Hace unos mil años, un gentil anónimo me solicitó para las Peticiones Estivales una entrada dedicada al cine silente japonés. Una petición bastante singular, pero que estaba en completa sintonía con el espíritu de SOnC. Tuve que documentarme un poco y escarbar entre material antiguo, cosa que me encanta, y ahí quedó luego para la posteridad el articulillo que podéis leer aquí. En él no pude incluir la película de la que escribo hoy, sencillamente porque desconocía incluso que existiera, pero habiéndola visto no hace mucho, con toda probabilidad la hubiera insertado como bonus track.
La película es Minato no Nihon Musume (1933) o Chicas japonesas en el puerto, y fue dirigida por Hiroshi Shimizu. El cine mudo estaba ya dando sus últimos coletazos en Japón, y este film es posible que fuese uno de los zagueros, aunque no ocurrió hasta 1935 que se le dio el carpetazo definitivo. La última película silente de Shimizu fue, de hecho, Tôkyô no Eiyû o A hero of Tokyo, del 35.
Pero antes de que se me olvide, quería agradeceros a todos los que os habéis pasado por el blog y me habéis transmitido vuestros ánimos en estos momentos complicados que me está tocando capear. Es un gran consuelo saber que una no está tan sola ante las adversidades.


Regresando a esta preciosa película, su director quizá habría merecido más reconocimiento del que posee, incluso en su Japón natal se ha sido muy negligente con su memoria, y eso que se trata de una de las figuras más importantes del cine nipón de la época junto a su amigo Yasujirô Ozu. Ambos alumbraron el shôshimin-eiga, un género cinematográfico realista enfocado en el drama familiar de las clases medias y trabajadoras, muy popular en los años 20 del siglo pasado. Y con ellos, en los míticos estudios Shochiku, otros directores como Yasujirô Shimazu, pionero del género, o Mikio Naruse hicieron florecer el shomin-geki, al cual también llegó a contribuir el mismísimo Kenji Mizoguchi.
Gente como Ozu o como yo hacemos películas a base de trabajar duro, pero Shimizu es un genio.
Kenji Mizoguchi
Hiroshi Shimizu ha sido para mí toda una sorpresa y un extraordinario hallazgo. No hay demasiado conservado de él, y menos que haya llegado a Occidente, pero lo poco que he logrado catar ha sido delicioso. Es una lástima, no me cansaré de repetirlo, lo olvidado que se encuentra, lo injusto de su descuido. Shimizu merecería ser invocado junto a deidades del panteón japonés como Kurosawa, Tanaka, Mizoguchi u Ozu. No exagero. Sin embargo, es mencionado, y de forma muy esporádica además, solo por sus obras sobre el mundo infantil, cuando su repertorio fue más amplio.


Hiroshi Shimizu nació en Shizuoka en 1903, hijo de un acaudalado hombre de negocios que mantenía estrechas relaciones comerciales con Estados Unidos. Esto le proveyó desde niño de una alta exposición a la cultura occidental, y de una mente abierta sin prejuicios, que plasmó muy bien en sus obras. Abandonó sus estudios universitarios en Hokkaidô para dedicarse a su vocación real: el cine.
No se sabe demasiado de su vida personal, y los datos parecen ser contradictorios: por un lado se le consideraba un mujeriego empedernido, y por otro en sus trabajos plasmaba personajes femeninos marginales y vulnerables con un respeto y empatía poco comunes para la época. También tenía fama de vago, aunque durante la década de los 20 grabó más de una docena de películas al año. Y a pesar de provenir de una familia acomodada, invirtió grandes cantidades de dinero de su patrimonio personal en fundar varios hogares para niños huérfanos tras la Segunda Guerra Mundial.

Shimizu y Ozu nacieron el mismo año, y quizá ese detalle en apariencia banal es el que haya podido contribuir a que Ozu eclipsara con el paso del tiempo a Shimizu en aniversarios y homenajes. No obstante, ellos cimentaron una amistad que duró toda la vida. Se conocieron cuando comenzaron a trabajar en Shochiku; el primero como asistente de dirección y el segundo como asistente de cámara. Muy pronto ambos empezaron a filmar sus primeras películas y, por supuesto, a destacar por su talento. Los dos gozaron de fama y reconocimiento en vida, pero tras el fallecimiento de Shimizu por un ataque al corazón a los 63 años, su figura se disipó; sin embargo, la de Ozu aumentó todavía más si cabe. Shimizu, que en 35 años de carrera llegó a filmar más de 160 películas, cayó en el olvido; y de los pocos trabajos que han llegado hasta nosotros, solo un puñado escaso ha recibido la atención necesaria para una distribución decente a nivel doméstico.
Así que sirva esta entrada en este pequeño blog para recuperar y celebrar su obra, descubrir su gran pericia a través de una película, Minato no Nihon Musume, que representa una de sus tantas facetas, la más próxima, quizá, a Ozu o Mizoguchi, pero siguiendo una senda diferente a la de sus colegas.



Chicas japonesas en el puerto o Minato no Nihon Musume está basada en la novela del mismo nombre escrita por Tôma Kitabayashi. Tiene una duración de solo 77 minutos, lo justo y necesario para desarrollar un melodrama clásico con tintes noir y unos personajes presentados con brío. La historia es sencilla y directa, porque la duración no da tampoco para prolegómenos y demás vericuetos; sin embargo, Shimizu hace de un relato portuario sobre los caminos de la vida un cuento henchido de sutilezas y poesía, de un lenguaje visual puro y audaz.
Sunako Kurokawa y Dora Kennel son dos chicuelas que viven en la ciudad de Yokohama, puerta al mundo exterior, lugar donde Occidente encontró también su pequeño nicho. Como su apellido indica, Dora es hafu, y junto a Sunako acude a un colegio católico del barrio de Yamate, asentamiento histórico de británicos y otros extranjeros. Con unas hermosas vistas donde se divisan el puerto y la ciudad, ambas muchachas observan partir los barcos con una melancolía que perseverará durante todo el film.


La amistad que parecía robusta entre las dos muchachas, ese mundo íntimo y privado que habían construido juntas, se va desvaneciendo con la llegada del eterno rebelde (con Harley-Davidson incluida), Henry, que encandila el corazón de las chicas. Es un mozalbete malote, incluso deambula con yakuzas, y aunque ha elegido a Sunako como su novia, le es infiel con una mujer mucho mayor, la bella Yôko Sheridan.
Dora, que representa con su mansedumbre y sumisión la figura tradicional de la mujer japonesa, aconseja a Sunako que si realmente ama a Henry, debe pasar por alto sus defectos; y aunque Sunako al principio coincide con su amiga, su carácter resulta ser mucho más enérgico. Siguiéndolo un día hasta la iglesia del lugar, descubre su traición y dispara a Yôko con la pistola de Henry. A partir de ahí todo se desmorona, Sunako huye de Yokohama y comienza una nueva vida como chica de alterne y prostituta lejos de allí, en otra ciudad con puerto: Kôbe.



La mujer caída es uno de los emblemas del cine de la época, y Sunako representa todas sus virtudes pero con la mirada soleada de Shimizu. No es una simple femme fatale, Sunako es la auténtica estrella de la película, la interpretación de la actriz Michiko Oikawa es alucinante. Resulta muy triste que muriera tan joven, a los 26 años, de tuberculosis. Su enorme talento queda patente en Minato no Nihon Musume, devora por completo la cámara. Ojalá hubiéramos podido disfrutar de su talento en otras obras durante más tiempo.
Y el regreso de Sunako a Yokohama, acompañada de un pintor enamorado, y el consiguiente encuentro con Dora y Henry, que se han casado, genera el tuétano de la película. Las emociones contradictorias, la culpabilidad, la nostalgia, los celos, la lealtad, el dolor, la furia… Shimizu hilvana con sumo cuidado los hilos de unos sentimientos enmarañados para crear un lienzo simple y a la vez sofisticado. La atmósfera tiene una cualidad etérea, plena de lirismo y delicadas metáforas que nos conectan con el corazón de los personajes.





Las protagonistas reales del film son las mujeres. Cierto que Henry resulta ser el catalizador de la historia, pero son ellas, sobre todo la extraordinaria y conmovedora Sunako, las que llevan el peso de la narración. Henry no es más que una persona insegura que no sabe realmente lo que quiere, y con su indecisión provoca muchísimo sufrimiento. Un papel, por cierto, interpretado por el actor de madre alemana Ureo Egawa que, como Henry, tuvo una adolescencia complicada, lo que probablemente le ayudaría a articular su personaje. ¿Podemos decir que Minato no Nihon Musume es una película de denuncia social? Yo no me atrevería a tanto, pero desde luego sí que tiene conciencia social, Shimizu refleja la dura realidad de la mujer japonesa con gran consideración.
Chicas japonesas en el puerto es un paseo sosegado por una época donde todavía Japón no se había sumergido en la demencia sanguinaria de la Guerra del Pacífico (1941-1945) ni tampoco el estatismo de la era Shôwa había alcanzado aún su paroxismo. Es un trabajo que, ante todo, hace hincapié en la clásica tensión del binomio mundo occidental-mundo japonés. Cómo ambos universos chocan, se entremezclan y fusionan creando una falsa crisis de identidad. Yokohama siempre fue lo que fue, y lo sigue siendo: un puerto cruce de culturas y caminos.
Shimizu también gustaba de contrastar el entorno rural, con planos generales y panorámicos de gran serenidad, con los paisajes urbanos, casi desnudos pero vigorosos en su abstracción. No le importaba sacar el equipo a las calles y caminos, buscando la impresión perfecta. Son los interiores, sin embargo, los que poseen, de manera premeditada, una apariencia artificiosa como de cartón piedra.



Shimizu recurre a técnicas visuales imaginativas y desconcertantes para la época, dotando al film de un porte de modernidad clarividente. Hay una cualidad onírica en la fluidez acuática de su cámara, que sigue a sus actores como un pececillo, que además aporta frescura y cierto efecto de improvisación. Como si solo estuviera experimentando, haciendo desaparecer incluso a los personajes en el aire. Algunos planos son simples estampas de una belleza muy acorde con la sensibilidad actual, buscando inspirar más que describir.
No son las palabras de los personajes los que nos cuenta la historia, algo de esperar en una obra muda, tampoco los intertítulos; es el trabajo de la cámara y los actores el que transmite al público lo esencial. Shimizu es el aedo del Japón silente, al que le gustaba mostrar lo que sentían sus protagonistas con el mero plano de una calle vacía. Así el director nos iba regalando pequeñas piezas que ensamblar para conformar un relato de lo cotidiano rebosante, en realidad, de amor. Qué si no.
Shimizu no lo da todo mascado, el espectador también tiene que poner de su parte. Y a pesar de la gran cantidad de elementos occidentales que brotan sin cesar a lo largo del film, Chicas japonesas en el puerto es de un espíritu japonés inmaculado.




¿Recomiendo Chicas japonesas en el puerto? Por supuesto, aunque no es para todos los paladares. No se trata del típico triángulo amoroso que tanto se prodiga en los melodramas, tampoco es una película que busque deslumbrar. Es en su aparente sencillez donde reside su encanto, en la riqueza de detalles que seguro hará disfrutar a un buen ojo observador. Shimizu era un verdadero maestro con un método bastante particular, o al menos así se atisba. No debería haberse relegado de esta forma, es hasta un poquito indignante; y cuando una ya ha visto tres o cuatro de sus películas, empieza a lamentarse por todo lo que se ha perdido para siempre de su obra y que podría habernos maravillado.
Buenos días, buenas tardes, buenas noches.