al introducir las delicadas texturas de los celofanes. Un stop-motion sombrío de fluidez maravillosa, con el espíritu del exquisito wayang kulit sobrevolándolo todo. La música de Kôzaburô Hirai exalta todas esas sensaciones de pavor y excelencia. Perfecta. El argumento no es muy complejo, es la manera de narrarlo lo que resulta fascinante. El corto comienza con las manos de Ôfuji en plena faena, al modo kirigami, recortando ese ominoso Mar Amarillo donde tendrá lugar la acción. Y menuda acción, Yûreisen es realmente dinámico. Es la historia de un barco pirata a la deriva, destrozado y con sus tripulantes asesinados, ¿cómo ha podido ocurrir algo semejante? Ôfuji revive a los muertos para contárnoslo con solemnidad y rica imaginación.

La próxima entrada, rompiendo brevemente el orden de lo que elegisteis en twitter, estará dedicada a los estrenos de la temporada de primavera 2017. La siguiente ya será todo un señor manga vs. anime, que lo tenía olvidado al pobrete. Había que recuperarlo. Por cierto, ¡gracias de nuevo por vuestra colaboración en la votaciones! Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

2017: un siglo de anime, cortometrajes

Lacónicos: rizomas en blanco y negro

Aprovechando que el Centro Nacional de Cine  de Japón conmemora en este 2017 el centenario del nacimiento del anime, he querido rendir un diminuto homenaje, mediante este vuestro humilde blog, a la que ha sido desde mi niñez fuente de gran dicha y gozo. Ay, un siglo de dibujitos chinos. Por lo que, a lo largo del año, iré dedicando alguna que otra entrada a celebrar este aniversario, inaugurando así nueva sección (otra, sí, qué pasa). Pero, antes de entrar en materia, lo primero es lo primero:

¡Feliz cumpleaños, anime de mi coração!

birthday

Hace casi un año que brotó cual geranio silvestre la entrada Érase una vez… el anime, donde escribí un poco sobre sus orígenes y cómo apareció en Japón. También seleccioné cinco largometrajes que me parecen hitos dentro de la historia de los dibujos animados asiáticos, dejando ligeramente de lado sus auténticos primeros pasos: los cortometrajes. Me dejó con algo de mal cuerpo haberlos obviado, pero tampoco podía hacer una entrada eterna, por lo que decidí que más adelante me resarciría. Y en esas estamos. El post de hoy se encuentra dedicado a varias obras de animación pre-Tezuka. Los cortometrajes siempre gozaron de buena salud en Japón. Ya no solo fueron una evolución lógica de toda su rica tradición pictórica popular, sino el esfuerzo de una nación, recién abierta al exterior tras siglos de confinamiento, por modernizarse, estar a la altura y superar a otros países. Voy a procurar ser breve y no soltar mis habituales rollos macabeos. Si queréis más información o refrescar la memoria, podéis acudir a la entrada que señalo al principio.

Zakka_DVDcvr_Nov6aCreo que está bastante claro, pero aviso por enésima vez que solo soy una simple aficionada. De ahí que no haya podido ver todostodísimostodos los cortos nipones anteriores a los años 50. Es simple falta de tiempo y del propio material, claro, ya que no es tan fácil localizarlo (AQUÍ podéis acceder a bastante). Algunas obras directamente se han perdido, y solo nos quedan referencias o fotogramas sueltos. Una pena, así que me centraré en los que han caído en mis garras. Las estrellas de hoy forman parte de la excelente recopilación The roots of Japanese anime-Until the end of II WW (2009), que fue el debut de Zakka Films, unos verdaderos héroes en el negocio. Los cortos seleccionados pertenecen a creadores que conformaron la que ha sido llamada Segunda Generación. Todos tienen la impronta de los Hermanos Fleischer y Disney, que eran la vanguardia durante esas décadas en la disciplina; y sus planteamientos son harto candorosos, con el sempiterno toque de humor de trompazo. En rigurosa monocromía. El grado de conservación resulta variado, ya que la degradación por el paso del tiempo ha sido inevitable. Ponerse quisquilloso con la calidad de imagen es estúpido, ¡algunos cortos tienen casi noventa años!, no obstante pueden disfrutarse sin problemas porque la restauración es más que decente. Y recordemos que nos encontramos frente a tremendos pedazos de historia, no son mero entretenimiento para quemar. Sin estos amiguitos de pintas y movimientos raros, camaradas otacos, no habría ni Nausicäa, ni Dragon Ball, ni Chihayafuru ni nada de nada. Pay your respects.

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Comenzamos con Yasuji Murata, uno de los pioneros en Japón de la animación por recortes o cutout junto a Noburô Ôfuji. No solo trabajó esta técnica, aunque sí destacó especialmente en ella. Murata desarrolló parte importante de su carrera en los estudios Yokohama Cinema, dedicándose sobre todo al terreno de la didascalia. Su público objetivo era el infantil, de ahí que muchas de sus obras supuren tanta ingenuidad y sencillez. Saru Masamune no es diferente del resto de su catálogo. Es un cortometraje mudo que solía representarse con la intervención de una orquesta clásica de kabuki y un katsudô-benshi. Los benshi eran narradores profesionales que daban vida a la película con sus interpretaciones. Figuras características e indispensables del cine mudo japonés.

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Saru Masamune cuenta la historia de un mensajero que, tras salvar la vida de una familia de monos que estaba siendo hostigada por un cazador, es recompensado con una extraordinaria katana de Masamune. Las espadas forjadas por este herrero de habilidades legendarias eran consideradas las mejores del mundo, y se creía que tenían poderes sobrenaturales. Para bien y para mal. Esta obrita sigue el patrón de los antiguos cuentos budistas, con pretensiones moralizadoras e instructivas. Perfecto para las audiencias más jóvenes. Y aunque la narración no es especialmente original, es su animación la que otorga verdadero encanto al conjunto. Salvo por algunos pequeños detalles, no me habría dado cuenta de que se trata de un cutout. Es tanta la precisión de los movimientos y la originalidad en la elección de planos, que podría pasar por una animación en celuloide. Muy curioso.

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Noburô Ôfuji fue uno de los animadores más prestigiosos del país, su pericia le valió reconocimiento internacional en festivales cinematográficos como los de Venecia o Cannes; y unos importantes galardones dedicados a la animación llevan su nombre. El ganador del año pasado de este premio fue Kono Sekai no katasumi ni o In this corner of the world de Sunao Katabuchi, por cierto. Ôfuji fue y es una figura trascendental en la historia de los dibujos animados de Japón. Era obligatorio que apareciera, y no solo una vez, en este The roots of Japanese anime – Until the end of WW II.

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Mura Matsuri

Mura Matsuri y Haru no Uta son dos piezas con aroma inequívocamente japonés. Ambas muestran momentos del calendario nipón significativos, como el festival de la cosecha y el florecimiento de los cerezos. Ambas son una delicada filigrana de chiyogami cuyo fin es acompañar dos canciones populares de la época, y resaltar los valores nacionales. Son muy breves, por lo que no debería extenderme mucho escribiendo sobre ellas. Me han recordado a los trabajos de mi amada Lotte Reiniger, como también he percibido la influencia de los Hermanos Fleischer un montón. Esto último era de esperar, no obstante. Creo que ambos cortos son la demostración de la increíble maestría de Ôfuji. Una técnica de kirigami depurada, minuciosa y elegante, que continúa asombrando todavía en la actualidad.

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Haru no Uta

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Este es mi cortometraje favorito de toda la recopilación. Sin lugar a dudas. También resulta el más marciano. No se sabe gran cosa sobre su director, Kiyoji Nishikura, excepto que colaboró más adelante con el gran Kenzô Masaoka en una de las animaciones para niños más sádicas que he visto jamás: Tora, el gatito abandonado (1947). Si os gustan los animalitos y sois masoquistas, disfrutaréis como puercos. Garantizado. Volviendo a Chameko no Ichinichi, se trata en realidad de una obra muda sobre la que se ponía música mediante un gramófono, procurando sincronizarla con la imagen. Y la composición que sonaba con este corto era el megahit infantil de la época Chameko no Ichinichi. Es una tonadilla creada varios años atrás, en 1919, pero que gustaba mucho a los niños. La versión que aparece aquí fue grabada una década después por la proto-idol Hideko Hirai, y fue un exitazo. Así que, ¿por qué no hacer una pequeña animación sobre ella? Y de esta forma nació la joya Un día en la vida de Chameko.

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Chameko no Ichinichi es, como indica el título de la propia canción, un día en la vida de una niña llamada Chameko. Comienza temprano por la mañana, con el canto del gallo y una vendedora ambulante de nattô anunciando su mercancía. La mamá de Chameko, una elegante señora en kimono, despierta a su hijita y esta se lava, viste, toma su desayuno, va al colegio, al cine… La rutina cotidiana de una muchacha de clase media japonesa en un medio urbano. Y ahí radica una parte de su interés, que es un documento vivo de su época con detalles muy vistosos. Es además un corto singular en otros aspectos, me sorprendió muchísimo encontrar publicidad por emplazamiento en una obra tan antigua, en concreto de la pasta de dientes Lion, marca que continúa existiendo, además.

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Kinue Hitomi

Nishikura también incorporó imagen real, plasmando uno de los orgullos deportivos del país: la atleta Kinue Hitomique ganó la medalla de plata en 800 metros durante las Olimpiadas de Amsterdam (1928). Fue todo un mérito porque no había entrenado jamás para esa categoría y decidió participar en el último momento, insatisfecha de sus resultados en otras pruebas. Esta damisela fue la primera mujer asiática en lograr algo semejante, y pulverizó records en Japón. Hitomi fue una deportista de gran talento que, por desgracia, murió de forma prematura a los 24 años a causa de una neumonía. Chameko no Ichinichi muestra sus numerosas victorias en los III Juegos Mundiales Femeninos, que tuvieron lugar en Praga en 1930. El director tampoco se cortó en estampar otro de los héroes populares del momento: el samurai Tange Sazen, que finiquita el corto rebanando pescuezos.

Chameko no Ichinichi goza de las ventajas de una técnica mixta, donde cutout, animación e imagen real se dan la mano. Si unimos a eso múltiples referencias cómicas y surrealistas, tenemos entre manos un producto para niños (porque iba dirigido a ellos) bastante extraño, incluso para estándares modernos. ¡Me encanta! Lo único que me molesta un huevo poco es la voz de Hideko Hirai. No comparto en absoluto esa adoración por las voces insoportablemente agudas que tienen los japoneses para la música.

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De nuevo Noburô Ôfuji a la carga, pero esta vez sin cutout o siluetas. Animación en celuloide y chiyogami combinados. Chinkoroheibei Tametabako quizá sea el corto que menos me ha gustado, aunque técnicamente es imaginativo y sorprendente. El protagonista de este relato es un animalillo mezcla de Félix el Gato y Mickey Mouse, con no muy buenas intenciones y sobrada osadía para llevarlas a cabo. Su nombre, Chinkoheibei; y lleva una vida despreocupada que destina a vaguear y hacer maldades. Un día, después de putear a una araña y a una tortuga, descubre en el fondo del mar una curiosa caja mágica. Esta caja se encuentra en el palacio del rey de los peces, y aunque ha observado desde la lejanía la extraordinaria magia que lleva a cabo, le es imposible acceder a ella porque no es una criatura del mar. Ni siquiera le dejan entrar al palacio. heibei.gif¿Ese obstáculo parará los pies del pícaro Chinkoheibei? Por supuesto que no. Desea hacerse con la caja maravillosa, e ingenio y mala sombra no le faltan. Como muchos cuentos infantiles con moraleja, Chinkoroheibei Tametabako resulta algo ramplón y simplote en su guion. Aunque bien pensado, ese inconveniente es lo de menos, porque este corto en lo que sobresale es en el apartado visual y técnico. La ambientación submarina está bastante lograda, así como las escenas de acción, excepcionalmente fluidas. Ôfuji fue un creador versátil y audaz, al que no le importaba experimentar ya que muchas veces lo acuciaba la falta de presupuesto. Hizo de la necesidad una virtud, y gracias a su talento logró poner en el mapa mundial la animación japonesa. Todo un soberano preludio de lo que unas décadas después sería el tsunami del anime.

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Kenzô Masaoka (1898-1988) es una de las figuras más importantes de la historia de la animación japonesa, a pesar de que casi nadie se acuerde de él o conozca la trascendencia de sus trabajos. Si Tezuka fue considerado «el dios del manga», Masaoka se ganó en su momento el título de «Disney japonés». Fue el introductor en el país de la animación con acetatos y el primero en crear un sistema de pre-grabación para hacer simultáneos los movimientos de la imagen con el sonido y la música. El estreno de la técnica tuvo lugar, precisamente, en este Benkei tai Ushiwaka. Sin Masaoka la todopoderosa Toei no sería tampoco lo que es en la actualidad. ¿Cómo puede ser eso? Pues siendo. Masaoka, ya retirado del oficio por problemas de vista, se dedicó a enseñar a otros animadores. Recopiló sus conocimientos y experiencias en un ensayo que Toei utilizó metódicamente como manual de formación para su nuevo personal. Y no solo eso, discípulos suyos que trabajaron en la empresa difundieron sus teorías y técnicas sobre animación. Teorías que siguieron vivas en creadores como Miyazaki.

bn2Aunque su obra más conocida es Kumo to Tulip (1943), este Benkei tai Ushiwaka posee también su relevancia. Y no poca. Técnicamente es una pequeña maravilla de su tiempo, con una ambientación extraordinaria en sus matices de luces y sombras, de gran profundidad; así como un uso de los planos muy innovador. El diseño de los personajes es muy norteamericano, sin embargo resulta patente a su vez la influencia que tuvo la formación universitaria del director. Masaoka se especializó en pintura tradicional japonesa; y Benkei, uno de los protagonistas del corto, parece un oni salido literalmente de un kakemono.

Benkei tai Ushiwaka está basado en un antiguo y conocido mito japonés, que narra el encuentro de dos grandes guerreros del periodo Heian (794-1185): Musashibô Benkei y Minamoto no Yoshitsune. Benkei era un sôhei, se dice que medía dos metros y por su gran ferocidad en el combate le llamaban Oniwaka (el chico ogro). Su gran devoción por Buda le hizo realizar el voto de que lograría hacerse con 1000 espadas; y para tal fin se situó delante del puente Gojô de Kioto, venciendo en sucesivos duelos a todo samurai que pasaba. Cuando ya tenía en su poder 999, llegó al puente Yoshitsune, ¿se haría con su katana también?

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Todo japonés conoce el final de ese célebre desafío, que es una mezcla de leyenda y suceso histórico real, pero aquí no lo voy a desvelar. Benkei to Ushiwaka, no obstante, se centra más en un joven Yoshitsune (Ushiwaka) y su adiestramiento como espadachín en el monte Kurama, bajo la tutela de Sôjôbô, el rey de los tengu. Después de alcanzar la maestría, dirige sus pasos a Kioto donde encuentra al bravo sôheiBenkei to Ushiwaka es un corto divertido y con mucha acción, sorprende su modernidad por la fluidez de movimientos y el encadenamiento de planos; pero también mostraba que aún quedaba mucho por mejorar. Y Masaoka lo consiguió, por supuesto.

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Mitsuyo Seo fue alumno aventajado de Kenzô Masaoka. Aunque sus tendencias políticas abiertamente progresistas le provocaron bastantes sinsabores en vida, Seo ha pasado a la historia de la animación japonesa como el creador de dos de los films más importantes de propaganda bélica gubernamental del momento. Momotarô no Umiwashi y su secuela, Momotarô: Umi no Shinpei (1945). Toda una paradoja. Este último además es considerado el primer largometraje animado de Japón, admirado hasta por el propio Tezuka, al que impresionó mucho en su niñez.

Si dejamos de lado todo lo negativo que conlleva el «apostolado nacionalista» de la II Guerra Mundial, tenemos en Momotarô no Umiwashi un documento histórico de primera línea. No debería resultar complicado deshacernos del prejuicio que en un momento inicial pudiera aparecer; han pasado suficientes años como para que seamos capaces de aplicar una visión desapasionada, limpia de posibles resentimientos o vínculos emocionales. Y todo esto nos brinda la excelente ocasión de observar también los mecanismos de manipulación populista, que otras naciones enzarzadas en la contienda utilizaron igualmente. Quizá desde nuestra perspectiva actual nos parezca una barbaridad adoctrinar de semejante forma a los niños, pero recordemos que juzgar las obras del pasado con los valores éticos del presente no suele ser acertado. Y dificulta el estudio de las mismas.

momotaro2Momotarô no Umiwashi aprovechó la gran popularidad del héroe legendario Momotarô para influir en las tiernas mentes infantiles. Esta figura mitológica fue usada con profusión durante todo el conflicto como símbolo del gobierno japonés, otorgándole así una legitimidad de naturaleza semidivina. Fue un instrumento útil y de fácil manejo, pues las características de Momotarô fueron asimiladas directamente como propias del Imperio. ¿Y quiénes eran los enemigos? Pues los demonios a los que se enfrentó Momotarô, por supuesto. Adaptaron el ataque a Pearl Harbor a la leyenda del chico melocotón. Hawaii se convirtió en Onigashima (la isla de los oni) y los malvados demonios que la habitaban fueron los estadounidenses. El mono, el faisán, el conejo y el perro del cuento son soldados y pilotos del ejército a las órdenes del general Momotarô. La ofensiva se realiza con toda la épica que le faltó al evento histórico, sin heridos ni muertos ni desgracias; y los norteamericanos son representados como gallinas correteando sin control cuyo capitán, borracho perdido, se asemeja sospechosamente al villano de Popeye, Brutus. Pero la demostración del poderío tecnológico militar japonés que se vierte tampoco es exagerada, no se hicieron dueños del Pacífico por casualidad.

A nivel técnico el mediometraje es una maravilla, de una belleza innegable. Plasma el espíritu austero y marcial japonés con toda la carga dramática que exige el acontecimiento; aunque aparecen las concesiones obligatorias a la comedia idiota, Momotarô no Umiwashi tiene una gravedad solemne que impresiona.

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Incluido en The roots of Japanese anime – Until the end of WW II se encuentra también Shôjôji no Tanuki-bayashi Ban Danemon (1935) de Yoshitarô Kataoka, pero no voy a escribir sobre él porque ya lo hice otro día aquí.


The roots of Japanese anime – Until the end of WW II es una compilación útil para todo aquel que desee adentrarse en la prehistoria de los dibujos animados nipones. Presenta creadores indispensables a través de una obra característica de su estilo; y teniendo en cuenta que el material original no se halla en condiciones perfectas, Zakka films ofrece una calidad excelente. Podrían haber escogido otros cortometrajes, no obstante la selección general es buena. The roots of Japanese anime – Until the end of WW II  es una introducción, una invitación para conocer luego en más profundidad a los autores referidos. Por sí misma es una avanzadilla que si no consigue despertar el interés del espectador, permanecerá como simple curiosidad.

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Shôjôji no Tanuki-bayashi Ban Danemon (1935)

Así que, a pesar de su indudable valor histórico, la intención de esta antología en realidad es pedagógica. Todavía no hay mucho público que desee rebasar los límites de la dimensión lúdica del anime, y mucho menos entre los otacos. Aunque existen especialistas en el tema y aumenta el número de personas que perciben el universo del animanga de manera más reflexiva, una mayoría de sus consumidores prefiere pasar de puntillas frente al material más antiguo, ya que le resulta escarpado, aburrido. Una opción completamente legítima, nada que objetar al uso del anime como simple herramienta de entretenimiento. Lo que se debe tener claro entonces es que The roots of Japanese anime – Until the end of WW II no va dirigido a esa clase de consumidor. Esto no es algo que suceda exclusivamente en el mundo del manganime, toda expresión de cultura popular se halla en una encrucijada similar. Continuamente. Pero hay un secreto, y es que no se tiene por qué elegir solo un camino, pueden transitarse muchos a la vez.

¿Escribí al principio que mi intención era ser breve? Menos mal. Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

anime, largometraje

And the winner is… NOT JAPANESE

No suelo prestar mucha atención a los Oscars porque, como creo que he comentado en alguna que otra ocasión, me parece una chifladura que unos galardones estadounidenses, que premian esencialmente productos estadounidenses, se hayan convertido en la representación de lo que se supone que es lo mejor del cine mundial. Un pelín presuntuoso diría yo, sin embargo es la noción instalada en la mente de medio planeta. No voy a entrar en cómo ha sucedido esto, que no tiene nada de extraordinario por otro lado; ni en el tráfico de influencias, corruptelas y demás fellatios que han rodeado desde siempre el asunto. Desde mi perspectiva su prestigio es muy relativo, aunque todo lo cuestionable que rodea estos premios no es tampoco óbice para admitir que gracias a ellos se pueden descubrir grandes obras. A veces se las premia y todo. Pocas cosas son totalmente negras o blancas en el universo humano, aunque nos empeñemos en verlo así (supongo que simplifica las cosas).

Este año 2017, en la categoría de mejor largometraje de animación, hay dos películas que tienen una clara vinculación con Cipango: Kubo and the two strings (2016) y La tortue rouge (2016). Muy diferentes entre sí, y que merecen su mini-reseña en SOnC. Me asombraría muchísimo que cualquiera de ellas lograra vencer, sobre todo teniendo en cuenta que se enfrentan al titán Disney por partida doble: Moana (2016) y Zootopia (2016). Ya sabéis, Disney, ese tradicional ganador desde la era de los trilobites (Palezoico para los puntillosos). Salvo Ma vie de Courgette (2016), he visto todas las aspirantes; y a pesar de que Zootopia me gustó y Moana me aburrió soberanamente, son las candidatas con más probabilidades de hacerse con la estatuilla (nota: me encantaría ver Courgette, porque tiene una pinta fantástica). Pero nunca se sabe, nunca se sabe… quizá nos llevemos una sorpresa. De momento Kubo está nominado en dos categorías (también en mejores efectos visuales), lo que podría considerarse esperanzador. La tortue rouge lo tiene bastante más negro, pero al menos ha llegado hasta aquí.

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Soy gran admiradora del stop-motion desde cría. Tuve la suerte de disfrutar muy pronto de las obras de ese coloso que fue Jiří Trnka (1912-1969)y más adelante de uno de sus más importantes discípulos, mi amado Kihachirô Kawamoto. ¿Cómo podía dejar pasar Kubo and the two strings? Los estudios de animación Laika, que conocía sobre todo por Coraline (me gustó mucho más que la novela de Neil Gaiman, lamento la blasfemia), no tienen muchos largos en su haber; pero esa falta de bagaje no la consideraría en absoluto un impedimento para realizar un buen trabajo. Así que ahí estaba Laika, que me daba excelentes vibras, y una temática que me entusiasma: el folclore japonés. ¿Qué podía fallar? Muchas cosas, la principal que eran occidentales (estadounidenses para más inri) los que metían sus hocicos en el intrincado universo mitológico de las islas. La ignominia que podía surgir de ello, volcada en el estereotipo y topicazo más rancios como suele ser habitual, podía ser de dimensiones ciclópeas. Pero salvo por el inevitable whitewashing de los actores de voz, Kubo and the two strings no es solo digna, sino respetuosa con la cultura japonesa. Un bonito homenaje, de hecho. Al menos desde mi perspectiva de palurda occidental, claro.

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Es cierto que esperaba encontrar algún rastro perceptible del Bunraku o cierto guiño a Kawamoto-sensei, pero creo que eso habría sido pedir demasiado. Se trata de un film además en el que los abyectos otacos reconoceremos muchos recursos e ideas, porque nos encontramos ahítos de verlos en mangas y anime. Un espectáculo gozoso que disfrutaremos sin problemas, aunque no nos sorprenderá demasiado. Sin embargo, reconozco que fue una jugada algo arriesgada por parte de los estudios, pues la mayor parte del público no está familiarizado con Japón, y Kubo and the two strings es un cuento típico japonés sobre japoneses en Japón con la idiosincrasia japonesa. Dirigido encima a toda la familia. El Western-centrism es algo tan arraigado, sobre todo en audiencias acostumbradas a productos anglosajones, que hace difícil se sientan cómodas con una obra que les resulte… remota. Pero con esta película no hay cuidado, si se logra superar el prejuicio inicial, es patente que tras su impecable fachada oriental, los que mueven los hilos son cerebros occidentales. Porque se nota y mucho. ¿Es eso negativo? Para nada. En realidad me parece uno de los puntos fuertes de esta película. La mezcla Japón-Occidente es enriquecedora, y sirve para tender puentes.

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Los aterradores villanos del film, entre los que se encuentra ¡PETER CUSHING! Amén.

Otra de las cosas que resulta fácil de advertir es el enorme cariño y cuidado que se ha puesto en todos y cada uno de los aspectos de Kubo and the two strings. Hay un trabajo descomunal detrás, de años diría yo. La labor de documentación ha sido exhaustiva, la han trenzado en el argumento y volcado en el terreno artístico de forma sensacional. El terrorífico gashadokuro que remite a Takiyasha la bruja y el espectro del esqueleto (c.1844) de Utagawa Kuniyoshi es sobrecogedor; la representación de la festividad del O-Bon, con su indispensable Bon Odori y la emotiva Tôrô nagashi son el punto de inflexión (y final) de la película. Pero hay mucho más: el reconocimiento sutil a las figuras de las Goze y los Biwa hôshi; la importante carga simbólica de la grulla y el mono (macaco japonés); la continua presencia de disciplinas como el kyûdo, el origami, etc; las referencias a personajes históricos como el samurái Hattori Hanzô; entrañables detalles que aluden a Trono de Sangre (1957) de Akira Kurosawa en ciertos diseños o a su actor fetiche, Toshirô Mifune, y no veo prudente alargar más la lista. Aunque podría.

El director, Travis Knight, que se estrena además con este film, se centra más en la faceta budista de Japón que en la autóctona, el shintô. La naturaleza de los antagonistas no acaba de corresponderse con el dios lunar Tsukiyomi y su parentela, sino a las deidades búdicas celestiales que residen en nuestro satélite, como las del Cuento del cortador de bambú. La protagonista de esa leyenda, la princesa Kaguya, comparte características similares con los villanos del film: son tenny’o.  Aunque en Kubo and the two strings los representen como si se hubieran escapado de The Nightmare before Christmas (1993), para dejar claro que son los malosmalosos.

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Con toda la intención, no he comentado nada todavía sobre el argumento. La verdad es que para mí fue lo más decepcionante del film, aunque no puedo decir que me pareciera una birria. Porque no lo es. Simplemente no está a la altura de todo lo demás. Es un bildungsroman sin fisuras, siendo su protagonista Kubo, un niño tuerto que se gana la vida contando cuentos con su shamisen. Con él, en una cueva al lado del mar, vive su madre, que se encuentra enferma desde que se golpeó la cabeza con unas rocas. Pero ni su madre es una mujer normal ni Kubo es un niño cualquiera; ambos tienen habilidades mágicas muy especiales. La mujer está muy preocupada por Kubo, pues un peligro gravísimo lo acecha si permanece fuera de la cueva durante la noche; así que le hace prometer que no se dejará ver hasta que salga el sol. Pero un día, como imaginaréis, se le olvida regresar antes del anochecer a su hogar. Ha permanecido rezando ante un farolillo que ha hecho para el O-Bon, intentando que su padre le responda de alguna manera. Y ahí comienzan sus aventuras. Entretenidas y llenas de acción, pero previsibles. Los personajes que van apareciendo son clichés, muy bien construidos, pero clichés al fin y al cabo. La historia, como va dirigida a un público familiar, tiene comedia blandengue por doquier y momentos sentimentales que me resultan molestos. Afortunadamente, no abundan tampoco demasiado. Imagino que la melosidad tipo Disney es muy difícil de sortear cuando se intenta desarrollar un producto con ciertas pretensiones comerciales. A pesar de todo esto, Kubo and the two strings sabe sacar partido a su sencilla historia con una dosificación de los golpes de efecto inteligente, por lo que no aburre en ningún instante.

Kubo and the two strings es la mezcla perfecta de tradición y modernidad, como el mismo Japón. La construcción artesana de todas las marionetas y escenarios se une a la última tecnología en materiales y CGI, que con delicadeza hacen la animación más fluida y suave, de gran realismo. Es un despliegue visual que me dejó atónita en el cine por su increíble nivel de detalle y dinamismo. Como amante del stop-motion, considero Kubo un salto cualitativo histórico, y eso que no soy precisamente amiga de las herramientas informáticas en la animación. Una excelente película para todos los públicos, que destaca más por su prodigiosa realización que por un guion original. Muy recomendable.

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Si Kubo and the Two strings intenta ganarse al público juvenil y familiar, La tortue rouge encarna los esfuerzos por alcanzar a los espectadores adultos. Todavía se continúa arrastrando el falso concepto de que la animación es, sobre todo, para niños o adolescentes. Y no es así, claro está. Eso Hayao Miyazaki lo sabe muy bien, por eso en cuanto vio Father and daughter (2000), ganador del Óscar al mejor cortometraje en 2001, quiso conocer a su director y ofrecerle colaborar con Ghibli. Y así fue como un inicialmente escéptico Michaël Dudok de Wit (creía que le estaban tomando el pelo) se involucró con una de las productoras más importantes y prestigiosas del sector. Le otorgaron una libertad creativa envidiable, trabajando exclusivamente con personal europeo. Solamente debía ceñirse al presupuesto y calendario. Ghibli y la francesa Wild Bunch aunaron fuerzas para crear La tortue rouge, y el resultado fue (y es) una aleación extraordinaria entre Oriente y Occidente. Señalar que este proyecto ha sido, por ahora, la única asociación de Ghibli con unos estudios no japoneses.

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Es muy obvio el sedimento japonés, concretamente el de Ghibli. Su espíritu ecologista, el trasfondo filosófico de índole metafísica, el lenguaje onírico que estalla ocasionalmente, el lugar del ser humano en el mundo, la fusión de realidad y fantasía, etc. Es una película muy curiosa, porque a pesar de tener un argumento elemental, se abre a múltiples interpretaciones. Por eso tampoco quiero alargarme demasiado con su reseña, pues cada persona la puede entender de una manera diferente. Su rica simbología además contribuye a ello. Las referencias que evoca resultan muy variadas, desde la Odisea, Los Viajes de Gulliver, pasando por Robinson Crusoe, Moby-Dick o El viejo y el mar. Pero ninguna de ellas se adapta del todo a La tortue rouge. Es un film bastante singular, carne de clásico.

Lo que sí resulta evidente es su naturaleza alegórica, que plasma los ciclos de la existencia humana. Pero no por sí mismos, sino contextualizados. Es interesante observar que Dudok de Wit, de forma intencionada, huye de la visión antropocéntrica. Sí, es la historia de un náufrago que llega casi de milagro a las costas de una pequeña isla tropical, pero la mayoría de planos dejan bastante claro que este hombre solo es un elemento más de su entorno. La naturaleza, vasta y generosa, alberga por igual vida y muerte. No juzga, no distingue; es terrible en su impasibilidad y belleza. La naturaleza simplemente es. El ser humano debe buscar, ocupar y aceptar su propio espacio, aunque el ego no siempre hace fácil admitir que solo se es una pieza más. Con más consciencia y habilidades, pero formando parte de algo mucho más grande que él mismo.

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El trabajo que ha realizado Isao Takahata en la producción artística ha sido memorable. Inspirado en la línea clara del tebeo franco-belga para el diseño de los personajes y la paleta de colores, oscila entre el minimalismo y la exuberancia de sus escenarios. Elegante, clásico, ultramoderno. La combinación de dibujo tradicional y animación digital es perfecta, ensamblada con tal equilibrio que resulta imperceptible. En general, su cuidadosa simplicidad es un soplo de aire fresco entre tanto fuego de artificio en el mundo de la animación actual.

El argumento, que lo he esbozado un poco hace unos instantes, es la vida de un superviviente en una pequeña isla desconocida. No sabemos su nombre, ni lo sabremos nunca. Los nombres en realidad no importan en este film; por no importar ni siquiera las palabras significan algo, porque La tortue rouge carece de diálogos. Son sus poderosas imágenes, los silencios y la magnífica música de Laurent Pérez del Mar los que consiguen que la película alcance esas cotas de genialidad que la convierten en un cuento atemporal. Veremos el empeño de nuestro hombrecito por navegar lejos de la isla, afanes frustrados por la presencia de una enigmática tortuga roja. Más personajes se unirán al elenco, perfilados con habilidad y sencillez; y mediante un compás tranquilo, iremos observando desde las delicias de lo cotidiano y lo banal hasta los sucesos más trascendentales. Todos tratados en igualdad de condiciones, y con una serenidad impertérrita. Eso es algo que me encanta de La tortue rouge, la ausencia de dramatismo, su fluir constante y sosegado casi etéreo, pero que llega al corazón. Esta obra emociona, pero sin recurrir a alharacas. Si Kubo and the two strings es muy recomendable, La tortue rouge resulta imprescindible.

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¿Y quién se llevará el preciado galardón? Personalmente me encantaría que La tortue rouge ganara, aunque lo veo harto complicado. Me ha gustado mucho más que Kubo, que a pesar de que ya es un hito dentro del stop-motion, presenta un trabajo menos audaz, más atado a ciertos convencionalismos. Sin embargo, me doy cuenta de que se trata también un poco de preferencias personales, y no es justo comparar estas dos películas ya que expresan dos formas de concebir la animación muy diferentes. Y van destinados a públicos distintos. Ambas merecen la atención popular, ambas poseen virtudes de sobra para ser reconocidas como grandes obras. Una oportunidad es todo lo que piden, ¿se la has dado ya? Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

cine, literatura

Silencio o la búsqueda de la Gracia de Dios

Me muero de ganas por ver Silence (2016) de Scorsese. Creía poder satisfacer mi curiosidad durante la Navidad, pero retrasaron su estreno en España hasta este fin de semana pasado. Aun así tendré que esperar unos cuantos días, pero servidora a veces tiene paciencia. A veces (qué remedio). Mientras, prefiero escribir sobre la obra literaria en la que está basada: Chinmoku (1966) del grandísimo Shûsaku Endô (1923-1996).

Hace unos cuantos días estuve revisando el film del mismo nombre que Masahiro Shinoda realizó en 1971, y que contó también con la colaboración en el guión del propio escritor, Endô. Si tengo que ser sincera, no me ha llegado a conquistar a pesar de que Shinoda es un director que me gusta bastante (al menos lo que conozco de él). Y es que existe un auténtico abismo entre la novela y la película. No considero que sea mala, pero Chinmoku es mucho Chinmoku… y no lo digo gratuitamente. Es una obra maestra. ¿Conseguirá estar a la altura Martin Scorsese? Me encantaría que así fuera, sus cintas para mí son clave si aspiramos a comprender algo del cine norteamericano de finales del s. XX. Ha firmado títulos que forman parte ya de la historia cinematográfica, y nunca ha sido partidario de encasillarse. Es una mente inquieta. Por lo que confío en que haya un mínimo de calidad. Al menos a nivel técnico seguro que es impecable. Además, no es la primera vez que trabaja con el cristianismo, La última tentación de Cristo (1988) fue toda una revelación que escandalizó a muchos. ¿Es esa de nuevo la intención de Scorsese? Lo dudo mucho. A pesar de que la novela de Shûsaku Endô sí que supuso un revulsivo para la sociedad japonesa, el italoamericano me da que no busca gresca, sino excelencia y reconocimiento. Este jueves que viene lo sabré.

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Cartel de «Chinmoku» (1971) de Masahiro Shinoda

Para entender mejor tanto el libro como las películas, creo que es necesario conocer algo del contexto histórico y social de la época que refleja. Estamos en el s. XVII, la unificación política y territorial de Japón es un hecho bajo Tokugawa Ieyasu. El cristianismo ha arraigado bien en la islas, sobre todo al sur, incluso daimyô con influencia se han convertido a la nueva religión. Su difusión crece y, como no podía ser de otra forma, tiene su peso político. Pero vayamos un poco más atrás en el tiempo. La Iglesia católica había sufrido un terrible cisma con la llegada de la Reforma Protestante (s.XVI), así que buscaba ampliar su zona de influencia en nuevos territorios. Muchas regiones de Asia Oriental permanecían vírgenes, y las rutas comerciales que abrió Portugal fueron el camino que utilizaron los primeros misioneros. Francisco de Javier, adalid de la recién nacida Compañía de Jesús como respuesta al Protestantismo, llegó a las costas de Japón en 1548; y en 1571 portugueses fundaron la ciudad de Nagasaki, refugio de cristianos y la ventana más importante de Japón al mundo durante el periodo Edo. Nobunaga (1534-1582) amparó su presencia para debilitar a sus enemigos budistas e incentivar el comercio con Europa, por lo que la evangelización progresaba adecuadamente y los jesuitas adquirían poder. Sin embargo, la muerte de Nobunaga lo cambió casi todo.

Su sucesor Hideyoshi (1536-1598), a pesar de una preliminar transigencia con el cristianismo, advirtió a los sacerdotes jesuitas que no se inmiscuyeran en la política del país como estaban haciendo. Que tuvieran esa potestad en Occidente no implicaba que pudieran hacer lo mismo en las islas. A Hideyoshi y Tokugawa no les hacía ninguna gracia, y mucho menos porque eran extranjeros. ¿Se sospechaba una maniobra de colonización para someter Japón? No podía considerarse algo descabellado, solo había que echar un vistazo a Filipinas o América, por lo que el recelo tenía base. Además, el cristianismo era muy intolerante con el resto de religiones (budismo y shintô), lo que provocaba una brecha política y social complicada de cubrir para una convivencia pacífica en el país. Y ya bastantes problemas había de por sí. Hideyoshi, a pesar de que persiguió y mató a católicos (son célebres Los 26 mártires de Japón), también estaba preocupado por mantener las vías comerciales con España y Portugal abiertas, por lo que el cristianismo no fue su prioridad. Las armas, la pólvora eran imprescindibles. Sin embargo, los Tokugawa llegaron a conclusiones algo diferentes.

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«Jesuita conversando con samurái», anónimo de 1600.

Tras la muerte de Hideyoshi, el panorama político japonés se volvió muy inestable, la amenaza de una nueva guerra civil era clara; y los misioneros aprovecharon la ocasión para crecer en ese momento de fragilidad. Un horizonte en el que Japón permaneciera fragmentado en conflictos intestinos era el que más los beneficiaba. Y así fue. Durante esos dos años el catolicismo llegó a alcanzar la cifra de 300.000 bautizados, entre ellos al menos catorce daimyô; tenía el apoyo de varios gobernadores y fuerte presencia en la corte. Cierto que en mayor grado se extendía por la zona sur del país y que muchas conversiones fueron forzadas, pero el cristianismo habría terminado medrando en Japón si Tokugawa Ieyasu (1543-1616) no hubiera vencido en la batalla de Sekigahara (1600). Cuando Ieyasu tuvo su posición asegurada, prohibió definitivamente el catolicismo en Japón (1614). Era una religión supremacista y excluyente, con ambiciones políticas y que no respondía ante la autoridad del shôgun, solo ante Dios. Nada de fiar. Además, la llegada de los protestantes ingleses y holandeses, sin exigencias proselitistas o catequizadoras, permitía a Japón continuar sus actividades comerciales. Una gran parte de los daimyô apostataron y otros se fueron del país; pero unos pocos permanecieron fieles en la clandestinidad, hasta el punto de inflexión que supuso la rebelión de Shimabara (1638).

El señor de Chikugo meneó la cabeza:
—Preciosa no diría yo… «interesante» es la palabra. Siempre que visito esa ciudad me viene a la cabeza una historieta que escuché tiempo atrás. Takanobu Matsuura, señor de Hirado, tenía cuatro concubinas, y los celos y peleas entre las cuatro eran continuos. No las aguantó más y a las cuatro las echó del castillo. En fin, dejémoslo. Esto es terreno prohibido para un padre que ha de ser célibe de por vida…
—El señor de Hirado procedió con muy buen sentido…
Aquella familiaridad de Inoue al hablar animó al padre a desahogar la tensión reprimida.
—¿Lo dice usted de veras? Pues me quita un peso de encima. Porque mire usted, a Hirado, perdón, a este Japón nuestro le pasa lo mismo que a Matsuura…
Lo decía entre risas, revolviendo la taza entre ambas manos.
—Las mujeres se llaman aquí España, Portugal, Holanda e Inglaterra, y cuando les llega su turno de noche, le cargan el oído de chismes a su marido el Japón.
Paso a paso, mientras escuchaba al intérprete, iba el padre comprendiendo adónde apuntaba el gobernador. Bien sabía él que Inoue no decía ninguna mentira.

El clan Arima, que gobernaba en Shimabara cerca de Nagasaki, era cristiano desde hacía décadas; pero tras la prohibición del cristianismo, fue reemplazado por Matsukuta Shigemasa, un señor feudal hecho a sí mismo pero muy poco amigo de los seguidores del carpintero. Con su llegada, persiguió con ferocidad a los cristianos ocultos en su dominio y comenzó la construcción de un castillo que legitimara su nombre. Los impuestos se incrementaron dramáticamente (en realidad el coste de la edificación no era asumible), y unido al resentimiento de una población de gran arraigo cristiano, la insurrección estaba servida. Fue a su hijo, que prosiguió la estela de su padre, al que le explotó la rebelión en la cara. La brutalidad de Matsukuta Katsuie era tal que, tras ser sofocado el alzamiento, fue decapitado por orden del propio bakufu. La rebelión de Shimabara, capitaneada por el cristiano Amakusa Shirô, aunque no prosperó gracias a la intervención de las tropas del shogunado y los cañones de los holandeses, fue la gota que colmó el vaso. El shôgun Tokugawa Iemitsu (1604-1651), nieto de Ieyasu, aplicó las políticas aislacionistas del Sakoku, que se mantuvieron hasta la Restauración Meiji (1869). Japón se blindó de cara al exterior, salvo por las excepciones de Corea, la Dinastía Ming y la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales. Pero siempre con una rígida supervisión por parte del shogunato. El pueblo tenía prohibido salir del país so pena de muerte. Los holandeses, aunque no católicos, seguían siendo cristianos, por lo que las relaciones que mantuvieron con ellos fueron muy restringidas y limitadas a la isla artificial de Dejima, en la bahía de Nagasaki. Fue construida para fines comerciales, donde pusieron a su disposición casas, almacenes, alojamientos… hasta burdeles. Pero bajo ningún concepto podían pisar suelo japonés. Su administración dependía directamente del bakufu, y los barcos que llegaban sufrían escrupulosas inspecciones.

Iemitsu endureció todavía más si cabe la política hacia los cristianos, buscando su eliminación absoluta de Japón. La deportación, la demonización de su fe, las ejecuciones en masa y las cruentas torturas fueron clave. Para ello contó con la ayuda del que fue uno de sus amantes, el gran inquisidor Inoue Masashige. El señor de Chikugo, como también era conocido, refinó de manera extraordinariamente atroz los métodos de identificación, tortura y muerte de los sospechosos de cristianismo. Él mismo era ex-cristiano, por lo que conocía muy bien los puntos débiles para quebrar la fe y la mente de los creyentes. El fumi-e, por ejemplo, era una prueba casi infalible entre japoneses, pues obligaba a pisotear imágenes de Cristo y la Virgen para demostrar la no pertenencia a tan diabólica secta. Se ambicionaba también la apostasía, sobre todo entre sacerdotes, pues se consideraba una auténtica victoria para usar de propaganda y golpear la confianza de los que persistían. Entre estos korobi bateren se encontraba el líder de los jesuitas Cristóvâo Ferreira, que tras ser capturado y torturado en 1633, se convirtió al budismo, tomó esposa y cambió su nombre al de Sawano Chuan. Y son el Padre Ferreira e Inoue Masashige dos de los personajes indispensables de la novela de Shûsaku Endô. Ambos motor del argumento, principio y fin de la búsqueda del protagonista, Sebastián Rodrigo.

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El sacerdote jesuita Julián Nakaura, que acudió como embajador del damyô de Kyûshû a Roma, murió en Nagasaki (1633) al cuarto día de tortura en el «tsurushi». Sus últimas palabras fueron: «Acepto este gran sufrimiento por el amor de Dios».

Las noticias de la apostasía de Ferreira han caído como un mazazo sobre la Iglesia Católica. Nadie esperaba algo así. Las noticias sobre el glorioso martirio de los cristianos en Japón fortalecen la fe y son un orgullo; sin embargo renunciar a Cristo resulta algo inimaginable. Sebastián Rodrigo, Juan de Santa Marta y Francisco Garpe tampoco pueden creer que su querido mentor y maestro los haya abandonado, así que deciden averiguar en persona qué es lo que ha sucedido. El viaje que los llevará de Lisboa a Japón es largo y peligroso; y no es su último tramo el más sosegado, pues las aguas que rodean el país están repletas de piratas ingleses. La situación en el propio Japón es alarmante, pues nada entra ni sale de sus costas, solo corren rumores espantosos: los cristianos sufren un hostigamiento implacable a manos de un hombre llamado Inoue Masashige. Pero eso no les va a disuadir, y tras llegar a Macao, deciden llevar a cabo el final de su travesía en un junco chino. Santa Marta se queda en el continente, aquejado de malaria.

En la embarcación van con un japonés que está deseando regresar a su patria. Se llama Kichijirô y es un hombre miserable y cobarde, para nada de confianza. Niega ser cristiano, pero esconde algo turbio en su docilidad resbaladiza. Cuando llegan a Japón, la situación es precaria y desgraciada. Rodrigo y Garpe contemplan cómo un cristianismo ya desvirtuado sobrevive en míseros pueblos en la clandestinidad. Los kakure kirishitan o cristianos ocultos son humildes aldeanos que arriesgan sus vidas cada día por una religión que los ha abandonado. Por eso su emoción es grande cuando ven aparecer a los sacerdotes. Afrontan el sufrimiento y la muerte con entereza, una entereza que asombra a Rodrigo porque no la entiende del todo. Aun así, su cometido en Japón es llegar hasta Ferreira, del cual no han conseguido averiguar nada en ese remoto lugar. Tienen que moverse, con el peligro continuo de ser descubiertos, por lo que deciden separar sus caminos. Y Kichijirô seguirá de cerca a Rodrigo. ¿Lo traicionará?

Tengo por cierto que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros (…). Porque en esperanza estamos salvos; que la esperanza que se ve, ya no es esperanza. Porque lo que uno ve, ¿cómo esperarlo? Pero si esperamos lo que no vemos, en paciencia esperamos.

Romanos 8:18-25

Estos versículos de la carta de Pablo a los Romanos resumen muy bien la conmovedora confianza que los kirishitan depositaron en el cristianismo. No importan los padecimientos de esta vida, el Paraíso y la Salvación son su recompensa por permanecer fieles a una fe de la que en realidad no sabían gran cosa, pero que en su candor amoldaron a su conveniencia. Silencio es una novela dolorosa y cruel, como un rayo de luz que lo atraviesa todo hasta llegar al fondo del abismo… y muestra lo que hay en él: un gran vacío que solo puede colmarse de oscuridad. Los cinco primeros capítulos están narrados en primera persona de forma epistolar, después aparece un narrador omnisciente que detalla con pulcritud el destino de la conciencia de Rodrigo. Chinmoku es una lectura de las que no se olvidan y deja alguna que otra cicatriz. Como mi muy amado El corazón de las tinieblas (1899) de Conrad, es un descenso a los Infiernos; y entre el sufrimiento, el horror y la vacilación, poder encontrar a Dios. Es un diálogo interno, una reflexión filosófica entre razón y fe que intenta desentrañar cuál es la verdadera naturaleza de Dios, cómo llegar hasta Él. Descubrir, en definitiva, la Gracia Divina. A pesar de haber caído.

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Shûsaku Endô durante su fiesta de despedida en Musashino (1959) antes de su segundo viaje a Francia.

Shûsaku Endô, como muchos otros autores antes y después que él, plasmó sus inquietudes en Silencio. Eligió convertirse al cristianismo en un periodo en el que unirse a la religión del enemigo occidental significaba marginación; y en Francia sufrió el rechazo racista de sus hermanos de fe, perseguido además por la enfermedad. Era inevitable que esos avatares influyeran en su pensamiento y obra. El sentimiento de incomprensión y aislamiento lo condujeron a una búsqueda vital. Una exploración que le sirvió para meditar un cristianismo personal, sincero, imperfecto. El suyo propio.

No creo que Dios nos haya enviado esta prueba sólo porque sí. Todo lo que el Señor hace, bien hecho está. Por eso, cuando terminen estos sufrimientos y persecuciones, llegará algún día en que comprendamos por qué Dios los sumó a nuestro destino. Y, sin embargo, si escribo esto, es porque aquellas palabras que Kichijirô murmuró con los ojos en el suelo la mañana de su partida, se me han vuelto una carga cada vez más pesada en el corazón.
—¿Por qué «Deus» me habrá mandado semejantes sufrimientos? —Y luego, volviendo hacia mí unos ojos resentidos—: Padre, si nosotros no estamos haciendo nada malo…
Lloriqueos de cobarde a los que se hace uno el sordo y se termina… ¿por qué se me clavarán en el pecho con este dolor de agujas punzantes? ¿Por qué prueba el Señor con torturas y persecuciones a estos japoneses, a estos pobres campesinos? Pero no, Kichijirô quería aludir a algo distinto, algo aún más espantoso: el silencio de Dios.

Endô no escribió un libro histórico, aunque sus raíces lo sean. Tampoco un tratado de teología. Es una obra de ficción ubicada en un momento muy concreto de la historia de Japón, con personajes reales como el Padre Ferreira, Sebastián Rodrigo (inspirado en Giuseppe Chiara), Alessandro Valignano (aunque llevara décadas muerto en el tiempo de la novela) o Inoue Masashige. Chinmoku o Silencio expresa una visión profunda, amarga y a la vez esperanzada, de lo que es la naturaleza humana. Y eso es algo universal. Cada personaje es una clara alegoría, y su mensaje, ambiguo. Como la vida misma. Hay que tener en cuenta también en qué momento fue publicada, y entender el motivo de que incomodara a la sociedad de la época. Nadie entonces quería hurgar en la herida de las atrocidades cometidas durante la II Guerra Mundial… y mucho menos en masacres acaecidas hacía casi tres siglos. Chinmoku devolvía un reflejo de sociedad que en lo más profundo no había cambiado tanto. Según Endô, los japoneses no pueden comprender la verdadera esencia del cristianismo: Japón es un pantano donde no se puede sembrar, todo lo traga para vomitarlo luego corrompido. Él mismo se consideraba una contradicción, una paradoja andante por ser japonés y cristiano. ¿Es posible un entendimiento real entre Oriente y Occidente? Ese es uno de los interrogantes, entre otros muchos, de los que surgen mientras se lee Silencio.

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«Kakure kirishitan» feudataria del daimyô de Saga, cerca de Nagasaki, circa 1860

No hace falta ser creyente para poder admirar esta obra (yo no lo soy en absoluto), porque no va dirigida a un público católico en concreto. No predica, no es una denuncia de las carnicerías llevadas a cabo contra los cristianos. Como todo coloso literario, trasciende una interpretación tan superficial. No pertenece a ningún equipo. La recomiendo muchísimo, su lectura es una experiencia íntima y personal. Para nadie resulta de la misma forma. Exige bastante del que la lee, tanto por su dureza como por las cuestiones que plantea; no es una novela para matar el rato. Sin embargo, tampoco es farragosa o complicada. Con un estilo elegante y realista, atrapa desde el primer instante, como un remolino en el mar. Cuenta la historia de una tragedia, pero con sobriedad. Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

manga

El delicado cultivo de la Iris japonica

Todos tenemos una serie de temáticas y géneros que nos gustan. Solemos disfrutar más con ellos, y por eso mismo tendemos a consumirlos por delante de otros. Es lo más natural del mundo, no hay nada de malo en eso. También ocurre al revés, que ciertos estilos nos fastidian o directamente funcionan como un anestésico para rinocerontes. A mí me sucede con el shôjo, el spokon, el yaoi o el school life. Qué le vamos a hacer. Pero en ocasiones me apetece salir de mi zona de confort, de hecho preciso hacerlo, de otro modo empezaría a agobiarme cosa mala. No, no soy masoquista, pero necesito respirar. No sé cómo explicarlo. Esta disposición tan poco racional me conduce, por ejemplo, a realizar una sección en este blog dedicada a la prehistoria de una demografía que me irrita (Shôjo en primavera) o escribir la entrada de hoy.

Llevo unas cuantas semanas leyendo muchísimo más manga de lo habitual, lo que me ha dado la oportunidad de chapotear en piscinas donde normalmente no meto el pie. Y, en fin, que he acabado haciendo unos cuantos largos la mar de guays. He aprendido un montón y, lo principal, ha sido muy entretenido. También me he jamado varios excrementos de magnitud importante, pero en general ha ayudado a ampliar mis horizontes. No se ha convertido en mi género favorito ni muchísimo menos, sin embargo he descubierto obras que me han emocionado de verdad. Con el título del post creo que está muy claro a lo que hago referencia: el yuri.

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«Ternura» de Isoda Koryûsai circa. 1780

Ya había leído con anterioridad yuri, pero quizá por mala suerte y/o falta de interés en buscar mejor, casi siempre había topado con obras que me aburrían bastante. Claro que había excepciones, pero en general era un género que me resultaba más bien indiferente. Mi perspectiva ha cambiado, claro; y como estoy de buen humor, voy a compartir con vosotros un sucinto listado de los mangas que considero más destacables. Algunos ya los conocía bien, otros han sido auténticos hallazgos. Creo que todos son bastante populares y fáciles de encontrar, lo que hace de ellos una buena introducción para el neófito. Incluyo tebeos de distintas épocas, para de este modo percibir la evolución. Eso sí, desde mi punto de vista. No he leído todas las obras yuri de la galaxia, tampoco soy una experta en el asunto. Simplemente he redescubierto el género y me apetece escribir sobre ello. De todas formas, una pequeña introducción no vendrá nada mal.

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Esta señora tan sonriente es Nobuko Yoshiya en mayo de 1937.

Si se desea observar en retrospectiva con un mínimo de seriedad el género yuri, es inevitable mentar a la escritora Nobuko Yoshiya (1896-1973). Aquí ya hablé de ella un poco, pues su figura es imprescindible para comprender el nacimiento del shôjo y el yuri. Todo hay que decirlo, son dos géneros muy vinculados entre sí. El shôjo desde sus inicios poseyó una vertiente pronunciada lésbica, relacionada con el S Kurasu Esu de comienzos del s. XX. El Takarazuka Revue o las obras de Yoshiya-sensei hacían hincapié en las relaciones platónicas amorosas entre dos chicas; una especie de sororidad romántica senpai-kôhai muy inocente, pero a la vez obviamente homosexual (dôseiai). Eran historias hechas por chicas para chicas. Esto no suponía mayor problema en el contexto social de la era Taishô y albores de la Shôwa, donde además la audacia de las «mujeres modernas» o moga brillaba en todo su esplendor. No era algo de lo que preocuparse, pues se consideraba (y continúa siendo así) una etapa normal a superar que concluía en heteronormatividad: ser esposa y madre. Cierto que el caso particular de Nobuko Yoshiya fue bien distinto y nunca escondió su orientación sexual; pero tanto la mayor parte de sus obras como las que luego llegaría a inspirar en otros, nunca fueron manifiestamente yuri. Todo quedaba circunscrito a un atrevido, pero tolerable, shôjo-ai. La llegada del amor homosexual a los tebeos populares japoneses se hizo esperar hasta la aparición del Grupo del 24. Fueron sus autoras las que abrieron la veda. ¿Sucedió igual con el amor lésbico? En cierta forma sí, ganó en expresividad y su presencia se hizo más rotunda; pero continuó ciñéndose a un ámbito escolar de características idílicas. Tenían muy poco de la vida real. Podríamos decir que se trataba de relatos de amor entre jovencitas dirigidos a lectoras heterosexuales. Esto puede sonar un poco raro en la actualidad, sobre todo cuando existe un sector de público bastante amplio masculino en el yuri, pero así fue al principio, señores.

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Mi querida Utena

Los primeros mangas yuri mostraban casi siempre un dúo activo/pasivo en el que la muchacha enérgica, tomando el rol masculino, adquiría muchas de las particularidades de las otokoyaku del Takarazuka. El rol femenino recaía en personajes delicados, sufridores, casi sin voluntad, y bastante anodinos. Pero eso ya es una observación personal, claro. No puedo evitar rememorar a la insufrible Fiona de Paros no Ken (1986), que la mitad del manga está llorando y la otra siendo víctima de alguna horrible maldad. Muy triste.

Sin embargo, la joven que llevaba las riendas en la relación solía tener mucho de la Sapphire de Ribbon no Kishi (1953). Aceptaba su amor por una persona de su mismo sexo y poseía la determinación de asumir la relación con todas sus consecuencias. Y esas consecuencias solían ser muy, muy trágicas. Toda una heroína. En cambio, su pareja acababa transigiendo para dejar su enamoramiento en una simple fase de la adolescencia. Algo que no podía salir de las paredes del colegio, sin lugar en la sociedad. Una mujer no puede ser un hombre, por lo que amar a otra mujer está mal y acarrea todo tipo de desgracias. Como todos ya sabemos, esa visión devastadora del amor y la feminidad fue virando, y figuras como Haruka Ten’ô (Sailor Urano) o Utena Tenjô relajaron el tema bastante otorgándole naturalidad y una perspectiva más poderosa, acorde a los nuevos tiempos.

No sé si está quedando claro, pero el yuri no es considerado en Japón de temática estrictamente homosexual. Se encuentra en una especie de limbo, entre lo que se es y lo que se aparenta ser. El yuri tiene lugar en la fantasía, no es real; y las historias que cuenta son aceptables porque reflejan el crecimiento personal de las jóvenes… que finaliza en casarse y parir como conejas. Punto. Da igual lo explícito que sea, sobre todo el dirigido al público masculino, cuyo yuri, por otro lado, es muy, muy, pero que muy diferente (fanservice a muerte) del que está enfocado al tramo femenino. No obstante, poco a poco el panorama está cambiando; y numerosas creadoras están aportando al género precisamente esa base de realidad que le ha faltado durante tanto tiempo. El yuri está creciendo delante de nuestras narices, sirviendo de plataforma al mundo lésbico para poder expresarse. En mi opinión era algo muy necesario. No quiero alargarme más, solo apuntar que si estáis interesados en este género y su historia, os recomiendo este vídeo de Erica Friedman así como también su web Okazu. Es una fuente de información inagotable y especializada en yuri, muy bien documentada.

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¡Dale caña, Haruka!

Shiroi Heya no Futari

Ryôko Yamagishi

(1971)

A falta de una obra más temprana, Shiroi Heya no Futari (1971) es considerada de momento la primera obra del género. El primer manga donde aparece de forma explícita una relación amorosa entre dos mujeres. Sin ambigüedades. Ya solo por su valor histórico merece un vistacillo. Además se lee en un suspiro, consta de 4 episodios que fueron presentados en Ribon. Ryôko Yamagishi, miembro del Grupo del 24, creó un tebeo sencillo pero atrevido. Su influencia posterior ha sido descomunal, y no solo dentro del yuri, en el mismo shôjo. Se me ocurre, a bote pronto, la exageración que el celebérrimo Candy Candy (1976) de Yumiko Igarashi y Keiko Nagita le debe, tanto en argumento, recursos o diseño de personajes. Para mear y no echar gota.

La historia en sí está ubicada en un exclusivo colegio femenino francés, donde la rica huérfana Resine de Poisson acude huyendo del desafecto de su familia. Ella es una jovencita frágil y de rizos dorados como una muñeca, cuyo carácter dulce es radicalmente opuesto al de su compañera de habitación, Simone D’Arc. Simone es apasionada y rebelde, sarcástica y con una vida repleta de secretos infortunios. ¿Qué química surgirá entre ellas? Ah, l’amour. Lo mejor sin duda de este cómic es el personaje de Simone D’Arc y el arte de Yamagishi. Probablemente sea mi favorita en ese aspecto del Grupo del 24, quizá porque tengo debilidad por el Modernismo. Por lo demás, Shiroi Heya no Futari no puede sorprender demasiado a un lector del s. XXI, porque a la fuerza ha observado sus mismas variables en cientos de mangas. Mangas posteriores, por supuesto, este fue pionero en su clase. ¿Lo peor? Un guión algo acuoso y un personaje como Resine de Poisson al que dan ganas de estrangular de principio y, sobre todo, al fin.simone1

Claudine…!

Riyoko Ikeda

(1978)

Con Claudine…! (1978) ya se percibió un cambio. Riyoko Ikeda trató el tema de la transexualidad con mucho tacto, haciendo del protagonista de este manga, Claudine de Montesse, una persona creíble y profunda. Se trata de un tebeo emotivo además de muy agradable. Pero no os llevéis a engaño, Claudine…! no examinó la transexualidad desde una óptica realista. Recordemos que el yuri siempre ha trabajado dentro de las fronteras de un mundo idealizado, hermético y/o lejano (en este caso Francia, como sucede también en Shiroi Heya no Futari), así que ni se huelen los enormes problemas que mujeres y hombres de esta condición tenían (y tienen) que padecer.

Claudine de Montesse pertenece a la pequeña nobleza francesa, tiene una belleza radiante, un carácter admirable y gran inteligencia. Es el vivo retrato de su padre, salvo por un detalle: nació mujer. Claudine, desde muy niño, se ha sentido varón; y no ha dudado jamás en expresarlo en su entorno. Solo su madre parece hallar problemas en esto, por lo que decide llevarlo a un psiquiatra. Y son las anotaciones y pensamientos de este médico, que se convierte en su amigo, los que nos guían para conocer la historia de su vida. De esta manera indagaremos en una existencia que, aunque no presenta grandes dificultades, resulta rica a nivel emocional. Porque Claudine…! es simplemente un shôjo de época. Centrado en la vida sentimental del protagonista, muy desgraciada y que, siguiendo las pautas del yuri, acaba en tragedia. El argumento tiene mucho de folletín, una montaña rusa que a veces peca de inverosímil; si bien nada especialmente molesto salvo el asunto de sus novias: son todas idiotas. Si gustó Versailles no Bara (1972), Claudine…! no puede resultar indiferente. Es su hermano pequeño.

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Blue

Kiriko Nananan

(1995)

Mediados de los años 90. Kiriko Nananan le dio una vuelta de tuerca formidable al yuri clásico con Blue (1995). Lo hizo aterrizar desde las nubes tornasoladas del shôjo al patio de recreo de un instituto japonés cualquiera. Duro, vulgar, áspero. ¿Qué sucedería de verdad si dos adolescentes se enamoraran? Welcome to the real world. Pero a pesar de que Nananan decide brindarle a su tebeo la mirada del realismo, no lo hace de forma cruda. Blue pertenece a la nouvelle manga, por lo que tiene mucho de poesía y sutileza. Es una aproximación clara y delicada a la existencia de dos chicas que todavía están aprendiendo a conocerse a sí mismas y al mundo que las rodea. Y no es un proceso sencillo, la adolescencia nunca lo es. En realidad el amor accidental que surge entre ellas es una excelente coartada; son sus circunstancias, sentimientos y la manera de plasmarlos lo verdaderamente esencial de este cómic.

Ellas son Kayako Kirishima y Masami Endô. Van a la misma clase. Endô parece retraída y algo misteriosa, lo que despierta la curiosidad de Kirishima. Endô además estuvo ausente durante bastante tiempo del instituto, coyuntura que el profesorado tampoco evita mencionar para avergonzarla. ¿Qué le pudo suceder? Kirishima se siente muy atraída por Endô, así que decide hacerse su amiga. Y hasta ahí puedo contar, porque la historia no deja de ser un sencillo slice of life. Muy profundo y conmovedor, aunque no bonito. Lo que sí es precioso es su arte, de línea clara y simple, donde el vacío posee un hondo significado. Lo amo. Con muy poco logra transmitir muchísimo: la cuidadosa elección de planos, la elegancia de sus detalles, la esmerada sincronización emocional, la cálida intimidad de su lenguaje corporal… buf. Todo.

Otro manga que comparte ciertas similitudes con Blue, pese a ser bastante más convencional, es Aoi Hana o Flores Azules, que Milky Way tuvo el buen tino de publicar (¡gracias!). Es una preciosidad de tebeo que no me habría importado incluir en esta lista, pero tiene pendiente un Manga vs Anime. Deberá esperar un poquito.

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Honey & Honey

Sachiko Takeuchi

(2007)

Otro salto cuantitativo en el yuri: la aparición de auténticos mangas sobre lesbianismo creados por sus propias protagonistas. Honey & Honey (2007) es un ensayo donde la autora, Sachiko Takeuchi, cuenta de manera abierta y divertida su día a día como mujer homosexual con su novia, Masako. Son 32 capítulos muy cortitos y de lectura rápida, pero que ofrecen gran cantidad de información sustanciosa. Tiene cierta vocación didáctica, quizá para hacer notar que las bellas tríbadas son también personas, ¡quién lo iba a decir!, ¿verdad?, y que trabajan, les gusta salir de compras, ir al cine, sufren de celos, se enamoran, beben cerveza, acuden a conciertos, salen con sus amigos, y un largo etcétera de actividades extrañas. Takeuchi acerca el bian world a todo el que quiera leer su manga; explica su propia vida y las circunstancias más comunes con las que tiene que lidiar. Y lo hace con mucho salero, por cierto. Me parece una manera estupenda de dar visibilidad a todas esas mujeres que no tienen por qué avergonzarse de una orientación sexual que es natural, respetable y legítima. Solo deseo que cunda más el ejemplo.

Honey & Honey es un buen tebeo no ya solo por su intención, sino porque las anécdotas y pequeñas historias que cuenta en cada episodio son relevantes y muy sabrosas. No hay grandes dramas ni aventuras épicas en la vieja Europa; rinde homenaje al espíritu de las tiras cómicas, creando una inmediata complicidad con el lector. Es un manga directo, como su dibujo. Exacto, su dibujo. Desde luego el que espere un estilo tradicional quedará decepcionado. A mí personalmente me encanta ese aire infantil y esquemático, resulta perfecto para sus historias y le da una expresividad única. La elección de utilizar color muy acertada también. En resumen, Honey & Honey es una obra redondita y fragante como un melocotón, yo no me la perdería.

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Sabishisugite Lesbian Fuzoku Ni Ikimashita Report

Kabi Nagata

(2016)

A través de la plataforma CuriousCat me llegó una pregunta sobre este manga. Se puede decir que ha sido uno de los detonantes para escribir la presente entrada, por lo que os animo a que sigáis metiendo caña en el GatoCurioso,  ya que me viene genial para la inspiración.

Empecé a leer Sabishisugite Lesbian Fuzoku Ni Ikimashita Report (2016) o Mi experiencia lésbica con la soledad en septiembre, y estoy a la espera de que suban los dos últimos capítulos. Es harto improbable que lo vea publicado en España, pero Seven Seas afortunadamente lo ha licenciado, así que este verano que viene caerá a la saca sí o sí. No conocía de nada a la autora, Kabi Nagata, y creo que ha sido todo un descubrimiento.

Como Honey & Honey, se trata de un tebeo autobiográfico; y aunque comparte algunas similitudes como el slice of life y cierto tono humorístico, son muy diferentes. Mi experiencia lésbica con la soledad es, a pesar de las metáforas y su lenguaje ligero, una historia bastante descarnada. Es genial cómo Nagata sortea el rol de víctima y el lógico drama que implica, para centrarse simplemente en el autoanálisis. Este cómic es una puerta abierta no solo a su vida como mujer soltera lesbiana, sino a sus procesos mentales, dolencias y pensamientos. Muy cerebral todo. A través de ellos refleja muy bien ese excesivo pudor japonés en las relaciones humanas, esa obsesión por las formas que impide que las personas expresen su propia individualidad, sus emociones. Y aquellos que por un motivo u otro son «distintos», sufren especialmente de incomprensión y aislamiento. Es la contrapartida a Honey & Honey, un relato de reclusión, tristeza y enfermedad; pero también de superación y búsqueda, aunque conduzca a puertos insólitos.

Viendo la situación como está, y que en el resto del planeta no resulta tampoco mucho mejor, mangas como Honey & Honey y este Sabishisugite Lesbian Fuzoku Ni Ikimashita Report son importantes. Tratan la materia con naturalidad y franqueza, sin necesidad de señuelos porque sus narraciones son por ellas mismas adictivas y muy amenas.

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Beloved

Jaeliu

(2016)

Y quería cerrar este mini-inventario con una obra también contemporánea, pero esta vez no desde Japón, sino Pekín. Este manhua de la creadora Jaeliu no ha finalizado, y lo estoy siguiendo por puro enganche. Estuve a punto de abandonarlo, pero ESEDIBUJOSEÑORESJODER me absorbió totalmente. Magnífico.

La historia es típica y tópica, nada que no se haya visto ya miles de veces en cualquier josei de andar por casa, pero que desde una óptica lésbica adquiere un frescor inaudito. Y ese arte, ¿lo he dicho ya?, DIOSMÍODIOSMÍODIOSMÍO. Beloved (2016) es una historia de amor y sexo normal y corriente, pero además de profundidad poco habitual. Propone cuestiones interesantes y el tratamiento de los sentimientos es grácil y perspicaz. Si ha gustado, por ejemplo, el estupendo Sorano y Hara (2009) que Tomodomo publicó este pasado verano (¡gracias!), Beloved no puede decepcionar. Al menos hasta el episodio 10, después ya veremos.

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¿Seguís vivos? ¿Habéis llegado hasta aquí? Bien, me alegro, camaradas otacos. Tengo muchas ganas de hincarle el colmillo a Hana Monogatari (2013) de Mari Ozawa, pero me temo que tardará muchísimo en llegar a mi plato. Ains. Comentario random para finalizar la entrada. Je. Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

Galería de los Corazones Rotos, literatura

Clásicos literarios japoneses para toda la familia: Seishun Anime Zenshû

Bienvenidos a la Galería de los Corazones Rotos. Cursi, ¿verdad? Pero es el nombre adecuado. Una especie de nueva sección. Ya sé, ya sé, SOnC no tardará en explotar a causa de los millones de apartados inservibles y completamente idiotas que dirigiré al escaparre ovino absoluto cuando me harte. Pero mientras aquí estamos, oigan.

Esta nueva sección ha sido de gestación laaaaaarga, y comenzó con la entrada de Amores frustrados. Retomó su espíritu un poco en el Tránsito VIII y se asienta definitivamente con el post de hoy. No me gusta demasiado hacer reseñas de obras incompletas. Con incompletas me refiero tanto a inacabadas en origen como por falta de publicación/traducción o mera descatalogación; por lo que, a fin de cuentas, continúan siendo inconclusas para el público occidental. Así nos quedamos con lágrimas chorreando en el alma y un corazón hecho trizas. También con muchas ganas de aniquilar vidas como ácido fluorhídrico desbocado. Es posible que con el tiempo algunas de estas obras podamos finalmente disfrutarlas, sanar nuestras heridas del miocardio y presumir de sus cicatrices estilo kintsukuroi. O no. Mientras tanto, Galería de los Corazones Rotos (qué poca vergüenza tengo con el nombre, jojo) será algo así como una especie de homenaje al non finito blogueril. Hay que tomarse con elegancia un poco esto de que te dejen con un palmo de narices.

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«¡¿Por qué?! ¡¿Por qué me hacéis esto?!» El maestro Ogata Gekkô predijo ya en 1900 las angustias del otaco

Y así llegamos hasta la obra reseñada de hoy. Hace unos cuantos días, un simpático anónimo me preguntó vía CuriousCat qué recomendaría a un novato para estrenarse en el universo de la literatura japonesa. Casi nada, ¡pregunta peliaguda! Pero luego caí en la cuenta de que los enfermos de otaquismo podemos acudir a ciertas obras que nos facilitan la misión introductoria y de selección. Ahí tenemos la magnífica serie Aoi Bungaku (2009) de la que escribí esta reseña; y, por supuesto, el anime de esta entrada: Seishun Anime Zenshû (1986) o Clásicos animados de la literatura japonesa. Fueron 32 episodios, más dos especiales, producidos por la incombustible Nippon Animation. A Occidente llegaron en sucesivas ediciones en formato VHS y DVD que no incluían además todos los capítulos. Actualmente es muy difícil de conseguir completa, por no decir imposible. Por eso se encuentra en la galería de trituramientos cardíacos.

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«Kwaidan: Hôichi el desorejado» de Yakumo Koizumi

Nippon Animation ya tenía cierta experiencia en esto de adaptar obras literarias, pues bajo el ala del contenedor televisivo World Masterpiece Theater, realizó series que son ya historia del animeMarco, from the Appenines to the Andes (1976), Anne of Green Gables (1979), The Adventures of Tom Sawyer (1980) o A Little Princess (1985). Con el paso de los años también se haría cargo de Mujercitas, Peter Pan, Los Miserables o los cuentos de los hermanos Grimm entre otros muchos proyectos. Así que, ¿por qué no hacer algo parecido con la literatura japonesa? En vez de producir series individuales de larga duración, que probablemente no tendrían mucha respuesta entre el público occidental, decidieron crear una única en la que cada episodio se dedicara a una obra distinta. Al timón estuvo Fumio Kurokawa, que por España la Generación X lo conoció sobre todo gracias a Ruy, el Pequeño Cid (1984).

Como se acercan las fechas navideñas y tal, que a mucha gente le entusiasman pero a mí me deprimen infinito porque me recuerdan la ausencia de mi padre (falleció el 16 de diciembre), he pensado que este Seishun Anime Zenshû resulta muy adecuado, ya que tiene una dirección claramente familiar. Y, amiguitos, habla la voz de la experiencia: aprovechad y compartid todo lo que podáis el tiempo con vuestros seres queridos, porque cuando menos lo esperéis, ya no estarán a vuestro lado. Jamás. Y una buena manera podría ser disfrutar de este anime clasicote. Demostrar a las buenas gentes de vuestra estirpe que el otaquismo, además de tener su vertiente putrefacta, también puede ser bello.

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«Botchan» de Natsume Sôseki

Seishun Anime Zenshû es para todos los públicos, y eso implica pros y contras. Como todo en la vida. Si se considera simplemente una manera de tantear la superficie del océano literario japonés, es indudablemente magnífica. Porque impulsa una aproximación clara a ciertos autores y sus obras más conocidas; y puede ayudar a una elección posterior cuando se decida profundizar con la lectura. Pero poco másSeishun Anime Zenshû carece de las pretensiones artísticas de Aoi Bungaku, por ejemplo, es llana y directa, sin complicaciones. Cierto que en 34 capítulos hay niveles de calidad muy diversos; incluso alguna temática un poco más grave de la que un niño pueda llegar a entender. A cada episodio se le ha otorgado su propia personalidad, con estilos diferentes en la animación y una banda sonora distintiva. Y si ya entramos en cómo han sido adaptadas las obras en sí, el resultado también es variopinto porque algunas historias son más agradecidas que otras. Seishun Anime Zenshû no puede ser una serie homogénea, existen muchas variables en juego. No obstante, el conjunto es armonioso. O al menos en los 21 episodios de los 34 totales que he tenido la suerte de ver. Del resto ni rastro. Porca mignotta!!

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«Takekurabe» o «Crecer» de Ichiyô Higuchi

Los autores que Seishun Anime Zenshû desgrana son realmente ilustres, básicos dentro de la literatura moderna japonesa: Yukio Mishima y El rumor del oleaje (1956); Itô Sachio y La tumba del crisantemo (1906); Shintarô Ishihara y La estación del sol (1955); Kyôka Izumi y El santo del monte Kôya (1900); Ryûnosuke Akutagawa y La muerte del mártir (1918); Ôgai Mori y La bailarina (1890) y un largo etcétera. Algunos trabajos han requerido más de un episodio, como es el caso de mi querido Botchan (1906) de Natsume Sôseki o Sanshirô Sugata (1942) de Tomita Tsuneo. Este último libro además sirvió al cineasta Akira Kurosawa para estrenarse en el mundo de la dirección cinematográfica con su saga La leyenda del Gran Judo (1943). Salvo un par de capítulos, todos poseen esa impronta amarga y cruel tan japonesa. Algunos sucumben en el lodazal del sentimentalismo más pringoso, pero nada de importancia. Todas son reconocidas buenas historias gusten o no (ese sería otro asunto), y su poso lo han dejado en el anime. Ojalá pudiera tener a mi disposición todas las obras literarias que aparecen en Seishun Anime Zenshû, pero no es así. He leído una parte importante, lo que es una proeza teniendo en cuenta que a Occidente han llegado con cuentagotas y se descatalogan en un parpadeo. Pero mis amigas las bibliotecas me socorren siempre. ¡Benditas sean!

Quizá os preguntéis cuáles han sido mis episodios favoritos. Tengo cuatro en concreto que me han parecido fantásticos. El que más me ha gustado ha sido Crecer de la maravillosa Ichiyô Higuchi. Una pequeña joya en todos los aspectos, con una historia y presentación preciosas. Para mí el mejor de la colección. Kwaidan de Yakumo Koizumi, conocido en Occidente como Lafcadio Hearn, también es de mis preferidos. Creepy total, muy logrado. Os recomiendo además que le echéis un vistazo a la película del mismo nombre de 1964. Uno de los clásicos imprescindibles del terror japonés. El retrato de Shunkin de Jun’ichiro Tanizaki es de los capítulos más extraños y perturbadores. Una relación sadomasoquista arropada con el amor a la música y un final que a muchos desconcertará. No en vano la obra original de Tanizaki es de un retorcimiento majomajomajo. Por otro lado, La bailarina de Izu de Yasunari Kawata es un cuento delicado sobre el primer amor. Una ternura de historia, pero sin empalagar. Y eso no suele ser sencillo cuando se trabaja la nostalgia de la juventud.

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«La bailarina de Izu» (1926) fue el debut literario de Yasunari Kawata

El arte en general es modesto pero competente. Unos capítulos son más bonitos que otros debido a la diversidad de estilos, aunque de calidad digna. Los que se salen un poquito de la animación tradicional de la época son los que despiertan más interés. Por lo demás, se encuentra en un término medio que en general no sobresale demasiado. El problema más importante con el que me he topado, aparte del que la serie se encuentre truncada, ha sido la resolución de los episodios. No es la misma para todos. Se nota que algunos han sido ripeados de VHS, y los más afortunados de DVD. Qué le vamos a hacer. Sin embargo, hay algo que ha llamado mi atención y me ha gustado mucho. Los que me seguís, ya sabéis que ignoro los openings y endings, aunque como mínimo los veo una vez. En el caso de Seishun Anime Zenshû ha sido el ending lo que me ha entusiasmado. La música me parece horrorosa, pero las imágenes… ¡las imágenes son estupendas! ¡Lástima no poder disfrutarlas en mejor calidad! Son planos fijos de jovencitas melancólicas en una misma pose, realizados en lo que parece ser acuarela. Me ha recordado a los trabajos de Jun’ichi Nakahara pero, sobre todo, al maravilloso Yumeji Takehisa. Esa languidez y delicadeza remiten claramente al jojo-ga de las primeras décadas del s. XX. Un bonito broche para la serie sin duda.

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Seishun Anime Zenshû es de esas series que se revalorizan con el tiempo. Siendo estrictos, podría hacerlo si las posibilidades de conseguirla íntegra y en buena calidad no fuesen igual a cero. Por ahora. De ahí que para los escrupulosos del 1080p foreverandever no sea una opción. Pero es lo que tiene la arqueología del anime, que las piezas no siempre se encuentran completas ni en las mejores condiciones. Aunque algunos somos más zaborreros y encontramos belleza hasta en obras deterioradas. Con el riesgo de que nos rompan el corazón además. No obstante, la esperanza es lo último que se pierde, y quizá en algún momento, cuando arrastre mi culo con la ayuda de un andador y babee desdentada en una residencia, ocurra el milagro. Quién sabe. Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

cine, largometraje, literatura

Amor entre doncellas

Creo que a todo el mundo le sucederá algo similar. Cuando llevas mucho tiempo esperando algo, siempre se teme que vaya a salir todo mal en el último momento. Es una sensación que experimento a menudo, y en este caso me inquietaba una posible gran decepción por varias razones. Así que, en cuanto he podido, me he tirado a la piscina para salir de dudas: cagarme en todo lo cagable o disfrutar como una bellaca. Como podéis comprobar, no acepto términos medios. Y es que si este tipo de obra cae en lo tibio, se convierte por obligación en una boñiga pestilente. No hay más.

¿Y cuál es mi conclusión? The Handmaiden (2016) ha cubierto mis expectativas con creces. Es más, me ha encantado. Había leído la novela en la que está basada, Fingersmith (2002) de Sarah Waters, que me gustó bastante; y vi también la estupenda miniserie de dos episodios que la BBC realizó en 2005. Pero mi interés por la película creció todavía más cuando me enteré de que el director iba a ser Park Chan-wook. Este hombre es responsable  de una de mis comedias románticas favoritas. Aclaro un par de cosas: detesto la comedia romántica moderna y me parece uno de los géneros cinematográficos que más insultan la inteligencia. Pero I’m cyborg, but that’s OK (2006) es harina de otro costal. Os la recomiendo con fervor y entusiasmo, incluso quizá más adelante me anime a hacerle una reseña (lo merece). Reconozco que Stoker (2013), lo último a lo que le eché el diente de este director, me dejó un poco fría, por eso temía que el libro de Waters pudiera quedarle en su adaptación algo incoloro pero, ¡bien lejos de la realidad!

Me avergüenza pensar que lo que he creído que era el libro secreto de mi corazón esté impreso, después de todo, con tan mísera sustancia como ésta… que ocupe su lugar en la colección de mi tío. Salgo del salón todas las noches y subo despacio la escalera, golpeando contra cada peldaño los dedos de mis pies calzados. Si los golpeo todos por igual, estaré a salvo. Después permanezco a oscuras. Cuando Sue viene a desvestirme, me propongo sufrir su contacto fríamente, como pienso que un maniquí de cera sufriría el contacto rápido e indiferente de un sastre.
Sin embargo, hasta los miembros de cera ceden por fin al calor de las manos que los levantan y los colocan. Llega una noche en que, finalmente, me entrego a las de ella.

Sarah Waters escribió una novela de misterio ubicada en plena Época Victoriana, con un bonito romance lésbico de telón de fondo, y una historia que esconde asuntos muy, muy turbios. Comienza y finaliza casi como una obra dickensiana, aunque profundiza en una oscuridad que el de Portsmouth no llegó a rozar jamás. Fingersmith la relacionaría más con Emily Brontë por la crueldad que emana, pero también tiene mucho de Henry James. Está estructurada de tal manera que ofrece la perspectiva, siempre en primera persona, de las dos protagonistas principales: la ladronzuela Susan Trinder y la rica heredera Maud Lilly. La enjundia que aporta esa doble visión, tanto en el argumento, la dinámica o la psicología de los personajes, es impepinable. ¿Respeta este zócalo Park Chan-wook? A rajatabla, de no haberlo hecho se habría cargado la película. Su esqueleto, aunque no es estrictamente lineal, no comporta ningún tipo de dificultad. Es más, esa particular disposición es necesaria y le brinda frescura.

Si tenéis pensado ver el film, manteneos bien alejados del libro y la miniserie. Solo me puedo imaginar otra forma de haber gozado más de esta cinta: no saber nada sobre su historia. Es un consejo bienintencionado por mi parte. Si ya la conocéis, ¡que no cunda el pánico! Aunque os daréis inmediatamente cuenta del porqué de la sugerencia.

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Lógicamente, Park Chan-wook no podía adaptar la totalidad de la novela. Ninguna película puede, son lenguajes distintos, y la traslación de un medio a otro tiene sus inconvenientes y ventajas. Las ventajas son, sobre todo, las que añadan de su propia cosecha el director y el guionista, y en The Handmaiden lo han hecho tan requetebién que podríamos decir que estamos delante de una obra distinta en apariencia.

Lo primero que llama la atención es que ya no tiene lugar en la Inglaterra del s. XIX, sino en la Corea ocupada por Japón del s. XX. El esfuerzo por mudar la Europa decimonónica a la indiosincrasia de este país es notable y de resultados sobresalientes, porque además han recreado una especie de híbrido, una Asia Oriental bastarda colonizada por Occidente muy realista. Sue se llama Sook-hee, y Maud es Izumi Hideko; Mr. Rivers es el Conde Fujiwara y el infame tío Christopher Lilly es el igualmente ruin tío Kôzuki. Pero voy a detener las comparaciones entre libro y película ya. Va a resultar complicado, pero no me parece justo porque el film por sí mismo vale su peso en oro. Park Chan-wook le ha otorgado un aire de ferocidad refinada que en gran pantalla crece, crece y crece.

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Sook-hee (Tae-ri Kim) es una muchacha huérfana que ha vivido toda su vida entre pequeños rateros, falsificadores y delincuentes de poca monta. Ella misma es hija de una ladrona que murió en la horca al poco de darle a luz, pero su vida está a punto de cambiar por completo con la propuesta de un colega estafador (Jung-woo Ha). Este conoce una extraña y adinerada familia japonesa cuya heredera parece un objetivo fácil al que engañar, Lady Hideko. Tiene pensado hacerse pasar por un aristócrata japonés, el Conde Fujiwara, casarse con ella y luego encerrarla en un manicomio. Para ello solicita la ayuda de Sook-hee, pues si trabaja como su doncella puede manipularla para inclinar su corazón hacia él. En principio parece una tarea limpia, sencilla y con mucho dinero como recompensa, por lo que nuestra chica accede. Aunque su llegada por la noche a la mansión, de peculiar estilo anglojaponés,  ya le hace barruntar que tanto el lugar como sus habitantes no son normales.

El señor de la casa y tío de Hideko es un coreano japonófilo («Corea es feo, Japón hermoso», dice) obsesionado con la literatura erótica nipona. Es un coleccionista de todo tipo de artefactos relacionados con la libido, y esconde un espíritu tan sórdido y egoísta en su interior que llegó a provocar la misteriosa muerte de su esposa. Fue gracias a ella, que era una noble japonesa arruinada, que logró la ciudadanía nipona. Adoptó su apellido (Kôzuki) y así representa su farsa vital de ser japonés. Realiza exclusivos recitales en la mansión, donde otros coleccionistas japoneses pueden disfrutar de la exquisita declamación de Hideko y comprar obras. ¡Ay, la pobre Hideko! Respira dentro de una jaula de oro, hermosa y solitaria, como una muñeca de porcelana. Lleva una vida triste, amedrentada por su tío que desea casarse con ella para tomar su fortuna. La sombra del ¿suicidio? de su tía y la culpabilidad por la muerte de su madre la atormentan también. Conforme pasan los días Sook-hee se percata de que el plan no va a ser tan fácil de llevar a cabo, sobre todo porque sus propios sentimientos la hacen tropezar. Empieza a sentir cierta compasión por Hideko, compasión que irá derivando hacia el deseo y el amor.

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The Handmaiden es una película difícil de clasificar, pues comparte características de diversos géneros. Para mí eso es maravilloso, pues no hay nada que me guste más que las obras que se atreven a salir de las fronteras de la conveniencia y ser ellas mismas. No estoy diciendo que The Handmaiden sea especialmente rompedora o iconoclasta, porque no lo es. Pero sí es audaz en muchos aspectos, y aunque se trata de una película sin ninguna duda comercial, no se ha dejado encorsetar.

En primer lugar podríamos decir que se trata de un drama histórico o period drama. Lo es. También es un thriller como la copa de un pino, con unas vueltas de tuerca apoteósicas. Muy cierto. Hacia el final, Park Chan-wook se desata un poco con los personajes masculinos e introduce unas gotitas de humor y gore. Verdad. Y, por supuesto, The Handmaiden es una película erótica. Mucho. Pero es un erotismo oriental que, a pesar de que es explícito, posee una delicadeza y elegancia que en Occidente son muy raras. Es shunga hecho celuloide. Y es interesante señalar que el alto contenido sexual, con escenas muy categóricas, no se apodera del espíritu del film. Eso habría sido lo más cómodo, dejarse llevar por el morbo que suscita una relación lésbica y las parafilias del déspota Kôzuki. A pesar de que tienen su peso (y no poco además), ese no es el quid de The Handmaiden.

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La doncella resulta opulenta y sutil, con una atmósfera gótica preciosa. La dirección artística es muy sensual, de envoltorio distinguido y extremadamente meticuloso. Solo por eso ya deslumbra, pero hay más, claro. Es curioso como Park Chan-wook plasma las relaciones heterosexuales como la dominación e imposición de la voluntad masculina sobre la femenina; relacionándolas con el dolor, físico y mental, y la reclusión del alma. No hay amor en ellas. Sin embargo sí brota entre Sook-hee y Hideko, de forma libre e inesperada. Un sentimiento entre iguales a pesar de la disparidad social.

Los personajes, interpretados con mucho esmero, se van desplegando gradualmente entre una paz engañosa y la sorpresa. Sobre todo los de ellas, la riqueza de matices y la profundidad que llegan a alcanzar es maravillosa. Son muy humanas, contradictorias y tiernas. El Conde Fujiwara se mueve entre el papel de galán clásico con alma de truhán, y el filósofo estoico que acepta las jugadas del destino con elegancia. No tiene corazón, pero sabe cómo proceder adecuadamente hasta el último momento. Un encanto. Kôzuki tiene algo de caricatura, un ser deleznable absorbido por las fantasías de su ego y una idea de la sexualidad enferma que lo mantienen alejado de la realidad. Un destructor de la vida, propia y ajena.

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Hay numerosos detalles truculentos, quizá emparentados con el Ero guro nansensu de la época que escenifica. Park Chan-wook ha sabido ensamblarlos con tino y cierta ironía también. Lo único que le puedo echar en cara a esta película es que existen algunos vacíos y preguntas que no se responden. Si se lee la novela (maldita sea, ¡he dicho que no iba a comparar!) no surgen, eso también es verdad. Quizá el director decidió hacerlo así para conceder al film algo de ingravidez, qué sé yo. Aun así, no lo considero nada serio, en conjunto es una obra redonda.

Cuando terminé de verla me pregunte a quién podía ir dirigida esta película, porque es bastante especial. Fractura un poco esos compartimentos estanco en los que solemos meter según qué obras. Un amante de los period dramas quizás considere que es un café demasiado cargado para su gusto; un fan del thriller probablemente piense que, por su aspecto, tiene más de film para señoras que de suspense. Un otaco promedio ni se planteará verla, demasiado adulto todo. Y el público occidental general acaso vea demasiados chinos pululando y sospeche aburrimiento. Y ya ni hablamos del prejuicio que puede generar el hecho de que se trate un romance gay, no el clásico heterosexual (aunque son chicas, eso da morbo, ¿no?).

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Una podría pensar que tiene unas cuantas papeletas para que pase sin mucha pena ni gloria por los cines. Pero nunca pierdo la fe en el ser humano (mentira) y espero que The Handmaiden se convierta en un bombazo. O por lo menos tenga algún tipo de reconocimiento, porque creo que lo merece. ¡Quiero contribuir a su difusión con una estúpida reseña en un blog que no leen ni 50 personas al día! ¡Viva! Por mí que no quede. Ah, no sé si lo había dejado claro, pero os la recomiendo. Es una de mis películas preferidas de este 2016. Casi ná. Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

Shôjo en primavera

Shôjo en primavera: Angel no Oka

Y continuamos escarbando en la prehistoria del shôjo con la segunda entrada dedicada a esta sección. Va a resultar algo difícil pilotarla con cierta regularidad ya que no existe demasiada información sobre el tema (al menos no tanta como me gustaría) y tampoco aparecen muchos tebeos en el horizonte que pueda leer. Pero me gusta investigar, algunas cosillas hay (con el tiempo espero que más) y de ellas os iré escribiendo, poco a poco, en Shôjo en primavera. Hoy toca una obra de Manga no Kamisama. Era inevitable. Con él podríamos decir que casi comenzó todo, por lo que no podía faltar. Aunque antes necesitaremos un mini-preámbulo para entender mejor a Tezuka & co.

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«Angel no Oka» (1960) de Osamu Tezuka

Una de las principales influencias que tuvo el shôjo primigenio fue, sin duda, el espectáculo del Takarazuka Kagekidan. Un teatro musical interpretado únicamente por artistas femeninas y que se fundó, como su nombre indica, en la pequeña ciudad de Takarazuka en 1913. Esta población, situada en la región histórica de Kansai, se encuentra a escasos 10 km de Toyonaka, donde nació Osamu Tezuka. Manga no Kamisama conoció muy bien desde pequeño estas representaciones, pues su madre lo llevaba a menudo a sus funciones. Resultó ineludible que muchas de sus características aparecieran luego en sus cómics. Y no solo en los suyos, claro. Décadas más tarde el Takarazuka Revue gozó del influjo también del manga en su repertorio; acabó siendo una corriente creativa de doble sentido.

El Takarazuka nació con la intención de imitar y adaptar al espíritu japonés diferentes obras occidentales tanto literarias, musicales, cinematográficas, etc. En su repertorio se dan la mano desde El Gran Gatsby, Verdi, Jane Austen, Cenicienta, Oscar Wilde, Wagner, Sabrina, Pushkin, Goethe, Les Liaisons dangereuses… hasta Shakespeare, Bonnie & Clyde, Blasco Ibáñez  o Singin’ in the rain. Con total alegría e ingenuidad. Y el resultado es completamente kitsch, porque nadie se planteó que debiera ser comedido, más bien al contrario. El Takarazuka es una continua explosión de fuegos artificiales, un suntuoso y pantagruélico festín de viandas rococó que son servidas a un público ávido de melodrama, aventuras y romance sin fin. No en vano algunos críticos lo llaman el «kabuki de nailon»; todo muy excesivo pero, curiosamente, exento de cualquier tipo de carga sexual. Un espectáculo rimbombante e inocuo dirigido a un público femenino adolescente. Exacto: apesta a shôjo. Y, como todo producto para jovencitas del momento, aleccionaba a mantener el rol designado a la mujer en la sociedad japonesa: sumisión, dulzura, matrimonio y maternidad.

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La actriz Ashihara Kuniko (1914-1997) en su papel de Fréderi en la adaptación del vodevil «L’Arlésienne» (1934) de Bizet.

A pesar del mensaje conservador que porta(ba) implícito el Takarazuka, no deja de ser llamativa la presencia de las otokoyaku: actrices dedicadas a interpretar papeles masculinos. Su éxito era masivo, incluso recibían cartas de amor de las seguidoras. ¿Se consideró un escándalo? Sí, pero la sociedad nipona en general considera que las tendencias lésbicas durante la adolescencia son una «etapa» que se acaba «superando». Las otokoyaku eran un símbolo, en cierta forma, de libertad, de empoderamiento. Pues aunque representaban papeles masculinos muy categóricos (también bastante idealizados), eran mujeres las que los interpretaban y observaban. Pero un detalle importante: esa libertad, esa fuerza de voluntad se manifestaba solo cuando el elemento masculino hacía acto de presencia; por sí misma la mujer permanecía desautorizada.

Ese elemento masculino era muy evidente: la vestimenta. ¿Hace el hábito al monje? En el mundo del Takarazuka sí. Y de esa forma lo encontramos también en el que, por ahora, se puede valorar el primer shôjo manga de la historia: Nazo no kurôbaa o El trébol misterioso de Katsuji Matsumoto, creado en 1934. La protagonista es una adolescente, disfrazada de hombre y enmascarada que, al más puro estilo Robin Hood/El Zorro, roba al señor feudal la riqueza que ha exprimido a los pobres campesinos. Ahí tenemos el escenario exótico (algún lugar de Europa), el melodrama, las aventuras y la muchacha poderosa gracias al anonimato de sus ropajes. Pero, a diferencia de las otokoyaku, se distingue bien que es una chica. La bisabuela de Utena podríamos incluso decir.

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Portada de «Nazo no kurôbaa» o «El trébol misterioso» (1934) de Katsuji Matsumoto

Nazo no kurôbaa y el Takarazuka fueron indispensables para que Tezuka-sensei creara su histórico shôjo Ribbon no Kishi (1953), que luego tuvo a lo largo de los años otras encarnaciones. El argumento gira en torno a Sapphire, retoño de los reyes de Silverland que, a causa del error de un ángel en el cielo, recibe un corazón rosa de chica y otro azul de chico a la vez. Ese corazón masculino es el que le permite ser audaz, excelente espadachín y gobernante legítimo de su país; sin él, solo es una princesa inane y vulnerable. Cuando Dios se da cuenta de la equivocación, envía al responsable, el angelito novato Tink, a recuperar el corazón azul; pero Sapphire no lo quiere devolver, pues es lo único que le proporciona la capacidad de heredar el trono y luchar contra el malvado duque Duralumin, que ambiciona la corona.

No hace falta remarcar que la misoginia brilla que da gloria, pero no estamos aquí para juzgar con la luz del presente una obra concebida en una época muy distinta a la nuestra. Aunque algunos de esos parámetros persistan todavía. Ribbon no Kishi fue revolucionario en muchos aspectos, y cimentó los pilares de lo que más adelante sería el shôjo moderno. ¿Estuvo el siguiente shôjo de Tezuka a la altura? Angel no Oka (1960) es más humilde y más ignorado que su predecesor; sin embargo también menos infantil y con una melancolía final que barruntaba ya ciertas particularidades de Manga no Kamisama.

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Sapphire y Tink

Angel no Oka fue publicado en la revista Nakayoshi desde enero de 1960 hasta diciembre de 1961. Siete episodios que luego fueron recopilados en dos tankôbon. Su historia no tiene ni cross-dressing ni una protagonista femenina de fuerte personalidad. Todo lo contrario. Es el relato de una princesa sirena en el destierro, sus desventuras y sufrimientos; y cómo las figuras masculinas que van apareciendo se encargan de cambiar el destino de su vida. Un clásico cuento de hadas, con un personaje principal víctima de la desgracia, pero con un corazón noble y generoso. También aparece la clásica reina malvada, responsable directa de sus angustias… con un plan maléfico para matarla. Y las consabidas mascotas que acompañan con fidelidad a nuestra desafortunada princesa.

A pesar de lo ramplón que parece ser este manga, atiborrado de clichés y poco apetitoso, resulta bastante ameno y divertido. No en vano se trata de Tezuka, y siempre se guardaba un par de ases bajo la manga. Recordemos que estamos en los albores del shôjo, y en realidad ha sido Angel no Oka el que ha dejado su huella en los mangas que conocemos ahora, no viceversa.

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Luna llorando por Tailandia, Myanmar o así

Luna, princesa de un misterioso pueblo de sirenas, es condenada por la implacable Byôma-sama a ser abandonada para morir en el mar dentro de una ostra gigante. Sí, como esas que aparecen en los musicales de la edad dorada de Hollywood. Ha quebrantado la ley y debe sufrir el correspondiente castigo. Pero la suerte está de su lado y es rescatada por el capitán de un buque, que intentará ayudarla a regresar a su hogar. Pero Luna ha perdido la memoria, no recuerda ni quién es ni la Isla del Ángel, su patria. No sabe ni su nombre. Pero el capitán continúa investigando, y cuando está a punto de revelar a Luna una pista importante sobre su tierra de origen, es asesinado. Asesinado y Luna hecha esclava, padeciendo una existencia de humillación y maltrato hasta que Eiji Kusahara, un rico heredero japonés, la rescata indignado por la injusticia. Eiji está muy sorprendido porque Luna tiene un parecido asombroso con su querida hermana pequeña, Akemi Kusahara. Movido por la compasión, decide llevarla consigo a su hogar en Japón.

Pero no todo quedará ahí. Tezuka encauzó un argumento rocambolesco donde corrieron y galoparon gran cantidad de personajes. Cada uno de ellos aportó su granito de arena al relato. Aunque Luna sea una completa inútil, no se puede negar la destreza casi sobrenatural que tenía Manga no Kamisama a la hora de sorprender y concebir historias. Y Angel no Oka engancha (¿he dicho ya que hay sacrificios humanos? Tezuka era un puto genio). Sin necesidad de invocar la presencia pegajosa del romance. Los recursos que utiliza son bien conocidos (los hemos leído mil veces) e incluso el deus ex machina, que tan poco gustaba a Aristóteles y ciertas ratas posmodernas, se encuentra bien encajado sin restar credibilidad. Se trata de un manga muy dinámico a todos los niveles, aunque con un final que quizá no sea del gusto de todos… pero que tiene su sentido.

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Disney, Disney, Disney everywhere. Osamu Tezuka nunca escondió su admiración por el estadounidense, y su estela, como era de esperar, se halla en las páginas de Angel no Oka. Pero sobre todo encontramos el propio estilo de Tezuka, porque su talento no se basaba en el plagio. Así que las tácticas de humor fácil, la caricaturización de algunas figuras y la acción al más puro estilo Popeye no faltarán. Es un tebeo para público infantil y joven, no hay que perder eso de vista.

Aun así, Tezuka no perdió la oportunidad de reírse de sí mismo además de incluir novedades interesantes, como la ruptura de la cuarta pantalla, tratar los límites que imponen las viñetas con cierta rebeldía o prestar una detallada atención a la arquitectura de los fondos. De hecho me han enamorado la elegancia de líneas y su movimiento en algunas escenas. Impresionantes. El diseño también de Luna/Akemi, estilizado y simple, es una maravilla. Todo el arte de Angel no Oka en general resulta una delicia, que ha sabido plasmar muy bien las inquietudes estilísticas de la época; así como verter el exotismo del sudeste asiático e Indonesia en la enigmática tierra del pueblo de las sirenas.

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Esto es BELLEZA, señoras y señores.

¿Y qué trascendecia puede tener este manga desconocido de Osamu Tezuka? ¿No tiene algún shôjo más célebre? Pues sí, claro que lo tiene. Pero hasta el más humilde cómic de Tezuka posee su trascendencia, y no debería minusvalorarse. Angel no Oka fue una inspiración evidente para Naoko Takeuchi y su celebérrimo Bishôjo Senshi Sailor Moon (1991-1997), como también lo fue Midori no Tenshi (1959) de Leiji Matsumoto y otros tantos de la misma etapa. Pero la impronta de este Angel no Oka es contundente. Aunque no se trate de un mahô shôjo estrictamente, nos encontramos con una serie de personajes femeninos de habilidades extraordinarias y que deben lidiar con circunstancias terroríficas en el mundo humano. Igualmente podríamos incluir en este proto-mahô shôjo a su antecesor Ribbon no Kishi, por supuesto.

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Angel no Oka no es el mejor tebeo de Tezuka, cuya fértil trayectoria nos depararía con el tiempo auténticas obras maestras y en muy diversos géneros. Pero sí se trata de un manga a tener en cuenta tanto en la historia del shôjo por su influencia en futuros creadores, como para conocer mejor la evolución artística de Manga no Kamisama. Es una historia entretenida, con vericuetos inesperados y una conclusión muy Tezuka. ¿Merece la pena leerla? Definitivamente sí, sobre todo aquellos que sean amantes del autor y no les importe bucear en las profundidades abisales del manga. MUAHAHA. Buenos días, buenas tardes, buenas noches.