El domingo 11 de diciembre tenía una cita. Llegué tarde, pero acudí. Ryûichi Sakamoto emitía en streaming el que se anunciaba como su último concierto. Yo ya sabía que se encontraba fastidiado de salud, pero imaginaba que sería una estrategia de mercadotecnia como las que se usan de manera habitual en el mundo de la música. Por poner unos ejemplos, Aerosmith o Kiss llevan despidiéndose de los escenarios más de veinte años. Y ahí siguen.
Sin embargo, lo de Sakamoto va en serio. Y lo supe nada más oírlo tocar. Luego me di cuenta de que las piezas estaban interpretadas en momentos diferentes, y deduje que su estado físico no le permitía realizar un concierto ininterrumpido completo. Fue una actuación impecable, como no podía ser de otra forma, pero sentí mucha tristeza. Mucha. Se nos está yendo delante de los ojos. Y admiro su enorme profesionalidad, esta ha sido una despedida elegante y cortés para su público. Todo un señor Sakamoto, todo un MÚSICO, así, en mayúsculas.
De modo que, profundamente agradecida por su esfuerzo y trabajo, quiero dedicarle esta entrada. Un homenaje en vida, deseándole luz, paz y amor. Y lo hago escribiendo una pequeña reseña sobre la obra que le valió un Oscar de la Academia, la banda sonora de la película El último emperador (1987) de Bernardo Bertolucci. En ella también participó David Byrne y Cong Su, aunque el grueso de las composiciones fueron suyas. Asimismo, Sakamoto apareció en el film representando a Masahiko Amasaku, militar revoltoso y malvado director de la Asociación de cine de Manchukuo.
¿Es esta la mejor obra musical de Sakamoto? No me veo capaz de evaluar algo así, pero sin duda es la más reconocida. Ya escribí aquí sobre su trabajo en Merry Christmas, Mr. Lawrence (1983), que también es maravilloso, pero siguiendo la estela de dos entradas previas (La Presa de Nagisa Ôshima, Hierba) que tienen la Guerra del Pacífico (1937-1945) como telón de fondo, he elegido esta película que se desarrolla en China. Mismo contexto, mismo Japón haciendo de las suyas, diferentes países.



El último emperador, como el nombre indica, trata sobre el último emperador de China, el decimoprimero de la dinastía Qing 大清 (1636-1912). Su nombre era Aisin-Gioro Puyi (1906-1967) y su título oficial (年号) Emperador Xuantong. La Qing fue una dinastía de origen manchú como su predecesora, la Jin 金 (1616-1636), por lo que fue y ha sido considerada extranjera, como la Yuan (1271-1368), fundada por el mongol Kublai Kan, nieto de Gengis Kan. Actualmente, los manchúes son una minoría étnica cuya cuna ancestral es la Manchuria histórica (东北平原) y son tan chinos como lo puedan ser los zhuang, los miao o los han. Hay más de 50 grupos étnicos diferentes en China. Sin embargo, en otros tiempos eran percibidos como foráneos, ya que no pertenecían a la etnia mayoritaria, la han; y no contaban con demasiadas simpatías porque tampoco permitían acceder a puestos de administración a los que no fueran manchúes.
Puyi fue un hombre al que le tocó vivir una etapa de la historia bastante agitada, tanto en su país como a nivel mundial y, a pesar de ser considerado el Hijo del Cielo (天子) o el Señor de los diez mil años (万岁爷), una verdadera divinidad en la tierra, fue un soberano sin poder real. Llegó al trono designado por su tía la emperatriz viuda Cixí (1835-1908), que ya de por sí merecería una entrada aparte en SOnC, heredando un país sumido todavía gran parte en el feudalismo, a pesar de los bandazos que dio Cixí por intentar modernizarlo.
La Restauración Meiji (1868) había resultado un éxito en Japón, pero las circunstancias de China resultaban muy distintas. Las Guerras del Opio, los tratados desiguales con países extranjeros, la humillante derrota en la primera guerra chino-japonesa (1895), el fracaso de la Reforma de los Cien Días (1898) del emperador Guangxu, provocado por el golpe palaciego de Cixí, el Levantamiento de los bóxers (1900) y un rampante sinocentrismo impedían que China pudiera convertirse en un auténtico estado moderno, capaz de hacer frente al resto de potencias del planeta. Además este posible progreso no convenía ni a la Alianza de las ocho naciones ni a los conservadores del gobierno imperial chino, que veían peligrar sus regalías y corruptelas.
Y con solo dos años y 10 meses, tras la muerte por envenenamiento con arsénico de Guangxu y justo dos días después de la de Cixí, el pequeño Puyi ascendió al trono de China en 1908, siendo obligado a abdicar solo cuatro años después. Se le mantenía como una reliquia viviente en la Ciudad Prohibida (紫禁城) sin poder salir, rodeado de más de 1500 eunucos, cientos de funcionarios, consejeros, guardias y los restos de la antigua corte imperial. Como en una cápsula del tiempo, Puyi creció y fue asistido de manera arcaica hasta la llegada del que sería su tutor, Reginald Johnston, viviendo de manera muy distinta a lo que se cocía al otro lado de los muros de la Ciudad Púrpura. Durante su vida sucedieron eventos como el nacimiento de la República de China (1912-1949), el Movimiento del 4 de mayo (1919), la Guerra civil china (1927-1936/1945-1949), la Guerra del Pacífico, la Invasión japonesa de Manchuria (1931), la Segunda guerra chino-japonesa (1937-1945), la Masacre de Nanjing (1937-1938), la Revolución Comunista (1949) o el inicio de la Revolución cultural (1966-1976).
No quiero ni imaginar cómo se las tuvieron que arreglar para comprimir todos estos acontecimientos en una sola película, lo que debieron de cavilar para que no pareciese un documental. ¡Y teniendo en cuenta además que su público objetivo, el occidental, era (y es) bastante ignorante respecto a la historia de Asia Oriental! Porque todo lo enumerado y más es lo que narra El último emperador, y su premisa, además de compleja, era ambiciosa, pues pretendía encima rodar lo acaecido en los escenarios originales. Y lo consiguieron.




En esa época la Ciudad Prohibida estaba cerrada a cal y canto. Fue gracias a la pericia del gran Jeremy Thomas, productor de la película (también de Merry Christmas, Mr. Lawrence, The naked lunch o Crash) que se logró semejante hito. Y no solo eso, sino que el gobierno chino colaboró con cientos de soldados, expertos… y miles de técnicos y 19.000 extras. Por aquel entonces los efectos digitales estaban en pañales y si se necesitaban masas de gente, se rodaban masas de gente. Y si algo tuvo El último emperador fueron medios en todos los aspectos. Todos. Cuatro años de proyecto descomunal llevado a cabo sin la intervención de ninguna major, solo la productora independiente de Thomas, Recorded Picture Company.
Y Bertolucci, por supuesto, contó con la siempre magnífica fotografía de Vittorio Storaro, que se llevó el Oscar, por cierto. En realidad El último emperador ganó 9 Oscars en 1988, fue la gran vencedora en un año, también hay que reconocerlo, un poco flojillo. Sin embargo, lo que resulta innegable es que esta película es grandiosa en el aspecto visual. Los escenarios, la dirección artística, el vestuario, la fotografía… son fastuosos e impresionantes incluso para los parámetros del s. XXI, que a golpe de ordenador nos deja patidifusos en la butaca.


El último emperador también recibió el Oscar al mejor guion, escrito por Mark Peploe y el mismo Bertolucci, que fue basado en la autobiografía de Puyi From Emperor to citizen (1960) o 我的前半生 (literalmente «la primera parte de mi vida»), y Twilight in the Forbidden City (1934) de Reginald Jonhston. Como todo film de estas características, la adaptación tuvo sus dificultades. Y a pesar de que el Gobierno chino puso sus condiciones y echó un vistazo al guion, la perspectiva histórica es bastante equilibrada, sin injerencias escandalosas. Es cierto que existen ciertas licencias, pero los sucesos fueron los que se plasmaron en la película.
La personalidad de Puyi fue suavizada, pues era conocido por su ánimo caprichoso y sádico; algo que no es de extrañar dada la crianza que tuvo sin disciplina ni conciencia de lo que eran los límites. Fue educado como un dios viviente, recordemos, aislado y sin figuras de autoridad. La llegada de Reginald Jonhston, contratado por el gobierno de la república China de entonces, que deseaba ofrecer al joven Puyi una educación moderna, aplacó un poco sus tendencias despóticas y le enseñó a trabajar su perspicacia; le abrió las puertas al conocimiento del mundo, donde los occidentales se presentaban como el epítome de la civilización y prosperidad.
Sin embargo, Johnston también era un conservador monárquico a ultranza, lo que terminó de enraizar en Puyi la idea de que un estado republicano siempre iba a ser deficiente comparado con el de un soberano coronado. Y, por supuesto, profundizó la noción de que era superior al resto de la humanidad: él era el Hijo del Cielo, él era el Emperador Xuantong 宣统皇帝. Johnston dirigió la atención de Puyi hacia Japón, donde compartían su concepción sobrehumana de la monarquía. Esto no iba a beneficiarlo en absoluto, más bien su talante antojadizo, vanidoso y, por ende, débil lo convertían en una pieza del tablero muy apetecible para los grandes poderes, fácil de manipular. Y así obraron los japoneses, utilizando a Puyi para sus propios intereses.



El último emperador comienza en 1950, cuando Puyi es trasladado al Centro de Gestión de Criminales de Guerra de Fushun, en la provincia de Liaoning, puerta de entrada a la Manchuria histórica. Ahí, tras un intento de suicidio, será reeducado y cumplirá condena por colaborar con los invasores nipones y traicionar a su país. En esos momentos personifica todo lo que la nueva China quiere cambiar.
Puyi llamará la atención del gobernador de la prisión, interpretado por un fantástico Ying Ruocheng, que hará todo lo posible por reformarlo y ayudarle a buscar un propósito como persona. Para ello, le es requerido, como al resto de prisioneros también, que escriba un diario de su vida, confesando sus crímenes.



A partir de ahí, usando una técnica narrativa desarticulada in medias res y con constantes analepsis, la película irá desarrollando su argumento. Desde la llegada de niñito a la Ciudad Prohibida, separado de su familia y donde su único refugio emocional sería la nodriza Ar Mo, hasta su fallecimiento, durante la Revolución cultural. A los ocho años le arrebatarán a su nodriza, a causa de la relación erótica que observan entre ellos las consortes del antiguo emperador. Pero la llegada de su hermano pequeño, Pujie, hará más tolerable su desaparición, aunque también supondrá el primer golpe con la realidad: él no es el emperador de China, él no gobierna ningún país y su poder no va más allá de los muros de la Ciudad Púrpura.
En el momento en el que China era una república y la humanidad se había adentrado ya en el s.XX, yo todavía estaba viviendo como un emperador y respirando el polvo del s. XIX.
From Emperor to citizen, Aisin-Gioro Puyi
Reginald Johnston también supondrá una cascada de pequeñas revoluciones en la vida del joven Puyi, como la bicicleta, el uso de anteojos y, ya después de casarse, el acto de cortarse la coleta. Por cierto, la interpretación de Peter O’Toole, que le brinda un toque sarcástico y picante al personaje, es estupenda.
La muerte de su madre, a la que no permitirán ver, significará el fin de la infancia y el conocimiento innegable de que es un prisionero. Como adolescente, Puyi buscará escapar de la Ciudad Prohibida y huir a Oxford, donde se educó su tutor, lejos del sistema obsoleto y corrupto que lo mantiene atrapado. Más adelante, deseará gobernar pero con la aspiración de reformar y modernizar el país. Así que, para empezar, decide auditar todo lo que se encuentra en la Ciudad Púrpura para saber cuánto posee y cuánto le han robado a lo largo de los años. Pero los eunucos, viéndose expuestos, incendian la tesorería, y Puyi acaba expulsándolos.



El paso a la adultez vendrá cuando lo despachen de la Ciudad Prohibida en 1924, tras el golpe de estado de Feng Yuxian. Este señor de la guerra no veía utilidad en mantener a un emperador aunque fuese en el formol de la Ciudad Prohibida. No lo consideraba ya un símbolo de unión en China, más bien al contrario; de modo que le arrebató sus privilegios y lo convirtió en un ciudadano común y corriente. Puyi y sus dos esposas, la emperatriz Wanrong y la consorte Wenxiu, con parte de su servidumbre y una fortuna personal cuantiosa, dejaron atrás una existencia sin preocupaciones en la jaula de oro más grande jamás construida; y se lanzaron de cabeza a otra de despilfarro, extravagancias y holganza bajo la protección de Japón en Tianjin. Adoraban todo lo que procediera de Occidente, desde los chicles hasta las aspirinas, incluso se hacían llamar Henry (Puyi) y Elizabeth (Wanrong).
Wenxiu se divorció de Puyi, un completo escándalo pues ninguna esposa había osado antes jamás divorciarse de un emperador, y a partir de ese momento todo fue cuesta abajo. Wanrong, interpretada por una soberbia Joan Chen, se hizo adicta al opio bajo los auspicios de la espía Dongzhen o Joya Oriental, princesa manchú y prima de Puyi, pero criada en Japón desde niña. Se trata de otro personaje histórico en verdad interesante del cual algún día me gustaría escribir.
Esta etapa de la vida de Puyi fue especialmente sórdida en la realidad, sin embargo Bertolucci y Peploe decidieron atemperar ciertas particularidades sin restarle dureza a los hechos históricos.



El último emperador nos cuenta la historia de una personalidad de gran trascendencia que en pocas ocasiones fue amo de su propia vida. Fue una marioneta, un peón, un rehén de su posición, obnubilado por delirios de grandeza que no tenían ya lugar en el mundo. Aprendió la lección tarde, aunque no tanto como su homólogo Hirohito.
Existen claros paralelismos entre su vida en la corte imperial y la posterior China maoísta. De un sistema anticuado, corrupto y absolutista, pasa a otro nuevo, igualmente enviciado por su burocracia y autoritario también. Y en ambos es un cautivo sin capacidad de decisión. Puyi es un personaje claramente pasivo, y no es consciente de su auténtica condición hasta la manifiesta traición japonesa. Es entonces cuando descubre lo que ha sido su vida, y el desengaño lo conduce al sometimiento. Tiene que aprender de nuevo, tiene que reconstruirse como ser humano.
No hay demasiadas sorpresas en El último emperador, es una crónica de desenlace conocido e ineludible; una biografía de un personaje en el centro del huracán, inmóvil, solo siendo capaz de ver los acontecimientos girar, girar y girar mientras su vida es consumida por otros. Y resulta una buena introducción a la historia de la China moderna también.



¿Recomiendo El último emperador? Sí, pero no la versión extendida, huid de ella. No ofrece información de relevancia y rompe por completo el ritmo del film.
Bertolucci desplegó en esta obra todas sus habilidades y recursos adquiridos a lo largo de los años de experiencia cinematográfica, y el resultado fue (es) apabullante. Se atisba El conformista (1970) con total claridad en su metraje, así como Novecento (1976), dos de sus trabajos más esclarecidos. Logra que entendamos a su protagonista, aunque no necesariamente con empatía, y tiene un final bonito.
Quizás resulte a los ojos del presente un poco acartonado y denso, pero sigue siendo cine del grande, del que ahora rara vez se hace. El último emperador fue una empresa arriesgada y ambiciosa, ¿consiguió lo que perseguía? Desde luego, con holgura. No es solo que le tenga cariño porque mi madre me llevó al cine a verla (no me enteré de nada, era una cría) y a partir de entonces se convirtiera en uno de los visionados obligatorios en casa, sino que es una película que enseña, y se aproxima al eterno «peligro amarillo» para descubrirnos que todos somos seres humanos (la sinofobia es muy real, amiguis).
Va por ti, Sakamoto.
Buenos días, buenas tardes, buenas noches.
¡Hola! Una pena lo de Ryûichi Sakamoto, cuando artistas que nos marcaron y a los que seguimos durante años se retiran de sus carreras o fallecen es un recordatorio del tiempo que llevamos en este mundo y nuestra propia mortalidad.
Parece una película histórica ideal para los amantes de las intrigas palaciegas, no creo que sea para mí pero me quedo con esta frase «¿Recomiendo El último emperador? Sí, pero no la versión extendida, huid de ella.» la tomaré en cuenta si en algún momento decido embarcarme en este viaje. ¡Saludos!
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¡Hola, Noctua Nival! La versión extendida es un despropósito que ni siquiera tiene el visto bueno del director, así que te puedes hacer una idea de lo que estropea la concepción original de la película. Cuando te animes a ver «El último emperador», lo más sabio es alejarse de ese aburrimiento de duración eterna. ¡Saludos de vuelta!
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Hola Sho, me parece un gesto muy especial que decidas dedicar esta entrada a uno de tus artistas musicales favoritos como es Sakamoto. Creo que es la mejor forma de homenajearles y agradecer por todo lo que han brindado.
Gracias por este pedazo de reseña a la SOnC de una de mis películas favoritas. También yo la vi de pequeña, pero en televisión, y se convirtió de visión obligada cada vez que la emitían. La escena del emperador andando en bicicleta con esa alegría e inocencia infantil se me quedó grabada en la memoria. Transmite un montón y es majestuosa, normal que se ganara todos los premios. Eso sí, yo pensaba que era enteramente china y por ende su director también jajaja. No sabía que tenía versión extendida ¿Qué más le pueden agregar a un film que ya de por sí es plenamente satisfactorio? En fin, no me acercaré a esa versión porque tu advertencia es clara.
Me encantará leer en un futuro esos post sobre La emperatriz viuda Cixí y la espía Dongzhen que parece que ambas tienen tela.
Saludos 🙂
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¡Aloha, Coremi! Me alegra que hayas disfrutado de la entrada y que «El último emperador» sea una de tus películas predilectas ❤ A mí me trae muchos recuerdos de la infancia, le tengo especial cariño. Hace tres días fue el cumpleaños de Sakamoto, un año más al menos, ojalá puedan ser más. Tengo en cuenta tus peticiones para el blog, no te creas que me olvido, ¿eh? Llegarán 😉
¡Saludos de vuelta, maja! ¡Nos leemos! 😀
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Sakamoto será de esas personas que a diario reciben homenajes involuntarios. Cada día habrá, en algún lugar del mundo, alguna tienda de modas tocando la versión de «Forbidden Colours» con Sylvian y Sakamoto. Y sonará a través de los altavoces por todo un mall o todo un distrito comercial. Y alguien usará Shazam o lo que se acostumbre para entonces para saber qué fue eso.
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Precisamente hace unos días estaba viendo una noticia en las noticias sobre una exposición de arte en no sé dónde y ¡estaban poniendo de fondo «Red Dust» de la banda sonora de «Little Buddha»! Me quedé un poco en shock, pero era cierto, ahí estaba sonando el señor Sakamoto xD
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