Me muero de ganas por ver Silence (2016) de Scorsese. Creía poder satisfacer mi curiosidad durante la Navidad, pero retrasaron su estreno en España hasta este fin de semana pasado. Aun así tendré que esperar unos cuantos días, pero servidora a veces tiene paciencia. A veces (qué remedio). Mientras, prefiero escribir sobre la obra literaria en la que está basada: Chinmoku (1966) del grandísimo Shûsaku Endô (1923-1996).

Hace unos cuantos días estuve revisando el film del mismo nombre que Masahiro Shinoda realizó en 1971, y que contó también con la colaboración en el guión del propio escritor, Endô. Si tengo que ser sincera, no me ha llegado a conquistar a pesar de que Shinoda es un director que me gusta bastante (al menos lo que conozco de él). Y es que existe un auténtico abismo entre la novela y la película. No considero que sea mala, pero Chinmoku es mucho Chinmoku… y no lo digo gratuitamente. Es una obra maestra. ¿Conseguirá estar a la altura Martin Scorsese? Me encantaría que así fuera, sus cintas para mí son clave si aspiramos a comprender algo del cine norteamericano de finales del s. XX. Ha firmado títulos que forman parte ya de la historia cinematográfica, y nunca ha sido partidario de encasillarse. Es una mente inquieta. Por lo que confío en que haya un mínimo de calidad. Al menos a nivel técnico seguro que es impecable. Además, no es la primera vez que trabaja con el cristianismo, La última tentación de Cristo (1988) fue toda una revelación que escandalizó a muchos. ¿Es esa de nuevo la intención de Scorsese? Lo dudo mucho. A pesar de que la novela de Shûsaku Endô sí que supuso un revulsivo para la sociedad japonesa, el italoamericano me da que no busca gresca, sino excelencia y reconocimiento. Este jueves que viene lo sabré.

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Cartel de «Chinmoku» (1971) de Masahiro Shinoda

Para entender mejor tanto el libro como las películas, creo que es necesario conocer algo del contexto histórico y social de la época que refleja. Estamos en el s. XVII, la unificación política y territorial de Japón es un hecho bajo Tokugawa Ieyasu. El cristianismo ha arraigado bien en la islas, sobre todo al sur, incluso daimyô con influencia se han convertido a la nueva religión. Su difusión crece y, como no podía ser de otra forma, tiene su peso político. Pero vayamos un poco más atrás en el tiempo. La Iglesia católica había sufrido un terrible cisma con la llegada de la Reforma Protestante (s.XVI), así que buscaba ampliar su zona de influencia en nuevos territorios. Muchas regiones de Asia Oriental permanecían vírgenes, y las rutas comerciales que abrió Portugal fueron el camino que utilizaron los primeros misioneros. Francisco de Javier, adalid de la recién nacida Compañía de Jesús como respuesta al Protestantismo, llegó a las costas de Japón en 1548; y en 1571 portugueses fundaron la ciudad de Nagasaki, refugio de cristianos y la ventana más importante de Japón al mundo durante el periodo Edo. Nobunaga (1534-1582) amparó su presencia para debilitar a sus enemigos budistas e incentivar el comercio con Europa, por lo que la evangelización progresaba adecuadamente y los jesuitas adquirían poder. Sin embargo, la muerte de Nobunaga lo cambió casi todo.

Su sucesor Hideyoshi (1536-1598), a pesar de una preliminar transigencia con el cristianismo, advirtió a los sacerdotes jesuitas que no se inmiscuyeran en la política del país como estaban haciendo. Que tuvieran esa potestad en Occidente no implicaba que pudieran hacer lo mismo en las islas. A Hideyoshi y Tokugawa no les hacía ninguna gracia, y mucho menos porque eran extranjeros. ¿Se sospechaba una maniobra de colonización para someter Japón? No podía considerarse algo descabellado, solo había que echar un vistazo a Filipinas o América, por lo que el recelo tenía base. Además, el cristianismo era muy intolerante con el resto de religiones (budismo y shintô), lo que provocaba una brecha política y social complicada de cubrir para una convivencia pacífica en el país. Y ya bastantes problemas había de por sí. Hideyoshi, a pesar de que persiguió y mató a católicos (son célebres Los 26 mártires de Japón), también estaba preocupado por mantener las vías comerciales con España y Portugal abiertas, por lo que el cristianismo no fue su prioridad. Las armas, la pólvora eran imprescindibles. Sin embargo, los Tokugawa llegaron a conclusiones algo diferentes.

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«Jesuita conversando con samurái», anónimo de 1600.

Tras la muerte de Hideyoshi, el panorama político japonés se volvió muy inestable, la amenaza de una nueva guerra civil era clara; y los misioneros aprovecharon la ocasión para crecer en ese momento de fragilidad. Un horizonte en el que Japón permaneciera fragmentado en conflictos intestinos era el que más los beneficiaba. Y así fue. Durante esos dos años el catolicismo llegó a alcanzar la cifra de 300.000 bautizados, entre ellos al menos catorce daimyô; tenía el apoyo de varios gobernadores y fuerte presencia en la corte. Cierto que en mayor grado se extendía por la zona sur del país y que muchas conversiones fueron forzadas, pero el cristianismo habría terminado medrando en Japón si Tokugawa Ieyasu (1543-1616) no hubiera vencido en la batalla de Sekigahara (1600). Cuando Ieyasu tuvo su posición asegurada, prohibió definitivamente el catolicismo en Japón (1614). Era una religión supremacista y excluyente, con ambiciones políticas y que no respondía ante la autoridad del shôgun, solo ante Dios. Nada de fiar. Además, la llegada de los protestantes ingleses y holandeses, sin exigencias proselitistas o catequizadoras, permitía a Japón continuar sus actividades comerciales. Una gran parte de los daimyô apostataron y otros se fueron del país; pero unos pocos permanecieron fieles en la clandestinidad, hasta el punto de inflexión que supuso la rebelión de Shimabara (1638).

El señor de Chikugo meneó la cabeza:
—Preciosa no diría yo… «interesante» es la palabra. Siempre que visito esa ciudad me viene a la cabeza una historieta que escuché tiempo atrás. Takanobu Matsuura, señor de Hirado, tenía cuatro concubinas, y los celos y peleas entre las cuatro eran continuos. No las aguantó más y a las cuatro las echó del castillo. En fin, dejémoslo. Esto es terreno prohibido para un padre que ha de ser célibe de por vida…
—El señor de Hirado procedió con muy buen sentido…
Aquella familiaridad de Inoue al hablar animó al padre a desahogar la tensión reprimida.
—¿Lo dice usted de veras? Pues me quita un peso de encima. Porque mire usted, a Hirado, perdón, a este Japón nuestro le pasa lo mismo que a Matsuura…
Lo decía entre risas, revolviendo la taza entre ambas manos.
—Las mujeres se llaman aquí España, Portugal, Holanda e Inglaterra, y cuando les llega su turno de noche, le cargan el oído de chismes a su marido el Japón.
Paso a paso, mientras escuchaba al intérprete, iba el padre comprendiendo adónde apuntaba el gobernador. Bien sabía él que Inoue no decía ninguna mentira.

El clan Arima, que gobernaba en Shimabara cerca de Nagasaki, era cristiano desde hacía décadas; pero tras la prohibición del cristianismo, fue reemplazado por Matsukuta Shigemasa, un señor feudal hecho a sí mismo pero muy poco amigo de los seguidores del carpintero. Con su llegada, persiguió con ferocidad a los cristianos ocultos en su dominio y comenzó la construcción de un castillo que legitimara su nombre. Los impuestos se incrementaron dramáticamente (en realidad el coste de la edificación no era asumible), y unido al resentimiento de una población de gran arraigo cristiano, la insurrección estaba servida. Fue a su hijo, que prosiguió la estela de su padre, al que le explotó la rebelión en la cara. La brutalidad de Matsukuta Katsuie era tal que, tras ser sofocado el alzamiento, fue decapitado por orden del propio bakufu. La rebelión de Shimabara, capitaneada por el cristiano Amakusa Shirô, aunque no prosperó gracias a la intervención de las tropas del shogunado y los cañones de los holandeses, fue la gota que colmó el vaso. El shôgun Tokugawa Iemitsu (1604-1651), nieto de Ieyasu, aplicó las políticas aislacionistas del Sakoku, que se mantuvieron hasta la Restauración Meiji (1869). Japón se blindó de cara al exterior, salvo por las excepciones de Corea, la Dinastía Ming y la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales. Pero siempre con una rígida supervisión por parte del shogunato. El pueblo tenía prohibido salir del país so pena de muerte. Los holandeses, aunque no católicos, seguían siendo cristianos, por lo que las relaciones que mantuvieron con ellos fueron muy restringidas y limitadas a la isla artificial de Dejima, en la bahía de Nagasaki. Fue construida para fines comerciales, donde pusieron a su disposición casas, almacenes, alojamientos… hasta burdeles. Pero bajo ningún concepto podían pisar suelo japonés. Su administración dependía directamente del bakufu, y los barcos que llegaban sufrían escrupulosas inspecciones.

Iemitsu endureció todavía más si cabe la política hacia los cristianos, buscando su eliminación absoluta de Japón. La deportación, la demonización de su fe, las ejecuciones en masa y las cruentas torturas fueron clave. Para ello contó con la ayuda del que fue uno de sus amantes, el gran inquisidor Inoue Masashige. El señor de Chikugo, como también era conocido, refinó de manera extraordinariamente atroz los métodos de identificación, tortura y muerte de los sospechosos de cristianismo. Él mismo era ex-cristiano, por lo que conocía muy bien los puntos débiles para quebrar la fe y la mente de los creyentes. El fumi-e, por ejemplo, era una prueba casi infalible entre japoneses, pues obligaba a pisotear imágenes de Cristo y la Virgen para demostrar la no pertenencia a tan diabólica secta. Se ambicionaba también la apostasía, sobre todo entre sacerdotes, pues se consideraba una auténtica victoria para usar de propaganda y golpear la confianza de los que persistían. Entre estos korobi bateren se encontraba el líder de los jesuitas Cristóvâo Ferreira, que tras ser capturado y torturado en 1633, se convirtió al budismo, tomó esposa y cambió su nombre al de Sawano Chuan. Y son el Padre Ferreira e Inoue Masashige dos de los personajes indispensables de la novela de Shûsaku Endô. Ambos motor del argumento, principio y fin de la búsqueda del protagonista, Sebastián Rodrigo.

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El sacerdote jesuita Julián Nakaura, que acudió como embajador del damyô de Kyûshû a Roma, murió en Nagasaki (1633) al cuarto día de tortura en el «tsurushi». Sus últimas palabras fueron: «Acepto este gran sufrimiento por el amor de Dios».

Las noticias de la apostasía de Ferreira han caído como un mazazo sobre la Iglesia Católica. Nadie esperaba algo así. Las noticias sobre el glorioso martirio de los cristianos en Japón fortalecen la fe y son un orgullo; sin embargo renunciar a Cristo resulta algo inimaginable. Sebastián Rodrigo, Juan de Santa Marta y Francisco Garpe tampoco pueden creer que su querido mentor y maestro los haya abandonado, así que deciden averiguar en persona qué es lo que ha sucedido. El viaje que los llevará de Lisboa a Japón es largo y peligroso; y no es su último tramo el más sosegado, pues las aguas que rodean el país están repletas de piratas ingleses. La situación en el propio Japón es alarmante, pues nada entra ni sale de sus costas, solo corren rumores espantosos: los cristianos sufren un hostigamiento implacable a manos de un hombre llamado Inoue Masashige. Pero eso no les va a disuadir, y tras llegar a Macao, deciden llevar a cabo el final de su travesía en un junco chino. Santa Marta se queda en el continente, aquejado de malaria.

En la embarcación van con un japonés que está deseando regresar a su patria. Se llama Kichijirô y es un hombre miserable y cobarde, para nada de confianza. Niega ser cristiano, pero esconde algo turbio en su docilidad resbaladiza. Cuando llegan a Japón, la situación es precaria y desgraciada. Rodrigo y Garpe contemplan cómo un cristianismo ya desvirtuado sobrevive en míseros pueblos en la clandestinidad. Los kakure kirishitan o cristianos ocultos son humildes aldeanos que arriesgan sus vidas cada día por una religión que los ha abandonado. Por eso su emoción es grande cuando ven aparecer a los sacerdotes. Afrontan el sufrimiento y la muerte con entereza, una entereza que asombra a Rodrigo porque no la entiende del todo. Aun así, su cometido en Japón es llegar hasta Ferreira, del cual no han conseguido averiguar nada en ese remoto lugar. Tienen que moverse, con el peligro continuo de ser descubiertos, por lo que deciden separar sus caminos. Y Kichijirô seguirá de cerca a Rodrigo. ¿Lo traicionará?

Tengo por cierto que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros (…). Porque en esperanza estamos salvos; que la esperanza que se ve, ya no es esperanza. Porque lo que uno ve, ¿cómo esperarlo? Pero si esperamos lo que no vemos, en paciencia esperamos.

Romanos 8:18-25

Estos versículos de la carta de Pablo a los Romanos resumen muy bien la conmovedora confianza que los kirishitan depositaron en el cristianismo. No importan los padecimientos de esta vida, el Paraíso y la Salvación son su recompensa por permanecer fieles a una fe de la que en realidad no sabían gran cosa, pero que en su candor amoldaron a su conveniencia. Silencio es una novela dolorosa y cruel, como un rayo de luz que lo atraviesa todo hasta llegar al fondo del abismo… y muestra lo que hay en él: un gran vacío que solo puede colmarse de oscuridad. Los cinco primeros capítulos están narrados en primera persona de forma epistolar, después aparece un narrador omnisciente que detalla con pulcritud el destino de la conciencia de Rodrigo. Chinmoku es una lectura de las que no se olvidan y deja alguna que otra cicatriz. Como mi muy amado El corazón de las tinieblas (1899) de Conrad, es un descenso a los Infiernos; y entre el sufrimiento, el horror y la vacilación, poder encontrar a Dios. Es un diálogo interno, una reflexión filosófica entre razón y fe que intenta desentrañar cuál es la verdadera naturaleza de Dios, cómo llegar hasta Él. Descubrir, en definitiva, la Gracia Divina. A pesar de haber caído.

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Shûsaku Endô durante su fiesta de despedida en Musashino (1959) antes de su segundo viaje a Francia.

Shûsaku Endô, como muchos otros autores antes y después que él, plasmó sus inquietudes en Silencio. Eligió convertirse al cristianismo en un periodo en el que unirse a la religión del enemigo occidental significaba marginación; y en Francia sufrió el rechazo racista de sus hermanos de fe, perseguido además por la enfermedad. Era inevitable que esos avatares influyeran en su pensamiento y obra. El sentimiento de incomprensión y aislamiento lo condujeron a una búsqueda vital. Una exploración que le sirvió para meditar un cristianismo personal, sincero, imperfecto. El suyo propio.

No creo que Dios nos haya enviado esta prueba sólo porque sí. Todo lo que el Señor hace, bien hecho está. Por eso, cuando terminen estos sufrimientos y persecuciones, llegará algún día en que comprendamos por qué Dios los sumó a nuestro destino. Y, sin embargo, si escribo esto, es porque aquellas palabras que Kichijirô murmuró con los ojos en el suelo la mañana de su partida, se me han vuelto una carga cada vez más pesada en el corazón.
—¿Por qué «Deus» me habrá mandado semejantes sufrimientos? —Y luego, volviendo hacia mí unos ojos resentidos—: Padre, si nosotros no estamos haciendo nada malo…
Lloriqueos de cobarde a los que se hace uno el sordo y se termina… ¿por qué se me clavarán en el pecho con este dolor de agujas punzantes? ¿Por qué prueba el Señor con torturas y persecuciones a estos japoneses, a estos pobres campesinos? Pero no, Kichijirô quería aludir a algo distinto, algo aún más espantoso: el silencio de Dios.

Endô no escribió un libro histórico, aunque sus raíces lo sean. Tampoco un tratado de teología. Es una obra de ficción ubicada en un momento muy concreto de la historia de Japón, con personajes reales como el Padre Ferreira, Sebastián Rodrigo (inspirado en Giuseppe Chiara), Alessandro Valignano (aunque llevara décadas muerto en el tiempo de la novela) o Inoue Masashige. Chinmoku o Silencio expresa una visión profunda, amarga y a la vez esperanzada, de lo que es la naturaleza humana. Y eso es algo universal. Cada personaje es una clara alegoría, y su mensaje, ambiguo. Como la vida misma. Hay que tener en cuenta también en qué momento fue publicada, y entender el motivo de que incomodara a la sociedad de la época. Nadie entonces quería hurgar en la herida de las atrocidades cometidas durante la II Guerra Mundial… y mucho menos en masacres acaecidas hacía casi tres siglos. Chinmoku devolvía un reflejo de sociedad que en lo más profundo no había cambiado tanto. Según Endô, los japoneses no pueden comprender la verdadera esencia del cristianismo: Japón es un pantano donde no se puede sembrar, todo lo traga para vomitarlo luego corrompido. Él mismo se consideraba una contradicción, una paradoja andante por ser japonés y cristiano. ¿Es posible un entendimiento real entre Oriente y Occidente? Ese es uno de los interrogantes, entre otros muchos, de los que surgen mientras se lee Silencio.

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«Kakure kirishitan» feudataria del daimyô de Saga, cerca de Nagasaki, circa 1860

No hace falta ser creyente para poder admirar esta obra (yo no lo soy en absoluto), porque no va dirigida a un público católico en concreto. No predica, no es una denuncia de las carnicerías llevadas a cabo contra los cristianos. Como todo coloso literario, trasciende una interpretación tan superficial. No pertenece a ningún equipo. La recomiendo muchísimo, su lectura es una experiencia íntima y personal. Para nadie resulta de la misma forma. Exige bastante del que la lee, tanto por su dureza como por las cuestiones que plantea; no es una novela para matar el rato. Sin embargo, tampoco es farragosa o complicada. Con un estilo elegante y realista, atrapa desde el primer instante, como un remolino en el mar. Cuenta la historia de una tragedia, pero con sobriedad. Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

2 comentarios en “Silencio o la búsqueda de la Gracia de Dios

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