cine, largometraje

Las chicas del puerto

Hace unos mil años, un gentil anónimo me solicitó para las Peticiones Estivales una entrada dedicada al cine silente japonés. Una petición bastante singular, pero que estaba en completa sintonía con el espíritu de SOnC. Tuve que documentarme un poco y escarbar entre material antiguo, cosa que me encanta, y ahí quedó luego para la posteridad el articulillo que podéis leer aquí. En él no pude incluir la película de la que escribo hoy, sencillamente porque desconocía incluso que existiera, pero habiéndola visto no hace mucho, con toda probabilidad la hubiera insertado como bonus track.

La película es Minato no Nihon Musume (1933) o Chicas japonesas en el puerto, y fue dirigida por Hiroshi Shimizu. El cine mudo estaba ya dando sus últimos coletazos en Japón, y este film es posible que fuese uno de los zagueros, aunque no ocurrió hasta 1935 que se le dio el carpetazo definitivo. La última película silente de Shimizu fue, de hecho, Tôkyô no Eiyû o A hero of Tokyo, del 35.

Pero antes de que se me olvide, quería agradeceros a todos los que os habéis pasado por el blog y me habéis transmitido vuestros ánimos en estos momentos complicados que me está tocando capear. Es un gran consuelo saber que una no está tan sola ante las adversidades.

Regresando a esta preciosa película, su director quizá habría merecido más reconocimiento del que posee, incluso en su Japón natal se ha sido muy negligente con su memoria, y eso que se trata de una de las figuras más importantes del cine nipón de la época junto a su amigo Yasujirô Ozu. Ambos alumbraron el shôshimin-eiga, un género cinematográfico realista enfocado en el drama familiar de las clases medias y trabajadoras, muy popular en los años 20 del siglo pasado. Y con ellos, en los míticos estudios Shochiku, otros directores como Yasujirô Shimazu, pionero del género, o Mikio Naruse hicieron florecer el shomin-geki, al cual también llegó a contribuir el mismísimo Kenji Mizoguchi.

Gente como Ozu o como yo hacemos películas a base de trabajar duro, pero Shimizu es un genio.

Kenji Mizoguchi

Hiroshi Shimizu ha sido para mí toda una sorpresa y un extraordinario hallazgo. No hay demasiado conservado de él, y menos que haya llegado a Occidente, pero lo poco que he logrado catar ha sido delicioso. Es una lástima, no me cansaré de repetirlo, lo olvidado que se encuentra, lo injusto de su descuido. Shimizu merecería ser invocado junto a deidades del panteón japonés como Kurosawa, Tanaka, Mizoguchi u Ozu. No exagero. Sin embargo, es mencionado, y de forma muy esporádica además, solo por sus obras sobre el mundo infantil, cuando su repertorio fue más amplio.

Hiroshi Shimizu nació en Shizuoka en 1903, hijo de un acaudalado hombre de negocios que mantenía estrechas relaciones comerciales con Estados Unidos. Esto le proveyó desde niño de una alta exposición a la cultura occidental, y de una mente abierta sin prejuicios, que plasmó muy bien en sus obras. Abandonó sus estudios universitarios en Hokkaidô para dedicarse a su vocación real: el cine.

No se sabe demasiado de su vida personal, y los datos parecen ser contradictorios: por un lado se le consideraba un mujeriego empedernido, y por otro en sus trabajos plasmaba personajes femeninos marginales y vulnerables con un respeto y empatía poco comunes para la época. También tenía fama de vago, aunque durante la década de los 20 grabó más de una docena de películas al año. Y a pesar de provenir de una familia acomodada, invirtió grandes cantidades de dinero de su patrimonio personal en fundar varios hogares para niños huérfanos tras la Segunda Guerra Mundial.

Yasujirô Ozu, el guionista Fushimi Akira, Hiroshi Shimizu y el también escritor Noda Kôgo (1928)

Shimizu y Ozu nacieron el mismo año, y quizá ese detalle en apariencia banal es el que haya podido contribuir a que Ozu eclipsara con el paso del tiempo a Shimizu en aniversarios y homenajes. No obstante, ellos cimentaron una amistad que duró toda la vida. Se conocieron cuando comenzaron a trabajar en Shochiku; el primero como asistente de dirección y el segundo como asistente de cámara. Muy pronto ambos empezaron a filmar sus primeras películas y, por supuesto, a destacar por su talento. Los dos gozaron de fama y reconocimiento en vida, pero tras el fallecimiento de Shimizu por un ataque al corazón a los 63 años, su figura se disipó; sin embargo, la de Ozu aumentó todavía más si cabe. Shimizu, que en 35 años de carrera llegó a filmar más de 160 películas, cayó en el olvido; y de los pocos trabajos que han llegado hasta nosotros, solo un puñado escaso ha recibido la atención necesaria para una distribución decente a nivel doméstico.

Así que sirva esta entrada en este pequeño blog para recuperar y celebrar su obra, descubrir su gran pericia a través de una película, Minato no Nihon Musume, que representa una de sus tantas facetas, la más próxima, quizá, a Ozu o Mizoguchi, pero siguiendo una senda diferente a la de sus colegas.

Chicas japonesas en el puerto o Minato no Nihon Musume está basada en la novela del mismo nombre escrita por Tôma Kitabayashi. Tiene una duración de solo 77 minutos, lo justo y necesario para desarrollar un melodrama clásico con tintes noir y unos personajes presentados con brío. La historia es sencilla y directa, porque la duración no da tampoco para prolegómenos y demás vericuetos; sin embargo, Shimizu hace de un relato portuario sobre los caminos de la vida un cuento henchido de sutilezas y poesía, de un lenguaje visual puro y audaz.

Sunako Kurokawa y Dora Kennel son dos chicuelas que viven en la ciudad de Yokohama, puerta al mundo exterior, lugar donde Occidente encontró también su pequeño nicho. Como su apellido indica, Dora es hafu, y junto a Sunako acude a un colegio católico del barrio de Yamate, asentamiento histórico de británicos y otros extranjeros. Con unas hermosas vistas donde se divisan el puerto y la ciudad, ambas muchachas observan partir los barcos con una melancolía que perseverará durante todo el film.

La amistad que parecía robusta entre las dos muchachas, ese mundo íntimo y privado que habían construido juntas, se va desvaneciendo con la llegada del eterno rebelde (con Harley-Davidson incluida), Henry, que encandila el corazón de las chicas. Es un mozalbete malote, incluso deambula con yakuzas, y aunque ha elegido a Sunako como su novia, le es infiel con una mujer mucho mayor, la bella Yôko Sheridan.

Dora, que representa con su mansedumbre y sumisión la figura tradicional de la mujer japonesa, aconseja a Sunako que si realmente ama a Henry, debe pasar por alto sus defectos; y aunque Sunako al principio coincide con su amiga, su carácter resulta ser mucho más enérgico. Siguiéndolo un día hasta la iglesia del lugar, descubre su traición y dispara a Yôko con la pistola de Henry. A partir de ahí todo se desmorona, Sunako huye de Yokohama y comienza una nueva vida como chica de alterne y prostituta lejos de allí, en otra ciudad con puerto: Kôbe.

La mujer caída es uno de los emblemas del cine de la época, y Sunako representa todas sus virtudes pero con la mirada soleada de Shimizu. No es una simple femme fatale, Sunako es la auténtica estrella de la película, la interpretación de la actriz Michiko Oikawa es alucinante. Resulta muy triste que muriera tan joven, a los 26 años, de tuberculosis. Su enorme talento queda patente en Minato no Nihon Musume, devora por completo la cámara. Ojalá hubiéramos podido disfrutar de su talento en otras obras durante más tiempo.

Y el regreso de Sunako a Yokohama, acompañada de un pintor enamorado, y el consiguiente encuentro con Dora y Henry, que se han casado, genera el tuétano de la película. Las emociones contradictorias, la culpabilidad, la nostalgia, los celos, la lealtad, el dolor, la furia… Shimizu hilvana con sumo cuidado los hilos de unos sentimientos enmarañados para crear un lienzo simple y a la vez sofisticado. La atmósfera tiene una cualidad etérea, plena de lirismo y delicadas metáforas que nos conectan con el corazón de los personajes.

Las protagonistas reales del film son las mujeres. Cierto que Henry resulta ser el catalizador de la historia, pero son ellas, sobre todo la extraordinaria y conmovedora Sunako, las que llevan el peso de la narración. Henry no es más que una persona insegura que no sabe realmente lo que quiere, y con su indecisión provoca muchísimo sufrimiento. Un papel, por cierto, interpretado por el actor de madre alemana Ureo Egawa que, como Henry, tuvo una adolescencia complicada, lo que probablemente le ayudaría a articular su personaje. ¿Podemos decir que Minato no Nihon Musume es una película de denuncia social? Yo no me atrevería a tanto, pero desde luego sí que tiene conciencia social, Shimizu refleja la dura realidad de la mujer japonesa con gran consideración.

Chicas japonesas en el puerto es un paseo sosegado por una época donde todavía Japón no se había sumergido en la demencia sanguinaria de la Guerra del Pacífico (1941-1945) ni tampoco el estatismo de la era Shôwa había alcanzado aún su paroxismo. Es un trabajo que, ante todo, hace hincapié en la clásica tensión del binomio mundo occidental-mundo japonés. Cómo ambos universos chocan, se entremezclan y fusionan creando una falsa crisis de identidad. Yokohama siempre fue lo que fue, y lo sigue siendo: un puerto cruce de culturas y caminos.

Shimizu también gustaba de contrastar el entorno rural, con planos generales y panorámicos de gran serenidad, con los paisajes urbanos, casi desnudos pero vigorosos en su abstracción. No le importaba sacar el equipo a las calles y caminos, buscando la impresión perfecta. Son los interiores, sin embargo, los que poseen, de manera premeditada, una apariencia artificiosa como de cartón piedra.

Shimizu recurre a técnicas visuales imaginativas y desconcertantes para la época, dotando al film de un porte de modernidad clarividente. Hay una cualidad onírica en la fluidez acuática de su cámara, que sigue a sus actores como un pececillo, que además aporta frescura y cierto efecto de improvisación. Como si solo estuviera experimentando, haciendo desaparecer incluso a los personajes en el aire. Algunos planos son simples estampas de una belleza muy acorde con la sensibilidad actual, buscando inspirar más que describir.

No son las palabras de los personajes los que nos cuenta la historia, algo de esperar en una obra muda, tampoco los intertítulos; es el trabajo de la cámara y los actores el que transmite al público lo esencial. Shimizu es el aedo del Japón silente, al que le gustaba mostrar lo que sentían sus protagonistas con el mero plano de una calle vacía. Así el director nos iba regalando pequeñas piezas que ensamblar para conformar un relato de lo cotidiano rebosante, en realidad, de amor. Qué si no.

Shimizu no lo da todo mascado, el espectador también tiene que poner de su parte. Y a pesar de la gran cantidad de elementos occidentales que brotan sin cesar a lo largo del film, Chicas japonesas en el puerto es de un espíritu japonés inmaculado.

¿Recomiendo Chicas japonesas en el puerto? Por supuesto, aunque no es para todos los paladares. No se trata del típico triángulo amoroso que tanto se prodiga en los melodramas, tampoco es una película que busque deslumbrar. Es en su aparente sencillez donde reside su encanto, en la riqueza de detalles que seguro hará disfrutar a un buen ojo observador. Shimizu era un verdadero maestro con un método bastante particular, o al menos así se atisba. No debería haberse relegado de esta forma, es hasta un poquito indignante; y cuando una ya ha visto tres o cuatro de sus películas, empieza a lamentarse por todo lo que se ha perdido para siempre de su obra y que podría habernos maravillado.

Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

cómic occidental

¡Yo no soy Starfire!

Mi existencia parece un telefilme chungo de esos donde solo suceden dramones familiares, me gustaría que la racha se detuviera un ratico, porque estoy ya hasta el toto de hospitales y movidas médicas. Me gustaría recuperar una miaja de mi vida, y poder hacer algo más que joderme la espalda durmiendo en butacas de mierda o perseguir a los de radiología para que dejen de ignorar el volante que les han bajado hace una semana. Sería un detalle que la providencia, Lucifer, Odín, Avalokitesvara o lo que sea que esté al mando (si es que hay algo por ahí, porque lo dudo) se olvidara de mi culo una temporada.

Sí, necesito desahogarme.

Y ahora que he encontrado unas horas de solaz para mí misma, pues me he puesto a leer un tebeo que creo merece una reseña en SOnC. No porque lo considere bueno o malo, sino porque es intrascendente, ligero y completamente previsible. Ah, y con dibujitos de muchos colorines que alegran la vista. Y necesito mucha alegría estos días, camaradas otacos, pero mucha.

Se trata del cómic I am not Starfire (2021), publicado por DC Ink, la apuesta juvenil de DC. Un sello editorial cuyas obras van dirigidas, como bien imaginaréis, a un público más tierno que busque introducirse en el universo de Batman, Wonder Woman, Zatanna y compañía. I am not Starfire o Yo no soy Starfire verá la luz en España gracias a ECC a finales de este mes de abril, por lo que si tras leer la entrada os interesa haceros con un ejemplar en castellano, no habrá problemas.

Sus autoras no son unas desconocidas en SOnC, sobre todo en el caso de la guionista, Mariko Tamaki, de la que ya he hablado en varias ocasiones e hice reseña de su maravilloso This One Summer (2015), que podéis leer aquí. La dibujanta es la maravillosa Yoshi Yoshitani, a la que adoro por sus radiantes joyas multicolor. Ambas son norteamericanas (canadiense y estadounidense respectivamente) de origen japonés, y no son novatas en estas lides. De hecho, Tamaki ya lleva a sus espaldas dos Eisner, y ambas son bastante respetadas en su trabajo.

Y juntas realizaron este proyecto que, por otro lado, levantó ciclópeos tsunamis de odio, furia y abominación sin motivo real para tamaña inquina. La bilis segregada por las hordas de ultraofendidos y demás criaturas rabiosas fue bestial, solo como en estos tiempos de hipercomunicación y polarización se puede excretar. Resultó bastante ridículo, y movería a risa si no fuese también aterrador. No sé cómo se encuentra actualmente el debate sobre Yo no soy Starfire ni me interesa demasiado, pero la mayor parte de las críticas iniciales no destilaban más que veneno ad hominem, misoginia, homofobia y otros prodigios neuronales en la línea antiprogre. Con poca sensatez me he topado, la verdad. Así que, como bien comprenderéis, tenía que meterme en este berenjenal y sacar mis propias conclusiones.

Me gusta mucho Tamaki, soy lectora de cómics de superhéroes desde hace décadas (no solo de manga vive este cuerpo serrano, amiguis) y como fan de los Jóvenes Titanes de Marv Wolfman y mi muy querido George Pérez, no podía dejar escapar esta lectura. Por lo que, en cuanto he podido, la he devorado. Y sabiendo lo que es y a qué demografía va dirigida, tengo listo mi veredicto. Sin necesidad de forzar ni hígado ni vesícula biliar, por cierto.

Yo no soy Starfire parte de una premisa muy simple: nuestra idolatrada diosa tamareana, la princesa Koriand’r, tuvo una hija hace 17 años. Una preciosa niñita que se ha convertido en la típica adolescente rebeldona y majadera, que vive a la sombra de una madre superheroína, superpoderosa, supersimpática, superhermosa y que luce miniropa. Y ella es gordita, pecosa, se tiñe el pelo de negro, viste con ropajes oscuros y es una borde.

Para los que andéis un poco despistados, Koriand’r es Starfire, miembro del grupo de superhéroes Jóvenes Titanes, la cual apareció por primera vez en noviembre de 1980 en la colección de Los Nuevos Jóvenes Titanes, creada por Wolfman y Pérez. No quiero liar más la cosa, pero Starfire es un personaje muy estimado por los fans tanto por su chispeante y optimista personalidad como por su gran energía y belleza. Servidora también la aprecia mucho, aunque mi favorita de los Titanes siempre será por los siglos de los siglos Raven.

No es la primera vez que le adjudican hijos a Starfire, en universos alternativos andan por ahí realizando heroicidades Nightstar y Jake Grayson, vástagos de su relación con Nightwing, líder del grupo. Pero Mandy, el retoño de Yo no soy Starfire, es diferente. No sabemos quién es su papá, tampoco se dedica a salvar el mundo y resulta gruñona y repelente. Mandy es una gotiquilla quejumbrosa que se siente incomprendida.

Y con esta base se edifica el tebeo de Yo no soy Starfire, desde el punto de vista de una adolescente desubicada entre el rutilante mundo de su madre y el aburrido de un instituto de clase media estadounidense, donde sufre acoso desde varios frentes. No es una historia de superhéroes, es el diario de Mandy, sus experiencias y crecimiento personal.

Es un tebeo fuera de continuidad, independiente, que solo narra un cuento que ya hemos leído y visto en la tele y el cine billones de veces. Vamos, que si molesta, solo se tiene que ignorar porque no aporta nada nuevo en ningún aspecto ni para bien ni para mal. De hecho, para quienes estamos curtidos en temas de shôjo escolar, reconoceremos muchas de sus características tanto en el plano artístico (flores, estrellitas, la distribución de paneles, etc) como de guion (romance no correspondido, padres casi ausentes, foco en la vida estudiantil, etc). Quizá sea ese uno de los problemas con los que el lector de cómic de superhéroes se ha encontrado, un híbrido entre shôjo y tebeo occidental. Quizá, no lo sé, aunque no comprendería que pudiese resultar un escollo tan enorme.

Mandy lucha por encontrar su propia identidad, y en los torbellinos egocéntricos de sufrimiento adolescente está acompañada por Lincoln, su mejor amigo y que cumple su papel de apoyo moral no matter what. Y luego está su amor platónico, la rubia y popular Claire, adicta a las redes sociales. Los demás son el enemigo. Bueno, no tanto, pero la fuerte postura defensiva de Mandy convierte a todo aquel que desee acercarse a ella en un ente hostil (la mayoría de las veces con razón). Incluida su madre. Sobre todo su madre.

El contraste entre Starfire y Mandy es evidente, tanto en físico como talante, y esa oposición la trabaja con ahínco nuestra protagonista. Se esfuerza por resultar odiosa. Ella no es Starfire, ser su hija resulta sofocante por las lógicas expectativas que despierta, así que decide convertirse en una decepción antes de siquiera intentar nada. ¿Os suena? Sí, hay miles de obras que plasman este tipo de desazones entre la chavalería. Y las seguirá habiendo.

Mientras leía el tebeo, me preguntaba por qué Koriand’r hallaba tantos problemas a la hora de conectar con su hija, cuando ya tuvo que lidiar con dificultades de índole similar, aunque mucho más graves, con su mejor amiga Raven. Starfire aparece difuminada, aunque con su personalidad ingenua y feliz bien marcada. También el resto de cofrades titánicos se presentan de manera anecdótica pero, recordemos, esta es la historia de Mandy, Mandy la adolescente airada y triste, donde solo su ombligo es lo que importa. ¿Es este un relato tipo madre-hija? Aunque la intención pueda ser esa, la realidad es que en ese aspecto se encuentra bastante a medio cocer, la dinámica entre ellas resulta desmañada. Y escasa.

También es curioso que nos muestren a una Mandy ajena a su herencia tamareana, Koriand’r parece que se ha concentrado en procurar a su hija una vida y educación humanas, todo lo más normal y corriente posible. Starfire quiere, como toda madre, proteger a su hija de un legado feroz y belicoso, el de su planeta natal Tamaran; no quiere que Mandy sufra lo que ella ha padecido. Pero esto traerá a su vez sus propios problemas, aunque también supondrán el catalizador de cierta nada inesperada metamorfosis.

Yo no soy Starfire es un tebeo que comienza con parsimonia y va cogiendo velocidad hasta un final que intenta alcanzar un clímax que no llega nunca, porque ya conocemos su desenlace. De sobra. No hay sorpresas, no hay emoción, aunque sí un poquito de humor. Se trata de un cómic bastante normalito, aunque para nada la bazofia que otros han querido ver en él.

No todo lo que escriba Tamaki tiene que ser Skim (2008), del que toma algunos ingredientes, o Laura Dean keeps breaking up with me (2019), esta señora también tiene derecho a realizar proyectos menos relevantes incluso vulgares, como es el caso, y no pasa absolutamente nada. Yo no soy Starfire es la calma que otorga la medianía, sin sobresaltos pero que tampoco llega a aburrir. Se nota que ha intentado caminar de puntillas sobre un terreno que muchos fanáticos consideran sagrado, y ha querido ofrecer una obrita competente y estupenda para lectores jóvenes. Aunque para mí lo mejor de este tebeo ha sido, sin duda, el arte de Yoshi Yoshitani.

Los Titanes siempre han sido una explosión de movimiento y color, y es algo que Yoshitani ha respetado a rajatabla, y que además encaja con su propio estilo también. Pero si de algo encontramos influencia clara es de las series animadas Teen Titans (2003) y Teen Titans Go! (2013), que a su vez tomaron elementos del mundo animanga (no en vano estaba Glen Murakami detrás de los dos proyectos). Hay mucho de su desenfado y agilidad en Yo no soy Starfire, así como de su paleta eléctrica y vivaz.

Pero Yo no soy Starfire no es un tebeo de superhéroes, de ahí que las viñetas sean más estáticas y se centren en la narración de los sentimientos y decisiones de Mandy, no en cazar villanos a través del espacio. Quien busque eso no lo va a encontrar, ¿puede ser esa otra de las razones por las que haya decepcionado tanto a algunos este cómic? No lo sé, pero ni los avances que se hicieron del tebeo ni las ilustraciones previas daban a entender algo diferente de lo que es, no hubo engaño.

¿Recomiendo Yo no soy Starfire? Es una lectura amena aunque predecible, agradable pero con una protagonista, Mandy, en una etapa de la adolescencia complicada, por lo que puede ser difícil empatizar con ella. No fue mi caso, yo también fui una zagala gilipollas y malencarada allá por el Paleolítico superior, qué tiempos.

No es una obra maestra ni tampoco el mojón diarreico que otros se empeñan en señalar, es solo la historia de la típica mozeta desorientada que encima tiene la mala suerte de tener una familia famosa e hijoputesca. ¿Merece la pena? En mi opinión es una curiosidad que gustará a los seguidores de Tamaki, donde encontrarán reverberaciones de otros trabajos suyos; y teniendo en cuenta su público objetivo, no está nada mal.

Para los que conozcan el universo clásico de DC, les va a ofrecer otra perspectiva, completamente inofensiva y algo insípida, todo hay que decirlo, pero también con su punto de diversión y malicia. Nada del otro mundo, pero Yo no soy Starfire es un cómic bien ejecutado y chuli, lo que no se puede decir de la gran mayoría de tebeos que pululan actualmente por las librerías.

Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

manga

Nieve Roja de Susumu Katsumata

Este pasado 2022 nos ha dejado varias novedades editoriales en España bastante jugosas, estoy encantada. Pero lo que no me tiene tan entusiasmada es el vacío de mis bolsillos, por lo que no he podido hacerme físicamente con todo lo que me habría gustado. Así que he tenido que seleccionar con cuidado mis lecturas para poder tener algo en el frigorífico también, y una de ellas ha sido esta Nieve roja de Susumu Katsumata (1943-2007).

La verdad es que, a la chita callando, la editorial Gallo Nero se está haciendo con un pequeño catálogo de gekiga en su colección Gallographics bastante interesante, de hecho diría que imprescindible, pues han ido eligiendo títulos con sumo esmero entre autores como mi amado Seiichi Hayashi, Yoshihiro Tatsumi, Masahiko Matsumoto o Yoshiharu Tsuge. Y este pasado 2022 han brillado con especial fulgor Flores Rojas de Yoshiharu Tsuge y, por supuesto, Nieve Roja, que en 2005 ya se había llevado el premio de la Asociación de Dibujantes de Cómics de Japón. Fue todo un éxito entre lectores y crítica en su tierra, lástima que Katsumata solo pudiera disfrutar de las mieles de la popularidad un par de años más, un melanoma se lo llevó por delante.

En 2008 fueron Éditions Cornélius los que se atrevieron a sacar Akai Yuki o Neige Rouge fuera de Cipango, en 2009 fue la canadiense Drawn & Quarterly, luego siguieron Coconino Press en Italia en 2018 y Reprodukt en Alemania en 2021. Y en noviembre de 2022, por fin, en España, con una edición sobria y elegante, Gallo Nero publicó Nieve Roja, que además contiene un prólogo estupendo de Paolo La Marca, profesor de lengua y literatura japonesas en la Universidad de Catania, y responsable de la colección de manga de la editorial italiana Coconino Press antes mencionada. La traducción ha corrido a cargo del prestigioso tándem formado por Yoko Ogihara y Fernando Cordobés.

El mangaka, Susumu Katsumata, no fue como el resto de los maestros del gekiga, que se inspiraban en la sordidez de los ambientes urbanos o el noir cinematográfico. Sí tenía en común con ellos la inquietud de plasmar el drama de la realidad cotidiana, alejarse del cómic de entretenimiento para acceder a una perspectiva superior, más amplia pero también más severa. Sin embargo, a Katsumata, al menos así deja traslucir en esta Nieve Roja, le atraían más los paisajes de su niñez en la agreste región de Tôhoku.

Susumu Katsumata fue hijo ilegítimo, su padre no quiso saber nada de él ni de su madre, y se casó con otra mujer. Con seis años quedó huérfano y fue criado por su tía. No sabemos si tuvo una infancia feliz, pero probablemente todas estas circunstancias lo marcaron de alguna forma. Cuando terminó sus estudios secundarios, acudió a la Universidad de Educación de Tokio, donde estudió Física y realizó un posgrado en física nuclear. Sin embargo, fue con 23 años cuando supo que su carrera se encontraba en las artes, haciendo su debut con varios 4-koma en la Garo, en 1966. A partir de entonces comenzó a colaborar con más publicaciones, donde sobre todo realizaba ilustraciones y portadas, aunque también dibujó sus primeros mangas.

Fue con el paso del tiempo que halló su propio camino estilístico, sobre todo a partir de 1969. Fue entonces cuando decidió buscar otra senda, la suya, que consistió en expresar la dureza que caracterizaba al gekiga a través del lirismo de la vida rural, otorgando más peso a las experiencias personales y la relación íntima de sus personajes con la naturaleza. Katsumata hacía poesía con sus pequeños relatos, pero sin amansar la violenta esencia del hombre, que plasmaba sin disimulos.

Esta Nieve Roja es una antología que compila 10 relatos que fueron publicándose en su mayoría en la revista Manga Goraku entre 1976 y 1985. Son muy variados, aunque todos tienen en común el Japón rústico de mediados de la era Shôwa. Un Japón nacido de su memoria, un Japón donde fantasía y crueldad se mezclan, como en los recuerdos de un niño. En carrusel giran en torno a sus historias criaturas como los kappa, las yuki-onna, yûrei y astutos mujina; pero también maltratadores, prostitutas, monjes lascivos o ancianas violadas.

Se trata de narraciones despiadadas en muchos aspectos, sobre todo desde nuestra mirada del s.XXI, pero que no dejan de reflejar la realidad de un Japón que ya dejó de existir, solo quizás sobreviviendo perdido en las brumas de la memoria de unos pocos, y en las páginas de este manga. No deja de llamarme la atención tampoco la ferocidad a la que son sometidas las mujeres de manera corriente, y con qué normalidad la aceptan, aunque en ocasiones consumen sus pequeñas venganzas. Cosas del patriarcado.

Los nombres de los relatos son «Hanbei», «La cuesta de los grillos», «Torajiro Kappa», «Funeral para gansos salvajes», «Historia de una bolsa», «Las moras», «Espectro», «Kokeshi», «El espíritu del sueño» y «Nieve roja». Son independientes y autoconclusivos, pero tienen en común el sexo, la muerte, el amor a la naturaleza de Katsumata y la presencia de lo sobrenatural, que forma parte de lo cotidiano. Hay también un viento de nostalgia que lo agita todo.

Y en esta atmósfera de primitiva melancolía, también hay lugar para un más allá, encarnado en la isla de Sajalín (cuando todavía era la japonesa Karafuto), susurrando sobre lo lejano, lo remoto de donde no se suele regresar. Los protagonistas son personas normales y corrientes del campo, y quizás por esa sintonía con la tierra y el mar, viven a la merced de emociones tan primarias como honestas, aunque no por ello morales.

Las historias son narradas con sencillez, casi como si fueran cuentos infantiles, pero si se releen aparecen nuevos matices que antes se habían pasado por alto. Una metáfora por ahí, un detalle en una viñeta por allá… desde luego Katsumata poseía una sutileza que lo diferenciaba de manera muy obvia de otros autores del gekiga. Es el más cercano de ellos al mundo literario como tal, recreándose en la frontera de la ilusión y una cruda objetividad.

Nieve Roja debe paladearse con lentitud, una lectura rápida no comunicará gran cosa, salvo los dislates y supersticiones de unos pueblerinos olvidados en el norte de Japón. Y a pesar de todas las brutalidades que Katsumata relata, se advierte el cariño con que representó a sus viejos paisanos.

Y no me olvido del arte en sí, no. El dibujo de Katsumata es engañosamente simple, como los Pixies. Por un lado parece ingenuo, casi cómico, rozando lo ordinario; y luego descubres su trazo preciso y delicado, rico en pormenores y gran expresividad. Trabaja bastantes temas, y muestra lo bello, lo feo, lo atroz y lo bondadoso con dulzura, pero una dulzura que no evita el leñazo de realismo destemplado.

¿Recomiendo Nieve Roja? ¡Vaya pregunta! ¡Pues claro! Es historia del manga, un clásico. Solo espero que otras obras suyas, de temática antinuclear y que ya se han traducido a otros idiomas, no tarden en llegar al español demasiado.

Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

cine, ZhongGuo

El último emperador

El domingo 11 de diciembre tenía una cita. Llegué tarde, pero acudí. Ryûichi Sakamoto emitía en streaming el que se anunciaba como su último concierto. Yo ya sabía que se encontraba fastidiado de salud, pero imaginaba que sería una estrategia de mercadotecnia como las que se usan de manera habitual en el mundo de la música. Por poner unos ejemplos, Aerosmith o Kiss llevan despidiéndose de los escenarios más de veinte años. Y ahí siguen.

Sin embargo, lo de Sakamoto va en serio. Y lo supe nada más oírlo tocar. Luego me di cuenta de que las piezas estaban interpretadas en momentos diferentes, y deduje que su estado físico no le permitía realizar un concierto ininterrumpido completo. Fue una actuación impecable, como no podía ser de otra forma, pero sentí mucha tristeza. Mucha. Se nos está yendo delante de los ojos. Y admiro su enorme profesionalidad, esta ha sido una despedida elegante y cortés para su público. Todo un señor Sakamoto, todo un MÚSICO, así, en mayúsculas.

De modo que, profundamente agradecida por su esfuerzo y trabajo, quiero dedicarle esta entrada. Un homenaje en vida, deseándole luz, paz y amor. Y lo hago escribiendo una pequeña reseña sobre la obra que le valió un Oscar de la Academia, la banda sonora de la película El último emperador (1987) de Bernardo Bertolucci. En ella también participó David Byrne y Cong Su, aunque el grueso de las composiciones fueron suyas. Asimismo, Sakamoto apareció en el film representando a Masahiko Amasaku, militar revoltoso y malvado director de la Asociación de cine de Manchukuo.

¿Es esta la mejor obra musical de Sakamoto? No me veo capaz de evaluar algo así, pero sin duda es la más reconocida. Ya escribí aquí sobre su trabajo en Merry Christmas, Mr. Lawrence (1983), que también es maravilloso, pero siguiendo la estela de dos entradas previas (La Presa de Nagisa Ôshima, Hierba) que tienen la Guerra del Pacífico (1937-1945) como telón de fondo, he elegido esta película que se desarrolla en China. Mismo contexto, mismo Japón haciendo de las suyas, diferentes países.

El último emperador, como el nombre indica, trata sobre el último emperador de China, el decimoprimero de la dinastía Qing 大清 (1636-1912). Su nombre era Aisin-Gioro Puyi (1906-1967) y su título oficial (年号) Emperador Xuantong. La Qing fue una dinastía de origen manchú como su predecesora, la Jin 金 (1616-1636), por lo que fue y ha sido considerada extranjera, como la Yuan (1271-1368), fundada por el mongol Kublai Kan, nieto de Gengis Kan. Actualmente, los manchúes son una minoría étnica cuya cuna ancestral es la Manchuria histórica (东北平原) y son tan chinos como lo puedan ser los zhuang, los miao o los han. Hay más de 50 grupos étnicos diferentes en China. Sin embargo, en otros tiempos eran percibidos como foráneos, ya que no pertenecían a la etnia mayoritaria, la han; y no contaban con demasiadas simpatías porque tampoco permitían acceder a puestos de administración a los que no fueran manchúes.

Puyi fue un hombre al que le tocó vivir una etapa de la historia bastante agitada, tanto en su país como a nivel mundial y, a pesar de ser considerado el Hijo del Cielo (天子) o el Señor de los diez mil años (万岁爷), una verdadera divinidad en la tierra, fue un soberano sin poder real. Llegó al trono designado por su tía la emperatriz viuda Cixí (1835-1908), que ya de por sí merecería una entrada aparte en SOnC, heredando un país sumido todavía gran parte en el feudalismo, a pesar de los bandazos que dio Cixí por intentar modernizarlo.

La Restauración Meiji (1868) había resultado un éxito en Japón, pero las circunstancias de China resultaban muy distintas. Las Guerras del Opio, los tratados desiguales con países extranjeros, la humillante derrota en la primera guerra chino-japonesa (1895), el fracaso de la Reforma de los Cien Días (1898) del emperador Guangxu, provocado por el golpe palaciego de Cixí, el Levantamiento de los bóxers (1900) y un rampante sinocentrismo impedían que China pudiera convertirse en un auténtico estado moderno, capaz de hacer frente al resto de potencias del planeta. Además este posible progreso no convenía ni a la Alianza de las ocho naciones ni a los conservadores del gobierno imperial chino, que veían peligrar sus regalías y corruptelas.

La emperatriz viuda Cixí circa 1890

Y con solo dos años y 10 meses, tras la muerte por envenenamiento con arsénico de Guangxu y justo dos días después de la de Cixí, el pequeño Puyi ascendió al trono de China en 1908, siendo obligado a abdicar solo cuatro años después. Se le mantenía como una reliquia viviente en la Ciudad Prohibida (紫禁城) sin poder salir, rodeado de más de 1500 eunucos, cientos de funcionarios, consejeros, guardias y los restos de la antigua corte imperial. Como en una cápsula del tiempo, Puyi creció y fue asistido de manera arcaica hasta la llegada del que sería su tutor, Reginald Johnston, viviendo de manera muy distinta a lo que se cocía al otro lado de los muros de la Ciudad Púrpura. Durante su vida sucedieron eventos como el nacimiento de la República de China (1912-1949), el Movimiento del 4 de mayo (1919), la Guerra civil china (1927-1936/1945-1949), la Guerra del Pacífico, la Invasión japonesa de Manchuria (1931), la Segunda guerra chino-japonesa (1937-1945), la Masacre de Nanjing (1937-1938), la Revolución Comunista (1949) o el inicio de la Revolución cultural (1966-1976).

No quiero ni imaginar cómo se las tuvieron que arreglar para comprimir todos estos acontecimientos en una sola película, lo que debieron de cavilar para que no pareciese un documental. ¡Y teniendo en cuenta además que su público objetivo, el occidental, era (y es) bastante ignorante respecto a la historia de Asia Oriental! Porque todo lo enumerado y más es lo que narra El último emperador, y su premisa, además de compleja, era ambiciosa, pues pretendía encima rodar lo acaecido en los escenarios originales. Y lo consiguieron.

En esa época la Ciudad Prohibida estaba cerrada a cal y canto. Fue gracias a la pericia del gran Jeremy Thomas, productor de la película (también de Merry Christmas, Mr. Lawrence, The naked lunch o Crash) que se logró semejante hito. Y no solo eso, sino que el gobierno chino colaboró con cientos de soldados, expertos… y miles de técnicos y 19.000 extras. Por aquel entonces los efectos digitales estaban en pañales y si se necesitaban masas de gente, se rodaban masas de gente. Y si algo tuvo El último emperador fueron medios en todos los aspectos. Todos. Cuatro años de proyecto descomunal llevado a cabo sin la intervención de ninguna major, solo la productora independiente de Thomas, Recorded Picture Company.

Y Bertolucci, por supuesto, contó con la siempre magnífica fotografía de Vittorio Storaro, que se llevó el Oscar, por cierto. En realidad El último emperador ganó 9 Oscars en 1988, fue la gran vencedora en un año, también hay que reconocerlo, un poco flojillo. Sin embargo, lo que resulta innegable es que esta película es grandiosa en el aspecto visual. Los escenarios, la dirección artística, el vestuario, la fotografía… son fastuosos e impresionantes incluso para los parámetros del s. XXI, que a golpe de ordenador nos deja patidifusos en la butaca.

El último emperador también recibió el Oscar al mejor guion, escrito por Mark Peploe y el mismo Bertolucci, que fue basado en la autobiografía de Puyi From Emperor to citizen (1960) o 我的前半生 (literalmente «la primera parte de mi vida»), y Twilight in the Forbidden City (1934) de Reginald Jonhston. Como todo film de estas características, la adaptación tuvo sus dificultades. Y a pesar de que el Gobierno chino puso sus condiciones y echó un vistazo al guion, la perspectiva histórica es bastante equilibrada, sin injerencias escandalosas. Es cierto que existen ciertas licencias, pero los sucesos fueron los que se plasmaron en la película.

La personalidad de Puyi fue suavizada, pues era conocido por su ánimo caprichoso y sádico; algo que no es de extrañar dada la crianza que tuvo sin disciplina ni conciencia de lo que eran los límites. Fue educado como un dios viviente, recordemos, aislado y sin figuras de autoridad. La llegada de Reginald Jonhston, contratado por el gobierno de la república China de entonces, que deseaba ofrecer al joven Puyi una educación moderna, aplacó un poco sus tendencias despóticas y le enseñó a trabajar su perspicacia; le abrió las puertas al conocimiento del mundo, donde los occidentales se presentaban como el epítome de la civilización y prosperidad.

Sin embargo, Johnston también era un conservador monárquico a ultranza, lo que terminó de enraizar en Puyi la idea de que un estado republicano siempre iba a ser deficiente comparado con el de un soberano coronado. Y, por supuesto, profundizó la noción de que era superior al resto de la humanidad: él era el Hijo del Cielo, él era el Emperador Xuantong 宣统皇帝. Johnston dirigió la atención de Puyi hacia Japón, donde compartían su concepción sobrehumana de la monarquía. Esto no iba a beneficiarlo en absoluto, más bien su talante antojadizo, vanidoso y, por ende, débil lo convertían en una pieza del tablero muy apetecible para los grandes poderes, fácil de manipular. Y así obraron los japoneses, utilizando a Puyi para sus propios intereses.

El último emperador comienza en 1950, cuando Puyi es trasladado al Centro de Gestión de Criminales de Guerra de Fushun, en la provincia de Liaoning, puerta de entrada a la Manchuria histórica. Ahí, tras un intento de suicidio, será reeducado y cumplirá condena por colaborar con los invasores nipones y traicionar a su país. En esos momentos personifica todo lo que la nueva China quiere cambiar.

Puyi llamará la atención del gobernador de la prisión, interpretado por un fantástico Ying Ruocheng, que hará todo lo posible por reformarlo y ayudarle a buscar un propósito como persona. Para ello, le es requerido, como al resto de prisioneros también, que escriba un diario de su vida, confesando sus crímenes.

A partir de ahí, usando una técnica narrativa desarticulada in medias res y con constantes analepsis, la película irá desarrollando su argumento. Desde la llegada de niñito a la Ciudad Prohibida, separado de su familia y donde su único refugio emocional sería la nodriza Ar Mo, hasta su fallecimiento, durante la Revolución cultural. A los ocho años le arrebatarán a su nodriza, a causa de la relación erótica que observan entre ellos las consortes del antiguo emperador. Pero la llegada de su hermano pequeño, Pujie, hará más tolerable su desaparición, aunque también supondrá el primer golpe con la realidad: él no es el emperador de China, él no gobierna ningún país y su poder no va más allá de los muros de la Ciudad Púrpura.

En el momento en el que China era una república y la humanidad se había adentrado ya en el s.XX, yo todavía estaba viviendo como un emperador y respirando el polvo del s. XIX.

From Emperor to citizen, Aisin-Gioro Puyi

Reginald Johnston también supondrá una cascada de pequeñas revoluciones en la vida del joven Puyi, como la bicicleta, el uso de anteojos y, ya después de casarse, el acto de cortarse la coleta. Por cierto, la interpretación de Peter O’Toole, que le brinda un toque sarcástico y picante al personaje, es estupenda.

La muerte de su madre, a la que no permitirán ver, significará el fin de la infancia y el conocimiento innegable de que es un prisionero. Como adolescente, Puyi buscará escapar de la Ciudad Prohibida y huir a Oxford, donde se educó su tutor, lejos del sistema obsoleto y corrupto que lo mantiene atrapado. Más adelante, deseará gobernar pero con la aspiración de reformar y modernizar el país. Así que, para empezar, decide auditar todo lo que se encuentra en la Ciudad Púrpura para saber cuánto posee y cuánto le han robado a lo largo de los años. Pero los eunucos, viéndose expuestos, incendian la tesorería, y Puyi acaba expulsándolos.

El paso a la adultez vendrá cuando lo despachen de la Ciudad Prohibida en 1924, tras el golpe de estado de Feng Yuxian. Este señor de la guerra no veía utilidad en mantener a un emperador aunque fuese en el formol de la Ciudad Prohibida. No lo consideraba ya un símbolo de unión en China, más bien al contrario; de modo que le arrebató sus privilegios y lo convirtió en un ciudadano común y corriente. Puyi y sus dos esposas, la emperatriz Wanrong y la consorte Wenxiu, con parte de su servidumbre y una fortuna personal cuantiosa, dejaron atrás una existencia sin preocupaciones en la jaula de oro más grande jamás construida; y se lanzaron de cabeza a otra de despilfarro, extravagancias y holganza bajo la protección de Japón en Tianjin. Adoraban todo lo que procediera de Occidente, desde los chicles hasta las aspirinas, incluso se hacían llamar Henry (Puyi) y Elizabeth (Wanrong).

Wenxiu se divorció de Puyi, un completo escándalo pues ninguna esposa había osado antes jamás divorciarse de un emperador, y a partir de ese momento todo fue cuesta abajo. Wanrong, interpretada por una soberbia Joan Chen, se hizo adicta al opio bajo los auspicios de la espía Dongzhen o Joya Oriental, princesa manchú y prima de Puyi, pero criada en Japón desde niña. Se trata de otro personaje histórico en verdad interesante del cual algún día me gustaría escribir.

Esta etapa de la vida de Puyi fue especialmente sórdida en la realidad, sin embargo Bertolucci y Peploe decidieron atemperar ciertas particularidades sin restarle dureza a los hechos históricos.

El último emperador nos cuenta la historia de una personalidad de gran trascendencia que en pocas ocasiones fue amo de su propia vida. Fue una marioneta, un peón, un rehén de su posición, obnubilado por delirios de grandeza que no tenían ya lugar en el mundo. Aprendió la lección tarde, aunque no tanto como su homólogo Hirohito.

Existen claros paralelismos entre su vida en la corte imperial y la posterior China maoísta. De un sistema anticuado, corrupto y absolutista, pasa a otro nuevo, igualmente enviciado por su burocracia y autoritario también. Y en ambos es un cautivo sin capacidad de decisión. Puyi es un personaje claramente pasivo, y no es consciente de su auténtica condición hasta la manifiesta traición japonesa. Es entonces cuando descubre lo que ha sido su vida, y el desengaño lo conduce al sometimiento. Tiene que aprender de nuevo, tiene que reconstruirse como ser humano.

No hay demasiadas sorpresas en El último emperador, es una crónica de desenlace conocido e ineludible; una biografía de un personaje en el centro del huracán, inmóvil, solo siendo capaz de ver los acontecimientos girar, girar y girar mientras su vida es consumida por otros. Y resulta una buena introducción a la historia de la China moderna también.

¿Recomiendo El último emperador? Sí, pero no la versión extendida, huid de ella. No ofrece información de relevancia y rompe por completo el ritmo del film.

Bertolucci desplegó en esta obra todas sus habilidades y recursos adquiridos a lo largo de los años de experiencia cinematográfica, y el resultado fue (es) apabullante. Se atisba El conformista (1970) con total claridad en su metraje, así como Novecento (1976), dos de sus trabajos más esclarecidos. Logra que entendamos a su protagonista, aunque no necesariamente con empatía, y tiene un final bonito.

Quizás resulte a los ojos del presente un poco acartonado y denso, pero sigue siendo cine del grande, del que ahora rara vez se hace. El último emperador fue una empresa arriesgada y ambiciosa, ¿consiguió lo que perseguía? Desde luego, con holgura. No es solo que le tenga cariño porque mi madre me llevó al cine a verla (no me enteré de nada, era una cría) y a partir de entonces se convirtiera en uno de los visionados obligatorios en casa, sino que es una película que enseña, y se aproxima al eterno «peligro amarillo» para descubrirnos que todos somos seres humanos (la sinofobia es muy real, amiguis).

Va por ti, Sakamoto.

Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

manga

El hombre motosierra

«¿Qué manganimes están petándolo ahora mismo?»

Esa fue la pregunta que me hice después de aterrizar en el blog. Quería ponerme un poco al día, así que husmeando como auténtico Perdiguero de Burgos, me tropecé una y otra vez, una y otra vez, UNA Y OTRA VEZ con este tebeo: Chainsaw Man de Tatsuki Fujimoto. Así, de buenas a primeras, me pareció la típica becerrada shônen para adolescentes con el cerebro hiperhormonado tan espeso como un botillo berciano. Vamos, el típico hype que se esbafa como la gaseosa. Pero no, no ha sido el caso.

Y es que, lo primero que me viene a la cabeza cuando oigo la palabra «motosierra» es la imagen de mi padre con su vieja husqvarna cortando leña. Cosas de pueblo, qué le vamos a hacer, soy rural. Así que por una cuestión completamente personal y aleatoria, este tebeo contaba con mis simpatías, además de que la portada del primer número me pareció tan Sienkiewicz que la tentación era demasiado fuerte para dejarlo pasar. Por lo que me sumergí en su lectura.

Sé que hace nada ha terminado de emitirse el anime de este tebeo, además en manos de MAPPA, estudio que a mi compi Treintañera Pauutopía le gusta mucho como podéis leer aquí; pero no lo he visto ni tengo intenciones de hacerlo de momento, por lo que esta reseña amorfa se centrará en el manga. No he leído tampoco nada del autor, Tatsuki Fujimoto, de modo que carezco de referencias (parece que Fire Punch pegó tan fuerte como para que Norma lo publicara en España), así que no podrá ser tan completa como me gustaría, y se basará en impresiones puras y duras venidas de lo más hondo de mis tripas. Para empezar, hay una auténtica locura desatada con este manga, tiene detractores destructivos y fanáticos fervorosos, un poco como si se tratase de la Virgen del Pilar el asunto, poco término medio. Y ese tipo de polarizaciones siempre llaman mi atención.

Chainsaw Man comenzó a publicarse en diciembre de 2018 y, a pesar de un hiato que finalizó una primera etapa argumental, sigue en curso desde este verano en la Weekly Shônen Jump. Ha sido premiado en un porrón de ocasiones, y en España es Norma Editorial la que ha apostado por este el segundo megahit de Tatsuki Fujimoto. Por ahora van 12+1 tomos con traducción de Judit Moreno.

El mangaka nos introduce en una tierra alternativa donde la Unión Soviética, por ejemplo, continúa al pie del cañón; un mundo parecido al nuestro pero, a la vez, muy diferente, sobre todo porque está infestado de demonios. Demonios del Infierno. Estos demonios viven y se nutren principalmente de los miedos de la humanidad. Pueden tomar formas estrambóticas de los terrores humanos, véase cuchillos, lobos, tiburones, pistolas, bombas y sí, motosierras. Y cuanto más miedo generen esas formas, más poderosos son los demonios que las poseen. Estos demonios también pueden realizar pactos con humanos: a cambio de lo que solicite el demonio, el humano obtiene ciertos poderes y habilidades. Es importante recalcar que los demonios pueden morir, pero son en realidad casi inmortales. Si se consigue aniquilarlos, descienden al Infierno regresando al poco tiempo de nuevo a la tierra.

Hay demonios amistosos, hay demonios antipáticos, hay demonios aburridos y hay demonios cabrones, muy cabrones. De ellos se hace cargo en Japón el Departamento de Cazadores de demonios, con trabajadores especialmente formados para mantener la seguridad, el orden y… exterminar. ¿Por qué están los demonios en la tierra? Buena pregunta. Surgen muchos interrogantes respecto a la construcción del mundo de Chainsaw Man, y no son respondidos demasiado bien. De momento. Se trata de un manga abierto, quizá más adelante Fujimoto-sensei desvele algunas incógnitas.

La historia comienza con Denji, un adolescente que lleva una vida miserable, ni siquiera ha ido al colegio. Tras la muerte de su padre, hereda sus deudas con la yakuza, que lo explota haciéndole cazar y matar demonios. Con una existencia así de triste, cualquiera habría podido comprender que deseara tirarse por un puente, pero Denji es un muchacho optimista, bastante inconsciente e infantil; su día a día se hace más soportable gracias a la compañía de su fiel perro-demonio Pochita. Sus aspiraciones y sueños son muy básicos: comer hamburguesas, salir con chicas, videojuegos… propios de su edad pero de los que no ha podido disfrutar todavía en su corta existencia.

Sin embargo, la yakuza sigue siendo yakuza, y Denji se está convirtiendo en un estorbo, así que deciden matarlo. Ya sus restos desperdigados en la basura entre los de su perrito Pochita, este con su último aliento elige darle su corazón a cambio de sus sueños, y así logra revivirlo. Pero Denji no retorna igual, sino convertido en el hombre motosierra: Chainsaw Man, una poderosa máquina de matar.

Un engendro como él no puede campar a sus anchas y sin control por el país, de modo que el Departamento de Cazadores de demonios pronto lo localiza y Makima, la jefaza de mirada turbia, le ofrece dos alternativas: morir o ser su mascota, trabajar para ella. La elección es clara, Denji no duda en demasía. Y a partir de entonces, comenzará a cimentar lo que será su familia con miembros del Departamento, compañeros con bastantes problemas mentales y caracteres difíciles. Así conocerá a la borrachuza de Himeno, la insoportable de Power o el estirado de Hayakawa (mi predilecto) entre otros. Por supuesto, será un devoto admirador de Makima y, poco a poco (muy poco a poco) irá madurando. Trabajando en la caza y erradicación de demonios descubrirá mucho de sí mismo y el mundo. No obstante, el personaje es un completo anormal, el gran tarado entre tarados, y esa personalidad suya de una puerilidad hiperbólica se revelará al final como su salvación.

Chainsaw Man es un manga pleno de fanfarronadas que nos recuerdan que estamos ante una comedia negra que se autoparodia a sí misma. Cliché sobre cliché sobre cliché para formar un everest de disparates que solo pueden conducir a la hilaridad o al hastío. En mi caso no pude parar de reír. Si el título, el género y el protagonista nos remiten de manera obligatoria a The Texas Chain Saw Massacre (1974), conforme se va leyendo el tebeo el asunto vira más hacia los patanes de Jackyl y sus solos de motosierra en The Lumberjack. Y para que comprendáis en toda su dimensión los abismos de demencia que se alcanzaron en los 90, os dejo por aquí el vídeo musical de la alhaja en cuestión, donde siembran el terror entre sillas y mesas.

No me estoy burlando de Chainsaw Man, conste en acta. Jackyl son unos gañanes sureños entrañables, y creo que algo similar me hace sentir este manga. Se le coge cariño. Y es que este tebeo tiene mucho de estadounidense, no obstante. Toda esa glorificación de la violencia y aire jactancioso de los personajes recuerda mucho al cine de Tarantino, de hecho Reservoir Dogs (1992) o Kill Bill (2003-2004) es una fuente de inspiración muy clara que, a su vez, se nutre de otras obras japonesas como Branded to kill (1967) o Battle Royale (2000).

En realidad todo esto nos dice que Chainsaw Man es una obra de lenguaje visual muy cinematográfico, tanto en su dinámica como en su arte. Las escenas de acción, abundantes y sangrientas, hierven de vigor; el movimiento de viñeta a viñeta casi emula fotogramas, los borrones de desplazamiento son energía cinética pura. Y, como se percibía en la portada del primer número, el diseño del protagonista es 100% Sienkiewicz, aunque su influencia se deja notar también en el resto del manga.

El elenco de personajes es variopinto y abundante, van desfilando como soldados pero con un temperamento definido que invoca arquetipos y características ya bien conocidos por los seguidores de la demografía. Es fácil simpatizar con algunos, sobre todo si tardan en morir; y si ya toman su inspiración en Hellblazer, como es el caso de Kishibe, pues a gozarla. Que tiene bastantes cosillas de Constantine también Chainsaw Man, por si se me había olvidado comentarlo.

Las figuras femeninas fuertes y dominantes están dotadas de una potente carga sexual (qué novedad) que dirigen sus pertrechos casi en exclusiva al protagonista el cual, como buen adolescente, está más salido que el pico de una plancha. Recuerden, esto es un shônen que se recrea en sus tópicos más burdos para estirarlos hasta su tensión máxima de elasticidad, soltarlos y que arreen de pleno en la cara.

Pero Chainsaw Man, entre carcajadas de descuartizamientos, trata temas muy oscuros y aberrantes, y no solo porque pululen demonios por doquier. Hay abuso infantil, pedofilia, manipulación psicológica y un largo etcétera de traumas y barbaridades que asoman su hocico con el disfraz de shônen disparatado. Su epidermis de grueso bizarrismo, que se revuelca con placer en el cieno de lo grotesco y lo surrealista, oculta en realidad un monstruito rebosante de melancolía y nostalgia, quién lo iba a decir. Aunque pueda pasar desapercibido si no se presta atención.

¿Recomiendo Chainsaw Man? Pues… no sé. Yo me he divertido bastante leyéndolo, no considero para nada que sea mal tebeo, pero tampoco me ha impresionado. Me gustan sus vueltas de tuerca, la sangre a borbotones y el humor negro; disfruto con los guiones enloquecidos y ese beso-vómito tiene ya un lugar especial en mi kokoro. Sin embargo, a pesar de su desparpajo y velocidad impetuosa, es una melodía que ya he oído en otras ocasiones, haciendo que el impacto sea menor. Y es un trabajo que depende mucho de eso, de su efectismo, ya que la arquitectura de su universo resulta algo confusa, desdibujada, y se echa de menos más profundidad en la perspectiva, más detalles que brinden verosimilitud y no solo una excusa para crujir a hostias. Por mi parte, me planto en el capítulo 97 y no proseguiré más. Me quedo como estoy.

Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

anime

Auge y caída de los Heike

Como llevo tanto tiempo desconectada, se me han pasado por alto muchos tebeos, películas y series, pero ya estoy poniéndole remedio. Del año 2021, que en un primer vistazo paréceme un pavo relleno de muchas cositas deliciosas, Heike Monogatari es lo que más me ha llamado la atención. ¿Anime histórico y encima de la era Heian? ¿Adaptación de la obra épica del mismo nombre? ¿Pero cómo voy a ignorar esta extravagancia en el océano uniforme de soporíferos slice of life, babosadas moe o shônen encabritados? ¡Esto hay que verlo pero ya!

La verdad es que no se prodigan demasiado los anime del periodo Heian, y mucho menos dedicados a la literatura, así que este Heike Monogatari lo podríamos emparentar con trabajos anteriores como Genji Monogatari Sennenki (2009) o Chouyaku Hyakunin Isshu: Uta Koi (2012), de los que he escrito en alguna ocasión ya en el blog. Así que se puede intuir qué acento va a predominar en la serie, muy alejado de las obras comerciales de quemar y olvidar que suelen saturar las diferentes temporadas animescas. Y como sus dos predecesoras, exigirá del espectador gaijin unos mínimos de cultura japonesa, así como un profundo respeto hacia ella, lo que extrae de la ecuación a 3/4 partes del otaco promedio. Y aun teniendo unas nociones básicas, Heike Monogatari no será un plato de gusto popular, porque está enfocado ante todo hacia el público japonés. Quizá me estoy adelantando un poco en la reseña, pero tampoco está de más advertir desde un principio lo que nos vamos a encontrar. Como gatos, vamos a encontrar gaticos

Porque también es cierto que podrían haber orientado este anime a la acción, los desmembramientos y las cruentas batallas que se relatan en la obra literaria, pero no. La dirección de Heike Monogatari cayó en manos de Naoko Yamada, una mujer que se hizo todo un señor nombre gracias a su trabajo y esfuerzo en la trágicamente desaparecida KyoAni. Se puede considerar este su primer trabajo después de la hecatombe, y de momento parece bastante comprometida con Science SARU. Ojo, que hayan sido estos estudios los responsables de Heike Monogatari también es un aviso de que el producto no va a seguir el camino más transitado.

Yamada otorgará a este anime una mirada especial, diferente, aunque completamente respetuosa con el alma de la época. Pero debemos aclarar que Heike Monogatari es una adaptación de otra adaptación a su vez, la novela de Hideo Furukawa, que procuró trasladar al japonés moderno este cantar de gesta. Los que conozcáis la obra literaria original no hace falta que os diga que se trata de una creación grandiosa que difícilmente va a poder condensarse en 11 capítulos de animación. Pero, oigan, que lo han intentado, y el resultado no les ha quedado nada mal.

Yoritomo del clan Minamoto, vencedor de las Guerras Genpei (1180-1185) y primer shôgun de la historia, fundador del shogunato Kamakura.

Si os interesa la obra original en castellano, Satori (benditos sean) publicó una edición monumental que merece mucho la pena. Se trata de un imprescindible de la literatura japonesa, equivalente al Cantar del mío Cid, Beowulf, la Ilíada o el Cantar de Rolando, todos clásicos occidentales. El Cantar de Heike es un poema épico del s. XIII que nació para ser recitado, y así fue creciendo y sobreviviendo en la boca de los monjes ciegos que con su biwa iban recorriendo el país cantando y narrando el auge y la caída del clan Heike. El Cantar de Heike, de hecho, es la fuente documental más importante que tenemos de las Guerras Genpei, donde los Heike y sus seguidores fueron exterminados.

La obra literaria no tiene un autor; como la mayoría de este tipo de literatura, es anónima. Es el resultado de una larga tradición oral, un aglutinado de diferentes versiones que muestran en realidad una autoría colectiva. La compilación más antigua pertenece al monje Kakuichi, y es de 1371. El Cantar de Heike es una obra que permea, desde su aparición, la cultura japonesa al completo, empapándola de sus historias, conflictos, personajes, moral y filosofía. Sus decenas de protagonistas extienden sus tentáculos en las artes, desde los dramas delhasta novelas, fábulas, kabuki, bunraku, películas u obras pictóricas. ¡Y series de animación! No es la primera vez que aparece en los «dibujitos chinos» ni será la última. De hecho, Masaaki Yuasa, fundador de los estudios Science SARU, este pasado mayo de 2022 estrenó la película Inu-Ô, que sigue la estela de los Heike. No he tenido todavía la oportunidad de verla, pero ganas no me faltan.

Heike Monogatari la serie nos narra el auge y caída del clan Heike o Taira, enfrentados a muerte al clan Minamoto o Genji. Se centra más en los Heike, dejando a los Minamoto un poco de lado, pero el carrusel de personajes históricos es continuo, puede dejar sin respiración si no se pone interés. Cierto que, en general, los Minamoto tienen más de caricatura que de nobles (pobre Yoritomo, jojo) sin embargo, en once capítulos tampoco se puede exigir una gran profundidad psicológica dada la obra que es.

El anime tiene el mismo hilo conductor que el cantar de gesta: el instrumento musical que sirvió para su difusión, la biwa. En este caso, se personifica en una niña, hija de un músico que muere injustamente a manos de unos esbirros del clan Heike. A partir de ese suceso, toma el nombre de Biwa y decide seguir los pasos de su padre. Shigemori, hijo mayor de Kiyomori, patriarca de los Heike, se entera de lo ocurrido, y decide acogerla en su casa. Allí Biwa se negará a asumir el tradicional rol femenino y vestirá como un chico; asimismo, se dedicará a narrar con su música la historia de los Heike, ya que ha percibido su final. Biwa y Shigemori comparten un don, que se expresa en forma de heterocromía del iris. Con su ojo «maldito» son capaces de ver, en el caso de Biwa, el futuro; en el caso de Shigemori, los espíritus de los muertos. Y así, a través de los ojos de Biwa, unos ojos infantiles pero inteligentes, capaces de ver más allá de lo evidente y condenados a una impotencia suma, los acontecimientos se irán desgranando. Biwa no podrá hacer nada, salvo observar, registrar y cantar sobre lo inevitable.

Este destino es inexorable, pero no conducido por fuerzas externas; son las decisiones humanas las que lo hacen fatal. Es el ímpetu, la irreflexión y soberbia del líder Kiyomori los que precipitan las circunstancias en el anime, los primeros guijarros de una avalancha que arrastrará a su clan a la destrucción. Y es que en Heike Monogatari, a pesar de que sus protagonistas son personajes históricos tan solemnes que casi podrían cagar mármol, son plasmados con total humanidad. Son solo personas atrapadas en las redes de poder que ellos mismos han tejido y de las que no pueden escapar. Atados por decisiones debidas al honor y el orgullo, al miedo o la ira. Combates, intrigas políticas y luchas por el dominio de Japón son una parte fundamental de este anime, pero Yamada también elige mostrar otra realidad, oculta entre las bambalinas del drama masculino: la posición de la mujer en la era Heian (el personaje de Tokuko es de los más logrados).

Y no es una elección gratuita, pues en este el último periodo clásico de la historia japonesa, las mujeres en la corte comenzaron, a pesar de sus amarraduras, a brillar. Damas como Izumi Shikibu (976-1030), Murasaki Shikibu (978-1014) y la dama Sarashina (1008-c.1059), empezaron a escribir, a dar forma a la lengua japonesa y enriquecerla con el hiragana. Fueron precursoras de la literatura japonesa moderna con sus diarios, poesías, cartas y… la que es considerada su primera novela: Genji Monogatari. Fueron indispensables para esa auténtica revolución cultural cortesana que acaeció durante la era Heian.

Las mujeres de las clases altas podían acceder a una mínima educación y cierto patrimonio, pero se hallaban en una posición bastante singular: muy cerca del poder, incluso algunas de ellas eran sus marionetas directas (emperatrices, concubinas, damas de honor…). Sin embargo, no poseían la capacidad de ejercerlo. Otras tenían incluso independencia económica, pero vivían aun así subordinadas a causa de su género. Esta proximidad al poder político les permitió conocerlo y analizarlo con gran perspicacia, y actuar según sus posibilidades, aunque fueran exiguas. Así es mostrado en Heike Monogatari, donde las únicas mujeres que pueden considerarse relativamente libres son las que escogen la vida monacal.

Yamada se hizo rodear de asesores históricos como Yoshihiko Sata o el supervisor musical Yukihiro Gotô para estampar con la mayor fidelidad posible esa atmósfera Heian de sofisticación y excelencia, de cortesía exquisita y etiqueta exigente cuyos valores morales y estéticos eran el mono no aware y el miyabi. El mono no aware es un sentimiento donde se unen melancolía y serenidad. Combina dos nociones, una extranjera (budista) y otra autóctona (sintoísta); una que reflexiona sobre la inestabilidad y caducidad del cosmos, y otra que reverencia y sacraliza la naturaleza. El mono no aware es la comunión con la naturaleza para experimentar su impermanencia (mujô kan), fragilidad, imperfección y, precisamente por eso, su gran belleza (wabi-sabi). El miyabi es el sibaritismo, el gusto por la elegancia refinada y la distinción. 

Así tenemos entonces una serie plena de la sensibilidad estética de la era Heian pero con una perspectiva más contemporánea, donde Yamada decide dar espacio también a las relaciones interpersonales y los sentimientos de los personajes. Todo encaja como en un puzle, y el rico simbolismo que fluye en cada episodio dispensa a la serie de un corazón puro, pero taciturno. Heike Monogatari es un tsunami audiovisual que apabulla por la belleza de sus colores, sus detalles, su dinámica, su música.

En el aspecto formal nada se ha dejado al azar, Heike Monogatari es un prodigio de anime diseñado para fascinar con sosiego. Solo puedo decir que algunos recursos utilizados me han recordado a la maravilla de Kaguya-hime no monogatari (2013) del siempre añorado Isao Takahata, y eso es decir mucho de mi parte, porque amo esa película sobre todas las cosas. En resumen, se trata de un trabajo único y especial, que se nota que está realizado con mucho cariño y sutileza, con una profunda admiración hacia la obra original. Pero. Todo tiene un pero, por supuesto, nada es perfecto, de ahí también proviene su valor.

Heike Monogatari no es una obra accesible. Y aunque Biwa es el insuperable conector entre personajes y espectador, aunque existen ciertos momentos de humor o de simple contemplación de la naturaleza que pueden ayudar a relajar densidad y ritmo, Heike Monogatari exige paciencia y calma en su visionado, al menos si se desea disfrutar en plenitud. Son muchos los nombres que desfilan en la pantalla, numerosos personajes de gran calado histórico que apenas aparecen minutos, pero que sin ellos y sus decisiones no se podría seguir el argumento principal. En resumen: hay que echar un vistazo general a las historias del cantar de gesta para saber quién es quién y por qué sucede lo que sucede.

Ver Heike Monogatari es como observar a cámara lenta el descarrilamiento de una enorme locomotora de vapor, sabemos qué va a suceder, cómo va a ocurrir y cuál va a ser el resultado final. Pero no por ello es menos interesante, más bien al contrario. Siempre hay algo de hipnótico en presenciar la desgracia ajena. Así es el ser humano. Y este anime es muy humano.

¿Lo recomiendo? Por supuesto, creo que es una buena manera de adentrarse además en la obra original. Si se consigue superar la confusión natural de los tres primeros episodios, Heike Monogatari abre las puertas a un mundo ya extinto de esplendor y crueldad a partes iguales. También es verdad que para los familiarizados con el cantar de gesta esta serie puede resultar una vorágine donde se pierden muchas, muchas cosas importantes, y que no sea más que un reflejo nuboso de la complejidad real de la obra literaria. Y es que tan pocos episodios dan para poco más, sin embargo, la experiencia puede resultar muy satisfactoria si no se es demasiado jeremías.

Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

Manhwa

Hierba

Nadie presta atención a la hierba. Humilde, sencilla, está por todas partes. Pero es resistente, es fuerte y, a pesar de que se la pisotea y menosprecia, sobrevive. Esta preciosa metáfora es la que nos presenta, con gran delicadeza, el último manhwa que he leído: Hierba (2017) de la autora Keum Suk Gendry-Kim. En España ha sido publicado en febrero de este 2022 por Reservoir Books de Penguin, con traducción de Joo Hasun.

Pero antes de nada, os recomiendo muchomuchomucho la entrada que Serial Experiments Lab. ha realizado dedicada a esta obra. Es muy especial y seguro que os brindará una nueva perspectiva sensorial a la hora de conocer Hierba. Podéis disfrutarla AQUÍ.

Sí, lo sé, llego una miaja tarde, ha sido un cómic muy celebrado desde casi su aparición, con muchos premios, muchas nominaciones a cositas importantes y del que se ha hecho eco hasta la prensa generalista. A bombo y platillo. Y, ¿sabéis qué? Que lo merece, carallo. Además, que ya se haya escrito sobre Hierba por activa y por pasiva no es óbice para que en SOnC tenga también su espacio. Porque es un manhwa que me ha gustado mucho, y que también se me ha atragantado y me ha hecho sufrir.

No voy a contar nada que otros ya no hayan hecho pero así, de paso, os presento a Hermes Trismegistos Djehuty, Hermesito para los amigos. Para mi gran desgracia, Isis cruzó el arcoíris el 28 de diciembre de 2020. Lo pasé muy mal. Al cabo de un año, desde la gélida Siberia, Hermesito apareció en mi vida. Y estoy muy agradecida de su presencia y amistad, aunque Isis siempre estará conmigo. Siempre.

Siguiendo la estela de la entrada anterior, donde Nagisa Ôshima a través de su película La presa (1961) exponía la hipocresía e irresponsabilidad endémicas de la sociedad japonesa, sobre todo tras la Guerra del Pacífico (1937-1945), Hierba presenta el testimonio gráfico de esa negligencia vergonzosa en un contexto muy concreto, y cuyas consecuencias todavía se están sufriendo. Me refiero a la cuestión de la esclavitud sexual durante la ocupación japonesa de Asia Oriental y parte de Oceanía, una red institucionalizada de prostitución forzosa a la que, obscenamente, se denominaba «estaciones de consuelo» y a sus trabajadoras ianfu o «mujeres de solaz». Un negocio de trata de blancas establecido por el Ejército Imperial Japonés para entretenimiento y disfrute de sus soldados por Filipinas, Indonesia, Tailandia, la isla de Nueva Guinea, Myanmar, la entonces Indochina francesa, Malasia, China, Taiwán… y, por supuesto, Corea.

En resumen, para evitar que los pícaros soldados nipones fueran violando por doquier a las mujeres de los territorios que iban ocupando, pensaron que sería mejor idea atraerlas con falsas ofertas de trabajo o, directamente, secuestrarlas cuando iban al colegio, caminaban por el campo o estaban en sus casas, y encerrarlas en tugurios (perdón, «estaciones de consuelo») donde la milicia podría acudir y abusar de ellas con mayor comodidad. Ni comparado con hacerlo bajo un arbusto o detrás de la tapia de un corral, un poco de orden y disciplina, por favor.

Lee Ok-Sun

No hay un consenso sobre cuántas mujeres y niñas fueron esclavizadas en burdeles militares japoneses, pero se calcula que entre 300.000 y 400.000. La mayoría procedían de Corea y China. No quedan ya muchas, y se las llama, con cariño, halmoni (할머니 ), «abuela» en coreano. Y Hierba nos narra la vida de una de ellas, desde su niñez hasta el presente; nos cuenta sobre la tenaz voluntad de vivir de Lee Ok-Sun.

Porque la tragedia de estas personas no debería olvidarse jamás, y mucho menos ningunearse como ha hecho el Gobierno japonés durante décadas. A pesar de que se compensó económicamente a Corea por los estragos de la ocupación y en 2015 se llegó a un acuerdo definitivo para indemnizar a las esclavas sexuales, las disculpas fueron tibias; y en ese acuerdo no estuvieron representadas en ningún momento ni de ninguna forma las afectadas. Fue un pacto entre señoros: unos ávidos por recibir y robar gestionar la compensación económica; y los otros ansiosos por pasar página de un trance molesto como un mosquito. Y no es de extrañar, ya que una gran parte de los altos cargos políticos actuales de Japón son descendientes de los que administraron recursos e ingenio durante la Guerra del Pacífico, entre ellos también los prostíbulos.

Estados Unidos, al ocupar Cipango tras las bombas, no deseaba soliviantar demasiado los ánimos del país, y permitió que criminales de guerra, oficiales imperiales y otros personajes de abolengo fueran rehabilitados y recuperaran sus antiguas posiciones. Necesitaban a Japón además como aliado en la Guerra Fría, su reconstrucción era indispensable. Todo esto unido a que la sociedad japonesa no sanó sus heridas como debiera, y eligió permanecer indiferente a la carga de responsabilidad bélica (como muy bien supo expresar Nagisa Ôshima en sus obras), hace que siga siendo imprescindible que las calamidades de estas mujeres se hagan públicas. Las veces que sean necesarias. Es hacerles justicia. Porque, además, si el agresor no sana, la víctima tampoco.

No hay evidencia de que las personas denominadas como «mujeres de consuelo» fueran llevadas mediante amenaza o violencia por la milicia japonesa.

Tôru Hashimoto, alcalde de Osaka en 2012

Este bellaco, porque no hay otra manera de calificarlo, no es una excepción entre los populistas del Nippon Ishin no Kai y otros políticos nacionalistas y conservadores. Aunque se retractó de su declaración, tuvo la desfachatez de justificar la existencia de esclavas sexuales porque «los soldados necesitaban darse un respiro». Y así está el potaje, camaradas otacos. Tras el fallecimiento de Shinzô Abe, la situación continúa estancada, y las pobres halmoni siguen esperando en vano unas disculpas dignas.

Lee Ok-Sun y Keum Suk Gendry-Kim

Por mucho que teclee contextualizando el tema de las esclavas sexuales durante la ocupación japonesa, por más que presente cifras o afirmaciones deplorables por parte de politicuchos, nada va a ser tan revelador y brutal como el manhwa de Keum Suk Gendry-Kim. De hecho, me voy a quedar corta con esta reseña, lo que expresa y transmite esta obra es demoledor. No hay muchos tebeos tan escalofriantes como este, por eso también lo he etiquetado en «horror». Y, sin embargo, también es un cómic tierno y hermoso; muy triste y sutil, difícil de describir. Por eso lo adecuado es, simplemente, leerlo.

La autora, que ya había tocado esta temática en el mini-tebeo Sister Mija (2013), recopiló, a través de diversas entrevistas personales a Lee Ok-Sun, la historia de su vida. Poco a poco. La visitó durante varios meses en la residencia que el gobierno coreano tiene especialmente habilitada para las halmoni. Y no tuvo que ser nada fácil, porque preguntarle, mirándola a los ojos, por todas las desdichas y monstruosidades que sufrió, debió de ser chungo de narices. Y escucharlo todavía más. Aun así, Gendry-Kim supo plasmarlo todo sin caer en el exhibicionismo emocional o lo morboso, con un respeto y miramiento admirables.

La narración no es lineal, se abre como un abanico y se sirve de flashbacks para contarnos una historia sobre las miserias que traen las guerras. Es de lectura fluida, y engancha con inmediatez. Eso sí, hace falta tener un estómago forrado en acero inoxidable para acabarlo de una sentada, porque leer Hierba duele.

Comienza con el regreso de Lee Ok-Sun a su Corea natal en 1996. Gracias a un programa de televisión, ha conseguido contactar con su familia tras haber permanecido 55 años en la provincia de Jilin, China. En Corea la habían dado por muerta, pero no, no lo estaba. Tras esa pequeña obertura, viajamos a la niñez de Lee, en Corea. Una infancia penosa, de hambre, ignorancia y pobreza, pero en la que brilla también la esperanza. La pequeña Lee Ok-Sun sueña con ir al colegio, y mientras cuida de sus hermanos menores, se aferra a ese deseo que sus padres no le van a poder conceder. En vez de eso, la venden a una familia con la promesa de que con ellos sí podrá aprender a leer y escribir. Pero no va a ser así, su nueva «familia» la tendrá trabajando como una mula, y más adelante la venderá a otra distinta que también la explotará hasta que, a los quince años, la secuestren y la lleven a Manchukuo. Considerada un mero trozo de carne, tratada como esclava sexual.

No voy a entrar en las atrocidades que se describen ni en los avernos de crudo salvajismo a los que puede descender el ser humano. Solo decir que Keum Suk Gendry-Kim, con lucidez y calma, sin dramas, destrozará tu corazón. Es indescriptible. Pedofilia, violaciones, palizas, asesinatos, destrucción de la identidad personal… sin necesidad de ser explícita en su dibujo, consigue transferir al lector el dolor y la pena de su protagonista. Y bueno, no solo los suyos.

Lee Ok-Sun, tras haber sido contagiada de sífilis, quedará estéril a causa de un tratamiento bestial a base de mercurio. Esa desgracia y muchas más las presenciaremos, pero la autora es sabia, muy sabia. Entretejidos en la adversidad aparecen momentos hermosos donde podemos ver el indomable deseo de sobrevivir de Lee, su fortaleza, su compasión. Es también la nostalgia por regresar al hogar la que la mantiene cuerda entre tanta locura caníbal.

Gendry-Kim también aprovecha para narrar brevemente los sucesos históricos que rodean las vivencias de Lee Ok-Sun, como la masacre de Nankín, los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki o también cómo nadie se molestó en contarles a ella y a sus compañeras que la guerra había terminado. Y la autora siempre tendrá un momento para calmar la angustia a través de bellas estampas de paisajes con una naturaleza indómita, libre. Reflejando el alma de Lee.

Porque el arte de Gendry-Kim es otra de las maravillas de este manhwa. Escoge la austera tinta negra, y la usa como si estuviera realizando caligrafía. Los espacios son casi infinitos, en los cielos, en la nieve, en el viento, en los árboles; y muestran toda su inclemencia en los momentos más críticos, con brochazos salvajes y angulares llenos de ira. Es un dibujo bello y poderoso, que no solo plasma circunstancias formidables, sino que también cuenta la verdad de Lee Ok-Sun, que es la verdad de cientos de miles de mujeres.

¿Recomiendo Hierba? Mucho, porque se trata además de un testimonio histórico de gran valor que nos obliga a mirar, a sentir, a reflexionar. Se trata de un clásico instantáneo y no es casual que haya logrado tanta fama. Es merecida. También espero que despierte conciencias, sobre todo entre japoneses. Una historia como esta es un puñetazo en el estómago, resulta imposible que pase desapercibida. Su honestidad es una supernova.

Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

cine, literatura

La presa de Nagisa Ôshima

No podíamos concebir que aquel soldado negro manso como uno de nuestros animales domésticos hubiera sido anteriormente un enemigo que nos hacía la guerra; rechazábamos como insensata una idea semejante. El prisionero contempló la caja y nos miró; temblábamos de alegría y la excitación nos hacía hervir la sangre.

—Parece un ser humano —me dijo Morro de Liebre en voz baja.

La Presa (1957), Kenzaburô Ôe

Este es un pequeño fragmento de la novela corta que le valió a Kenzaburô Ôe el premio Akutagawa en 1958. Una obra concisa y aguda, muy recomendable, pero que no va a ser la protagonista de la presente entrada. Es en la película que dirigió en 1961 Nagisa Ôshima, inspirada en la pieza literaria, en la que nos vamos a centrar. No toca ni anime ni manga hoy, sino cine. Y cine despiadado, del que sería impensable rodar en la actualidad, y que incluso puede traerme algún quebradero de cabeza por escribirle una reseña. Estamos llegando a un punto de necedad tan absurdo que el mundo solo viste de blanco o negro integral. Pero prefiero no adelantar acontecimientos poco halagüeños.

El argumento es sencillo: durante los primeros días de agosto de 1945, un avión estadounidense se estrella en las cercanías de un pueblecito solitario y montañoso. El piloto superviviente, afroamericano, pronto es capturado por los aldeanos y encerrado en un establo. Su presencia subvertirá la existencia de todos los habitantes, haciendo aflorar risas y venenos.

Ese podría ser el resumen para ambas obras, relato y película, aunque tienen sus diferencias. La novela de Ôe podríamos considerarla una coming-of-age, ya que se narra desde el punto de vista de un niño. Posee muchos detalles autobiográficos, Ôe se crio en un ambiente rural imbuido del espíritu bélico de la Guerra del Pacífico (1941-1945) y la creencia absoluta en la divinidad del Emperador; y vemos cómo en la narración el paso de la niñez al mundo adulto procede del desengaño por la caída de la deidad. El autor, además, impregna su historia de amor hacia la naturaleza, un afecto de alma sintoísta que se contrapone a la cultura urbana, occidentalizadora, pero que no consigue alterar ni su armonía ni las rutinas diarias del campo. Con pinceladas breves pero intensas, consigue plasmar una estampa vívida de un microcosmos perezoso donde dominan los sentidos. El reflejo de un Japón mesmerizado, hasta que Occidente, literalmente, les cae del cielo. Luego vendrían la vergüenza y el dolor.

Sin embargo, Nagisa Ôshima coge este relato de cierta melancolía bucólica y, aunque respetará su arquitectura, lo llevará a su terreno y transformará en un monstruo. La presa (1961), además, fue filmada en unos momentos complicadetes, tanto para Ôshima como para Japón. El ambiente se encontraba caldeado, y el director se dejó permear a conciencia pues no dejaba de formar parte activa del fuego.

Como ya bien sabréis, Nagisa Ôshima es uno de mis directores japoneses predilectos, su espíritu iconoclasta supuso un revulsivo en el panorama cinematográfico nipón, y nunca cejó en su empeño de agitar aquello que la sociedad de su tiempo consideraba tabú. Sentía una profunda atracción por lo marginal que lo llevó a crear obras que convulsionaron la sociedad nipona, y armado de causticidad, no cesó de dirigir su ojo crítico hacia todo aquello en lo que Japón evitaba posar su mirada. Fue un purgante que aun todavía agita conciencias, un provocador, aunque en realidad fue un hombre con mucha ira dentro. El motivo: cómo su patria había gestionado todo lo concerniente a la Segunda Guerra Mundial. Los mismos líderes que metieron al pueblo japonés en la guerra y le hicieron creer que su emperador era un dios omnipotente destinado a la victoria, tras la derrota cambiaron de chaqueta sin hacer un mínimo ejercicio de autocrítica. Ôshima se puede decir que fue un activista, aunque también lo que le interesaba era la dimensión humana y personal, tanto japonesa como extranjera. Su enfoque se centraba en todo aquello que su país no quería ver pero a través del individuo.

El interés de Ôshima por la política puede decirse que le venía de familia. Su padre, funcionario de estirpe samurái, le legó una abundante biblioteca de obras socialistas y comunistas que, durante su época universitaria en Kioto, lo condujeron a formar parte del Zengakuren, y dirigir a sus colegas estudiantes a una serie de protestas que incluso interrumpieron la visita del Soberano Celestial Hirohito a su universidad. Eran tiempos inestables, en 1951 los estadounidenses finalizaban su ocupación, se firmaba el Tratado de San Francisco junto con el Tratado de Seguridad Mutua, y el miedo a que se regresara a un autoritarismo militar hizo que muchos ciudadanos desaprobaran este último. En 1954, cuando Ôshima acabó sus estudios de Derecho, siendo consciente de que su militancia izquierdista le iba a impedir encontrar un trabajo en la abogacía, comenzó a trabajar en los estudios Shochiku Ofuna.

Así empezó su carrera cinematográfica, primero como guionista, asistente de dirección, crítico de cine y, finalmente, en 1959, como director de su primer largo: Calle de amor y esperanza. Tras ella, Ôshima parió tres filmes más, en los que plasmó los años muy turbulentos que se estaban viviendo con la renovación del Tratado de Seguridad con Estados Unidos, el Anpo jôyaku. Hubo una fuerte oposición, graves actos antidemocráticos en la Dieta, manifestaciones multitudinarias, importantes disturbios y un intento de asalto a la Dieta que se saldó con la muerte de una estudiante, Michiko Kanba. A pesar del intenso clamor popular que no aceptaba el Anpo, fue ratificado, pero el descontento y la crisis social no desaparecieron, sino que alcanzaron su clímax con el asesinato televisado del político y miembro de la Dieta Inejirô Asanuma. El homicida fue un fanático ultranacionalista.

Es un documento histórico. Es el vídeo de un asesinato. Nadie te obliga a darle al play.

Aunque los estudios Shochiku querían aproximarse a las generaciones jóvenes con un cine enfocado en sus inquietudes y cierta innovación, las películas de Ôshima no les acababan de gustar y la última que realizó para ellos, Night and fog in Japan (1960), su obra más comprometida hasta ese momento, la retiraron de los cines tres días después de su estreno. El pretexto fue que estaba siendo un fracaso en taquilla; la realidad es que les incomodaba que se mantuviera en cartelera tras el atentado de Inejirô Asanuma. Esta fue la gota que colmó el vaso de la paciencia de Ôshima, por lo que decidió partir peras con Shochiku y montar con su mujer, Akiko Koyama, y otros guionistas y actores, su propia productora: SozoSha (sociedad de creación).

Fue en el intervalo entre Shochiku y SozoSha que Ôshima dirigió dos películas para otros estudios: El rebelde (1962), un jidaigeki (toma ya) para Toei y la que nos compete hoy, La presa, para Palace Film. Y estas dos películas, precisamente por tratarse de dos encargos extraños al universo de Ôshima y encontrarse en un ínterin de su trayectoria profesional, no se las suele tener en cuenta o se las menciona de refilón.

Con honestidad, no me parece que estén a la altura del resto de sus obras, incluidas las más célebres. Pero merecen un visionado, eso seguro, si se quiere conocer otra faceta más de Ôshima. A menudo se le ha criticado por experimentar artísticamente con lo que le apetecía, por no tener un estilo propio al diversificarse tanto. Pues bueno, en La presa tenemos una película que más tradicional y más clasicorra no puede ser. Al menos en lo que se refiere a nivel técnico y de montaje. Es sencilla, lineal, ortodoxa. Pero claro, estamos hablando de Ôshima, y a pesar de que pueda parecer un film normal, se trata de una pesadilla muy propia de su carácter. Así que avisados quedáis, vienen curvas.

Para empezar, Ôshima elige el B/N. Ya nos está anunciando que la cosa va a ser cruda como el sashimi. La historia ya la sabéis, un grupo de aldeanos en un pueblo remoto del Japón rural captura a un piloto estadounidense afroamericano, que se ha estrellado con su avión. Y aquí Ôshima ya va a hincar las uñas con una estampa mucho más afilada y turbia.

Herido, atrapado en un cepo para lobos y renqueando escoltado por sus captores, llega al villorrio rodeado de expectación, curiosidad e incluso aversión. Enseguida queda patente el hondo racismo y xenofobia al deshumanizar casi desde el principio al prisionero. Se refieren a él como «el monstruo» o «el negro», y es la intervención del funcionario del gobierno, un hombre mutilado al que le falta una pierna, la que impide su linchamiento. Les recuerda que no pueden matarlo, su deber es mantenerlo vivo en condiciones decentes hasta que la autoridad militar de la ciudad decida recogerlo y, además, les pague una recompensa.

Es la codicia, pues, la que impulsa al jefe del poblado a proteger al desdichado piloto, y el sentimiento iluso de que custodiarlo los convierte a todos en héroes de guerra. Y mientras la presa permanece en un establo, herido y con fiebre alta, Ôshima aprovecha para recrearse plasmando la realidad de una aldea sujeta a la voluntad de un acaudalado jefe que abusa de su posición de todas las maneras que le es posible: a las mujeres las somete sexualmente, a los hombres económicamente o a través del alcohol. Se trata de un pequeño caserío asolado por el hambre, la pobreza, las envidias y las viejas rencillas entre vecinos. La llegada de unos pocos evacuados de la ciudad con anterioridad ya ha trastocado su dinámica indolente, y tienden a mirarlos mal; sin embargo, la irrupción del desconocido será ya un verdadero terremoto.

El tiempo transcurre y no se reciben noticias de la ciudad. No es cualquier cosa alimentar a un hombre adulto y fornido en una situación de guerra y escasez de alimento, así que las esperanzas de una posible retribución se van desvaneciendo y dejando paso a la amargura. La presa es ya una carga que irrita, exaspera, enfurece, y proyectan sobre él sus frustraciones y problemas, responsabilizándolo de todas sus penurias. No es la guerra, no es la ceguera y la arrogancia, no es ese insoportable verano de humedad viscosa. Tampoco su mezquindad o egoísmo los que los sumen en la desdicha. No, es «el negro». Él es su chivo expiatorio.

Osamu, uno de los niños del pueblo, pregunta: «¿Por qué es culpable de todo ‘el negro’?». Quien se atreve a discrepar e intentar defender al prisionero es ignorado o considerado sospechoso de colaborar con el enemigo. Porque eso es el piloto afroamericano, el enemigo. Y encima, negro, la expresión máxima de lo diferente, lo extraño, lo demoníaco para un japonés de la época. Y tras vislumbrar a lo lejos un enorme incendio que está devastando Tokio, todo se precipita.

Bajo esa atmósfera opresiva del aciago agosto de 1945, la tensión va aumentando hasta ser intolerable. La violencia estalla como fuegos de artificio, la aldea se convierte en el infierno en la tierra. Y sucede lo inevitable.

Ôshima presiona teclas que los seguidores de su cine conocemos bastante bien: incesto, adulterio, latrocinio, agresiones sexuales, comportamientos supersticiosos, etc. Todo conduce a una raíz común, que es la corrupción. Es una condena, en primer lugar, a la mentalidad japonesa, a esa donde los restos todavía bien presentes del feudalismo perviven. Ahí aparecen la xenofobia, el machismo recalcitrante o tradiciones caducas antidemocráticas y enemigas de las libertades individuales. La presa casi es una burla de la autoimagen que poseía el país como Gran Imperio de Japón. Por eso la Guerra del Pacífico solo fue consecuencia de unas lacras que ya estaban ahí antes, y las exacerbó. La visión de Ôshima es bastante pesimista: los habitantes de la aldea, al igual que el propio Japón, son incapaces de asumir la responsabilidad de sus propios actos, de aceptar sus errores y actuar en consecuencia. Por el contrario, eligen aislarse de la realidad y cuando esta les devuelve el bofetón, autoengañarse y patada hacia delante.

En las postrimerías de la Guerra del Pacífico, los habitantes de esa aldea apartada, como clara alegoría del propio país, creen sin ninguna duda en la divinidad de su emperador, en la victoria incontestable de su gran nación y su superioridad como pueblo, sin ser conscientes de su miseria moral, hipocresía y decadencia. La presa es una película cruel y corrosiva, en la que Ôshima es implacable retratando a sus compatriotas, llenos de resentimiento.

¿Recomiendo La presa? Pues como ocurre con la mayoría de las obras de Ôshima, no es cine para todo el mundo. Esto no es una película de Marvel dirigida a toda la familia o para matar el rato. Hay que afrontarla con ganas y conociendo un mínimo el contexto, que es lo que trata de hacer esta entrada. No considero tampoco que sea la película más adecuada para introducirse en el universo de este director, porque es engañosamente académica en su forma. Sin embargo, a pesar de tratarse además de un encargo (el guion no era suyo tampoco), es una película que gustará a quien esté familiarizado con sus trabajos porque hace hincapié en sus obsesiones particulares y las expresa de una manera contenida pero elegante, sin un ápice de dulzura. La presa es una joyita bien confeccionada que no decepciona, pero que tampoco deslumbra.

Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

manga, Regreso

Breve historia del Robo sapiens

Amo la ciencia-ficción, no es ningún secreto. Y me apetecía escribir sobre un manga del género que acabo de leer. Un tebeo que me ha complacido, por otro lado. En realidad me ha gustado muchísimo. Por las historias que narra, por el arte, y también por la serenidad y fatalidad que emana al mismo tiempo. No conocía al autor, y teniendo en cuenta que he permanecido unos cuantos años desconectada del mundo, es natural. La salud manda, camaradas otacos, y todavía no estoy segura de que esta reaparición signifique algo en realidad. SOnC fue, y seguirá siendo siempre, un pequeño solaz en mi vida; le tengo mucho respeto porque además estáis vosotros ahí. Sin embargo, la enfermedad y la pérdida de seres queridos me han cambiado. Ya no soy la misma, y a ratos no me veo capaz de escribir. Al menos como el blog merecería.

Pero hoy me he levantado alegre, porque Breve historia del Robo sapiens (2018) de Toranosuke Shimada me ha entusiasmado de verdad y quiero que tenga su propia entrada en SOnC.

Como antes he mencionado, no me sonaba de nada este mangaka, Shimada-sensei. Así que debo admitir que la compra de este cómic fue totalmente compulsiva. Me gustó la portada, lo ojeé rápidamente y al creer ver asomar a Tezuka en sus líneas, me dije: «¡A la saca! Y encima sci-fi de androides y robotitos, uf, este se viene a la cueva conmigo.» La cantidad de excrementos gráficos que he llegado a adquirir actuando de esta forma ya os imaginaréis que ha sido colosal, pero esta vez no fue así. Nanay. El instinto por una vez no me falló.

Breve historia del Robo sapiens o Robo sapiensu zenshi se publicó entre 2018 y 2019 en el magazine Monthly Morning Two (por desgracia desaparecido este pasado verano) de Kôdansha, no en una modesta editorial indie, que es lo que una podría esperar observando las trazas del tebeo. Quizás por eso no ha tardado «tanto» en publicarse en España, aunque, como siempre, mis primos franceses tomaron la delantera (también los anglos). O quizá también puede deberse al enorme prestigio que ha ido acumulando en poco tiempo, con premios, galardones varios, nominaciones y puestos excelentes en listas, encuestas y demás pajas mentales de críticos sesudos. Cuando lo compré no tenía ni idea de lo que tenía en las manos, fue una sorpresa hallar todos estos fuegos artificiales. Y después de leerlo, me alegré muchísimo por el autor. Un triunfo merecido. No sé casi nada de él, salvo que nació en Tokio en 1961 y que esta no es precisamente su primera obra. Su andadura profesional comenzó en el 2000. Ojalá podamos pronto disfrutar de sus trabajos pasados y futuros, sobre todo me interesa Träumerei (2005). También descubrí que en 2021 Marc Bernabé le hizo una entrevista, sin embargo no hay manera de acceder al vídeo de esta. Cachislamar.

Estimada otaquería, este que ven aquí es Shimada-sensei. O al menos así se ve a sí mismo. Es un pacifista él. Y le gustan los gatos.

Pero regresando a lo que interesa, ha sido en este año de nuestro Señor de 2022 que la editorial Héroes de Papel, bendita sea ella, ha publicado los dos tankôbon originales en un único tomo de 300 páginas con sobrecubierta reversible para nuestro gozo y deleite. Con traducción de Gabriel Álvarez Martínez. Una edición cuidada y estilosa, me ha encantado ❤

Así que tenemos un cómic con muy buena fama, con una publicación estupenda en español y que además no se ha hecho tardar demasiado. Es un manga contemporáneo. No está nada mal, porque ya sabemos de sobra que en ocasiones hay tebeos interesantes que no ven la luz entre hispanohablantes hasta pasados unos cuantos añitos. Por lo que solo resta contaros una miqueta de qué va, cuáles han sido mis impresiones, por qué me ha satisfecho tanto y animaros a que le echéis un ojo.

Breve historia del Robo Sapiens consta de 13 capítulos autoconclusivos pero interconectados. Como preciosas teselas, forman un mosaico donde se nos muestra la evolución de un mundo a lo largo de varios miles de años. Una larga historia conformada por pequeños relatos donde el silencio tiene una valiente y maravillosa presencia.

Comienza de una manera bastante familiar, cualquiera que haya leído ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968) de Philip K. Dick o haya visto Blade Runner (1982) de Ridley Scott advertirá el fuerte aroma a tabaco del neo-noir de la detective que es contratada para encontrar un androide desaparecido. Los paisajes urbanos futuristas con la sordidez de los bajos fondos y la abigarrada frivolidad de la clase alta son solo el punto de partida de una sociedad donde el conflicto no reside en la adaptación de los robots a esta, sino viceversa, cómo afronta esta sociedad la inclusión de una nueva especie inteligente no biológica en ella. Este primer capítulo, de hecho, es clave para comprender la transformación paulatina de la IA y como, en cierta forma, suplanta a la humanidad. Aunque más bien podríamos considerarlo una síntesis de lo que llegará a ser la evolución del ser humano. De cómo la humanidad se trascenderá a sí misma.

La traducción literal del título de este manga, Robosapiensu zenshi (ロボ・サピエンス前史), sería más bien «Prehistoria del Robo sapiens», y no hace falta estrujarse demasiado las meninges para saber por dónde van los tiros. Del Homo sapiens al Robo sapiens: este tebeo es el origen, el principio de una nueva forma de vida, hija del Homo sapiens, y su evolución. Para ello, Shimada-sensei se valdrá de varios personajes que protagonizarán su narración desde una perspectiva multifocal: Aomina Midori, Ito Sachio, Toby, Chloe y María, a la que llamarán Onda Kaloko. Todos ellos son androides. ¿No hay ningún protagonista humano? Aparecen humanos, claro que sí, pero son presencias que van y vienen, algunos como pura utilería, ya que sus vidas son cortas; sin embargo, es la Doctora, creadora de María, Toby y Chloe, la que supondrá para sus hijos una mutación importante.

En los primeros capítulos del manga la relación entre humanos y robots es como la que podría existir con un electrodoméstico, y vemos cómo eso, paulatinamente, cambia. Se van introduciendo con naturalidad en las vidas de la gente, formando parte activa de la sociedad, pasando de ser sirvientes a ser reconocidos como personas (¿ciberpersonas?) con plenos derechos y libertades. Van apareciendo robots con aspecto completamente humano, y habrá alguno que incluso se crea humano porque, en realidad, lo será. Aunque, ¿es imprescindible tener una fisonomía humana para serlo? Y voy más allá: ¿es realmente necesario un cuerpo físico para ser humano?

Efectivamente, Breve historia del Robo sapiens examina el eterno y siempre actual dilema de qué es lo que nos hace humanos, cuáles son los limites del concepto de «humanidad». Y la noción de memoria jugará un papel importante. Nada nuevo bajo el sol, sobre todo si echamos un vistazo atrás a, por ejemplo, Asimov, del que encontramos, sin duda, reminiscencias en este manga; no obstante, Shimada-sensei contribuye con su propia visión, desde una perspectiva no demasiado optimista para la sociedad de carne, pero sí más flemática y cabal para la sociedad transhumana robótica. También podríamos decir que este cómic es una historia sobre la decadencia humana, de ahí ese aire melancólico que lo colma. La carne se debilita con el miedo, y el miedo conduce a la autodestrucción, quedando finalmente todo en manos de los hijos sintéticos de la humanidad, que serán los que alcanzarán las estrellas y se unirán a ellas. Fin.

Pero, ¿cómo son los robots en Breve historia del Robo sapiens? Los hay de todo tipo de pelaje, y conforme van transcurriendo los miles y miles y miles de años, algunos evolucionan, unos pocos permanecen inalterados y otros, sin el mantenimiento adecuado, mueren.

Respecto a los robots protagonistas de este manga, todos poseen su propia personalidad, características y funciones específicas. Los llamados crononautas, María, Toby y Chloe, son androides ultralongevos creados por la Doctora para perdurar durante millones de años si así fuese preciso. María es la guardiana de un silo de almacenaje geológico profundo de residuos radiactivos; Toby y Chloe son unos astronautas enviados a explorar el espacio exterior. Aonuma Midori es una miembro de la alta sociedad que ha desaparecido misteriosamente; e Ito Sachio es un freedroid, un robot libre, que trabaja alrededor del mundo realizando todo tipo de tareas. Es a través de sus experiencias y memorias que Breve historia del Robo sapiens crece y florece.

Personalmente, me han gustado mucho María y, sobre todo, Ito Sachio. Este último es el que nos muestra de manera más estrecha su relación con la humanidad y el planeta Tierra. Cómo sus recuerdos influyen en sus pensamientos y decisiones, más allá de la mera programación. Ha sido muy bonito verlo bailar y recitar poesía, por lo que aprovecho para colgaros este vídeo de una canción clásica japonesa que trata sobre la nostalgia y la belleza del mar, y que a Ito le gusta. Se llama Hamabe no Uta y fue compuesta en 1918 por Tamezô Narita y Kokei Hayashi.

Los robots en este manga son como niños, inocentes, puros; al principio son esclavos de su programación inicial, pero más adelante ellos mismos superan esa sujeción, crecen como haría cualquier otro ser humano y vencen la dependencia de sus «padres». Y como marca la propia naturaleza, los superan: son más inteligentes, son más fuertes, son casi inmortales. More human than human. Según su programación innata poseen una serie de destrezas, pero aprenden y son capaces de pensar por sí mismos. Aun así, se enfrentan a los mismos problemas y obstáculos que sus «padres», y deben sobreponerse si quieren progresar. Unos lo consiguen y otros no. ¿Tienen sentimientos? Por supuesto que sí, aunque no son emocionales. Irradian una serenidad y compasión envidiables, auténticos bodhisattvas en su camino hacia el nirvana. Su relación con su entorno es armoniosa y pacífica, de manera que se deduce que toda la devastación que aparece en el cómic es debida casi en exclusiva a la acción de la carne.

Hay varias cosillas que me han llamado la atención sobre los androides en general y que me han agradado bastante. Por ejemplo, que consideren a lo que podríamos estimar como sus hospitales (edificios donde son creados, se autorreparan, mejoran y actualizan), su casa. «Bienvenido a casa», se saludan sonriendo al caminar en su interior. Por supuesto, el género y la orientación sexual no es algo que importune mucho, es solo un tema de programación que se puede alterar si así se desea. Y se acepta y es aceptado por todos sin más. Otro detalle que me ha encantado es la manera personal que tienen de comunicarse entre sí. Al más puro estilo vulcaniano con su célebre fusión mental, se tocan el rostro con la mano e intercambian datos. Con tranquilidad y confianza, realizan un acto bastante íntimo en el que abren su mente a otro; y resulta todavía más chocante teniendo en cuenta la sociedad japonesa del autor, donde el contacto físico es muy limitado.

Si los planteamientos filosóficos de Breve historia del Robo sapiens son de cierto calado como, por ejemplo, qué es la felicidad, su manifestación no puede ser más sencilla. Es un manga que propone ideas complejas pero que no enreda con el lector. De hecho, deja abierta la puerta a una interpretación libre, no ofrece respuestas. Pero obliga a reflexionar. Y está tan repleto de matices que una segunda o tercera lectura pueden sorprender todavía más.

La simplicidad de su narración y planteamientos se amolda a la perfección con su arte. Es la primera cosa que llamó mi atención. Una línea clara y minimalista que roza la abstracción, la belleza geométrica de sus vacíos, perspectivas y siluetas, trabajadas con sabiduría. ¿A qué me recordó? Por supuesto a Tezuka. Pero esos ecos de los 60’s y 70’s señalan, todavía más, y con gran sutileza, a los trabajos de Seiichi Hayashi y, en especial, a los de Maki Sasaki para la fenomenal Garo. Y para muestra, un botón.

Breve historia del Robo sapiens es de una elegancia sinuosa y evoca las arquitecturas futuristas de Kubrick. Shimada-sensei es amo y señor del espacio y el silencio. No es la estética del manga estándar, sino que bebe del avant-garde y el clasicismo a la vez. ¿Es eso posible? Pues claro, ¡aquí lo tenemos! Sin embargo, es una obra accesible y conmovedora; con gran delicadeza y sin sentimentalismos (¡gracias, gracias, gracias!) arrulla el kokoro. Resulta muy fácil de leer y la vista solo tiene que pasear con calma por esos paisajes de cualidad onírica que nos apremian a pensar, pensar y pensar. Así que los gandules que no rocen ni con un palo este tebeo. Sin embargo, quienes saben que meditar no es incompatible con pasar un buen rato, o los que no temen enfrentarse a lo insólito tienen en este manga una alfaguara de dicha y satisfacción seguras.

Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

Tránsitos

Tránsito XVI: Shuga Shuga Rūn!

Continuamos con los Tránsitos, esta vez con una obra que se aleja del aire siniestro clasicote de estas fechas, y que nos acerca a su faceta más amable e inofensiva. Porque Halloween también es eso, todo hay que decirlo, una fiesta donde lo macabro se ha convertido en un mero recurso estético. ¡La domesticación del horror, el miedo y la muerte! Y encima dirigido al público infantil. Porque eso es Sugar Sugar Rune, uno de los mahô shôjo, herederos directos de la titánide Sailor Moon, más destacables de la primera década de los dosmiles. Así que cerramos Samhain con una obrita entrañable, divertida y sin pretensiones, que usa la fantasía oscura como un adorno de pastelería. Y con buen resultado.

Sugar Sugar Rune es un manga original creado por, ¡tachán, tachán! nada más y nada menos que Moyoco Anno. ¡Cómo! ¿Qué no sabes quién es? ¡Pero si hasta hay un asteroide que lleva su nombre! A poco que seas un otaco espabilado, es difícil que no hayas oído hablar de ella. Es una de las reinas indiscutibles del josei, discípula de mi amada Kyôko Okazaki, y puedes leer una reseña que escribí sobre su estupendo Gorda (1997) aquí. Sin embargo, Sugar² Rune es harina de otro costal. ¿Un manga de chicas mágicas escrito por la deslenguada de Anno? Eso es toda una curiosidad. O debería al menos serlo.

Se trata de una obra que tuvo un éxito fulminante, incluso ganó el Kodansha al mejor shôjo en 2005. Es un clásico ya. Consta de 46 capítulos distribuidos en 8 tankôbon, que fueron publicados entre 2003 y 2007 en Nakayoshi. Esta publicación ha editado nimiedades como Princess Knight (reseña aquí), Candy Candy, Bishôjo Senshi Sailor Moon o Cardcaptor Sakura, y es irrebatible que Sugar² Rune le debe muchísimo, por ejemplo, a los dos últimos mentados. No obstante, hay que tener en cuenta que el público objetivo de Nakayoshi es el femenino entre los 8 y los 14 años, y eso Moyoco Anno lo siguió a rajatabla. Sugar² Rune es un trabajo esencialmente infantil.

Pero, ¡oh, se me ha olvidado comentarlo! En realidad esta reseña no está dedicada al manga, sino al anime. Fue Pierrot el que se hizo cargo del proyecto, que consistió en 51 capítulos emitidos entre 2005 y 2006. Aunque esto no es un Manga vs. Anime, os adelanto que el tebeo está bastante mejor. Y eso que la serie animada no desmerece, pero el final es diferente y no profundiza tanto en las relaciones personales y los personajes secundarios. Sin embargo, el anime también tiene sus encantos particulares, por no hablar de que Anno asesoró en todo momento al equipo que lo estaba sacando adelante. Ahí estuvo Noriko Kobayashi (Slayers, Naruto, Gintama…) a la producción,  Reiko Yoshida (Violet Evergarden, Blood +, Koe no Katachi…) al guion y, ¡la música de Yasuharu Konishi! Miembro fundador de mis añorados Pizzicato Five, se hizo cargo de forma genial de la banda sonora. Los ops y ends también fueron compuestos por Konishi, y contaron con las letras de la propia Moyoco Anno. ¡Una maravilla, camaradas otacos! (Escuchar aquí)

Sugar² Rune narra la historia de dos jóvenes brujas, Chocolat Meilleure y Vanilla Mieux, que son enviadas desde el Mundo Mágico a la Tierra para recolectar corazones humanos. Ellas son las candidatas de su generación para ser elegidas Reina de la Magia, título que ostenta en esos momentos la madre de Vanilla, Queen Candy. Ellas son grandes amigas desde la infancia, se quieren mucho, aunque no pueden tener caracteres más dispares. Chocolat es una genki girl de manual, y Vanilla tímida y sumisa. Su misión es conseguir recoger el máximo número de corazones y superar las diferentes pruebas que les irán preparando, para ello las envían a un prestigioso colegio privado bajo la tutela del brujo Rockin’ Robin, que es un famosísimo idol también. Solo una podrá llegar a ser Reina, aunque la competencia entre ellas no es demasiado fiera debido a su profunda amistad.

Sin embargo, en el colegio se presiente una disonancia. El presidente del consejo de estudiantes, Pierre Tempête de Neige, muchacho de gran popularidad y con un club de fans femenino bastante hostil llamado «The Members», va extendiendo una red de sombras para acorralar lentamente a Chocolat. ¿Quién es ese altanero joven? ¿Qué quiere de nuestra heroína? Ella tiene sospechas, pero no puede evitar sentirse también atraída por su aura glacial y melancólica.

Por supuesto, Vanilla y Chocolat tendrán de fieles compañeros a sus dos espíritus familiares, la ratita Blanca y la rana Duke, para más adelante unírseles dos amigos del Mundo Mágico como caballeros protectores, los gemelos Saule y Houx. Este equipo y Rockin’ Robin, al que se acoplará de vez en cuando la insoportable Waffle (en la onda Chibiusa), formarán un entorno familiar bastante disfuncional, donde la comedia loca campará a sus anchas. El elenco de la escuela también estará conformado por personajes algo especialitos, llamando la atención sobre todo el magufo Akira Mikado, obsesionado con la ovnilogía y convencido de que Chocolat y Vanilla son alienígenas procedentes del espacio exterior.

La misión primordial de las niñas, cosechar corazones, no parece en principio complicado. Chocolat y Vanilla deberán encargarse de suscitar emociones positivas entre los humanos; cuanto más intenso sea ese sentimiento, más valor tendrá. Los corazones menos meritorios son los de color ámbar, producto de la sorpresa; los naranjas representan la atracción, los verdes la amistad, los violetas la pasión erótica, los azules un profundo respeto, los rosas un amor puro y platónico y, finalmente, los rojos el amor total. ¿Hay más colores? Sí, pero contaros sobre ellos estropearía la diversión.

Por supuesto, existen límites. El corazón humano es capaz de engendrar multitud de sentimientos y emociones (corazones en la serie) y es capaz de regenerarse, pero requiere de un tiempo mínimo de recuperación. Y otro tema importante es que las brujas y brujos solo tienen un corazón, y no pueden entregarlo a nadie si no quieren perder su alma y morir. La única excepción a esta regla es cuando se enamoran y son correspondidos, entonces pueden intercambiar su corazón con la persona amada, que tiene que ser forzosamente del Mundo Mágico.

Moyoco Anno creó una arquitectura algo tambaleante, pero lo suficiente firme para crear un universo sencillo sin grandes aspiraciones. Quizá radique ahí uno de sus atractivos, la falta total de pretensiones, y que se enfoque simplemente en el entretenimiento. No hay grandes reflexiones trascendentales, aunque sí cavila de manera tangencial sobre otros temas como la amistad, la disputa del poder o el papel de la mujer en la sociedad japonesa.

Los dos personajes principales, por ejemplo, representan el ideal de mujer japonés (Vanilla), y el estereotipo de la mujer occidental (Chocolat). Chocolat en el Mundo Mágico es popular con su talante directo y honesto, dueña de sus decisiones y con iniciativa, rebelde, de voluntad férrea y terca. Sin embargo, en el mundo humano su actitud y forma de ser no son aceptables, producen miedo, lo que hace su tarea de conseguir corazones muy difícil. Vanilla, poco admirada en el Mundo Mágico, se torna una triunfadora en Japón. La inseguridad, pasividad y tendencia a la humildad hacen de ella una mujer deseable por sus modales suaves y sentido de la obediencia. Una chica kawaii. De manera espontánea le llueven corazones. Chocolat, por otro lado, tiene que esforzarse muchísimo por lograr cada uno de sus corazones, la mayoría de las veces siguiendo planes absurdos que le hacen olvidar su objetivo inicial. Aunque aprende lecciones sobre el corazón humano muy provechosas, aprende a respetarlo.

Por supuesto, sus espíritus familiares representan el lado oscuro de sus personalidades: la inconsciencia y la desidia en el caso de Duke, la rana de Chocolat; y la malicia y la envidia de «mosquita muerta» en el caso de Blanca, la ratita de Vanilla. Y, a pesar de estas enormes diferencias, la relación entre Chocolat y Vanilla es saludable, de amistad verdadera. La tradicional competición que surge por acaparar la atención masculina no provoca en ellas ni rencillas ni celos. Ellas son más importantes que el conseguir gustar a un chico.

Hasta más o menos la mitad de la serie, los episodios de Sugar Sugar Rune son autoconclusivos y se limitan a contextualizar e ir presentando personajes. Me habría encantado que hubieran profundizado más en las relaciones interpersonales de algunos secundarios, porque quedan varios cabos sueltos y preguntas sin resolver; no obstante, la perspectiva general del panorama que nos proponen es coherente. Poco a poco, en capítulos en los que parece que no sucede nada, vamos presenciando el crecimiento personal de Vanilla y, sobre todo, Chocolat. Su evolución, cómo van madurando, y todo bajo un tono cómico muy accesible. Es casi imposible no coger cariño a este anime, rezuma dulzura.

Sin embargo, en su segunda mitad los acontecimientos comienzan a precipitarse; una oscuridad densa y muy real hace acto de presencia, ya no solo se presagia, está ahí. Y esa subtrama deshilachada que apenas asomaba el hocico de los primeros capítulos se convierte en el argumento principal. Sugar² Rune arranca con parsimonia, no le importa que la otaquería se impaciente a la espera de una urdimbre más espesa. Esta serie sigue su propio ritmo, y su objetivo es solo divertir. Nada más (y nada menos). ¿Que para eso recurre a capítulos de relleno? Pues sí, ¡y no pocos!

Sugar² Rune es un mahô shôjo inmaculado, con las características del shôjo más clásico a flor de piel: escuela-internado de clase alta, elementos occidentales por doquier, interés romántico inicialmente rechazado, orientación al mundo de los sentimientos, etc. Realiza homenajes a clásicos de la demografía con descaro, incluso llega a caer en la autoparodia con su exceso de flores al viento y estrellitas, pero es que uno de los puntos fuertes de la serie también es la comedia. En 51 episodios le da tiempo de repasar y tocar muchos aspectos del shôjo, aunque desde una perspectiva conservadora. Sugar² Rune no arriesga, pero tampoco le hace falta.

Sugar Sugar Rune es una serie para ver sin prisas, para degustar con tranquilidad  y disfrutar de su carencia de presunción. Al fin y al cabo, se trata de una obra para un público muy joven; y aunque se vislumbran boquetes argumentales del tamaño de Júpiter (dan miedo), se disculpan hasta cierto punto ya que no está en la naturaleza de este anime seguir la estela de Shôjo Kakumei Utena precisamente. ¿Lo recomiendo? Sí, claro, pero no hay que pedirle peras al olmo. Y, ¡ay, es tan tierno! Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

P.D.: La animación en sí es regulera, pero aceptable. No ofende, y la adaptación de los diseños de Moyoco Anno es honrada, con esas enormes cabezas y piernas kilométricas de delgadez extrema. El manga es más bonito, claro, muuuuucho más bonito.